Que Ricardo Bartis esté haciendo una versión Hedda Gabler es sorprendente, pareciera que no podría haber nada más alejado de sus presupuestos teatrales que este dramaturgo noruego del siglo XIX. Henrik Ibsen es un maestro del realismo, del registro de los dilemas psicológicos de la burguesía de su tiempo, llevado a la escena por partidarios de la interioridad quieta, retomado en el presente por su fama de feminista avant la lettre. Nada que ver. El Sportivo Teatral, espacio que Bartis comanda hace más de diez años años, suele proponerse otras búsquedas. Sin ir más lejos La máquina idiota, su última obra, ocurría en un cementerio de actores donde dieciséis cadáveres de intérpretes de segunda categoría se disputaban protagonismos, posibilidades de acceder a nichos en un pabellón más iluminado, mientras se recitaban textos de Hamlet desde ese submundo expresionista y zombie.  
Hoy el patio del Sportivo está más florido que nunca, antes de la función se puede beber una copa de vino bajo las glicinas, acción que Bartis estimula un poco en broma “para torcer la percepción de los presentes”. Su Hedda Gabler tiene lugar en un entrepiso del estudio. Esta vez el espacio ficcional coincide de algún modo con el real: hay que subir por una angosta escalerita hasta llegar a esa zona bastante oculta, desde donde se puede ver a la izquierda y hacia abajo, los espacios donde ocurrieron todas sus últimas obras. Así ingresamos a la creación ibseninana de Bartis, la casa burguesa de la familia Tesman-Gabler.
El teatro de Ibsen –como el de Chejov, como en parte el de Strindberg– ha sido generalmente interpretado como teatro de living, porque es en ese ámbito donde transcurren buena parte de sus historias. Pese a las indicaciones del texto Bartis situó su acción en un altillo, donde libros atados con hilo sisal, antiguos muebles y cuadros polvorientos esperan que alguien los acomode en algún lado. Allí se esconde la perturbada Hedda y recibe las sucesivas visitas: su marido Tesman, su ex amante Løvborg, el Juez Brack, la señora Thea, una tía. La idea del desván es uno de los tantos corrimientos hacia una perspectiva un poco más sucia que el director produce sobre el texto original, como parte de una voluntad disruptiva, que por otra parte, viene de larga data. 
Es que esta no es la primera vez que Ricardo Bartis intenta apropiarse de Hedda Gabler. Como él dice: “Hace unos años había intentado. En su momento no encontré una forma de defenderme de lo aburrida que es la obra. La tomé de la misma manera que ahora, para discutir con ese canon de una teatralidad que se basa únicamente en el aspecto literario. Es una obra muy bien escrita, parece una novela policial, no podés sustraer información porque encadena la próxima, los personajes entran y salen trayendo datos... pero no sucede nada. A mi me resultaba atractivo porque no hay duda que desde hace muchísimo tiempo el problema no son los textos sino los usos y manipulaciones que de esos textos se hacen.”
 Y en esa discusión, en esa manipulación malvada y sutil se basa la obra. El extraño caso de un director que en vez de actualizar y enaltecer un texto clásico, establece una relación de tensión y bronca desde adentro. Hay un momento en que uno de los actores dice a público refiriéndose al que lo acompaña “Es una máquina de informar”, otro en el que una escena larguísima entre dos personajes jugando al ajedrez se sintetiza con ellos diciendo sumariamente “Entonces hablé de…” y apenas los núcleos temáticos de esa parte. Bartis no gusta de Ibsen y es declarado: “No estoy muy enamorado de la obra y esto no es muy distinto a lo que puede pasar en la vida, hay algunos aspectos del trabajo que no dependen de eso, lo ideal es estar cautivado, pero a veces en el intento de modificar, en la dificultad que un material te propone, se produce algo interesante. Tratamos además de no parodiar, por el contrario, mantenernos cerca del texto, su sistema narrativo y las dificultades que genera. Que son, fundamentalmente, que sucede muy poco. Por eso teníamos que volcar una gran intensidad en tratar de crear situaciones de potencia en un terreno... casi yermo.”
Una vez más surge la pregunta –figurita repetida de las tablas– de qué es, para qué sirve y qué tiene para aportarle al presente un clásico, justo cuando las narraciones en el teatro parecen estar perdiendo protagonismo. La respuesta de Bartis no pasa por fragmentar el texto, actualizarlo a hachazos, sino por introducir ciertas perturbaciones que generan un ruido familiar y necesario. “Si Hedda Gabler es considerada un texto clásico eso entraña otra discusión bastante atractiva que sería los lugares de prestigio, la ubicación política de ese texto o de esa teatralidad en el presente. Me acordaba de una cosa que decía Borges, que es que un texto es clásico en la medida que cuando uno lo lee piensa que lo es. El vínculo está absolutamente determinado. Entonces se trataba de tener una actitud irrespetuosa. He luchado denodadamente y he insultado amorosamente a Ibsen, obviamente en castellano, pero pienso que él habrá entendido.” 
No es un capricho, ni una negación de los textos que la tradición nos legó. Son célebres las versiones de Shakeaspeare y Florencio Sánchez que el director ha realizado. Pareciera más bien una disputa personal con este autor del psicologismo burgués y la matriz de representación que a partir de él se conforma. Pero no solo eso: “A mi me empezó a interesar esta obra en la medida en que se convirtió en una metáfora de nuestro presente. Pensar a Hedda, dicho esto de una manera un poco simpática, como si fuera la Argentina: alguien que no parece particularmente inteligente, que no parece particularmente linda, ni particularmente nada pero sin embargo está obligada por su nombre, por el lugar en el cual es colocada, a generar un estado de excepcionalidad. Y eso mismo la masacra. Se aburre, aparece el tedio, la idea del vacío es permanente.” Un personaje que en vez de representar exclusivamente un interior, una subjetividad, se vuelve sintomatología de algo más grande. 
En el fondo del desván, sin que ninguno de los personajes de la obra –un elenco parejo encarnado por Claudia Cantero, Pablo Díaz, Carolina Faux, Leo Martínez, Micaela Rey, Jada Sirkin– se detenga demasiado en él, se ve un cuadro. Es una foto del padre de Hedda, el militar que le legó las armas con que ella permanentemente juega y amenaza. Para el que se detiene algunos instantes en la imagen no es difícil reconocer al General Perón. No es una gigantografía, no está iluminado, es un detalle que podría pasar perfectamente desapercibido. Apenas una marca: “Pese a que Ibsen es considerado un ejemplo del teatro psicológico nosotros lo tomamos como superficie social, es decir como el síntoma de un sistema político que produce dolor, también en la clase que detenta el poder, a través del aburrimiento, la depresión.” Se sale del desván apesadumbrado. Un personaje femenino que delinea una clase y que con su obligado suicidio susurra al presente oscuros presagios.

Hambre y amor se puede ver en el Sportivo Teatral, Thames 1426. Domingo a las 20, viernes y sábado a las 21. Entrada: $ 250 y $ 150.