El Presidente Mauricio Macri aprovechó la salida de Susana Malcorra por razones familiares, si se atiende a su propia explicación, para designar a Jorge Faurie, un diplomático de carrera que dista de ser neutro: fue vicecanciller de Carlos Ruckauf cuando el Ministerio de Relaciones Exteriores lo organizó el entonces secretario de Culto Esteban “Cacho” Caselli.

Caselli, enfrentado con el actual Papa Francisco cuando éste era el cardenal Jorge Bergoglio, se alineaba con el entonces secretario de Estado vaticano Angelo Sodano, un dignatario de Juan Pablo II. Antes de llegar a la Cancillería en 2002 Caselli había sido embajador de Carlos Menem en la Santa Sede y mano derecha de Ruckauf en la gobernación de la provincia de Buenos Aires.

“Cuando quieran gobernar ténganlo a Cacho al lado”, recomendaba Ruckauf. “Está en todo.”

El canciller de Duhalde no solo elevó a Faurie a la vicecancillería. También convocó para que se encargase del sector económico a un economista que había vuelto desde los Estados Unidos a la Comisión de Valores, Martín Redrado. Después, en 2005, Néstor Kirchner volvería a premiarlo con la presidencia del Banco Central. En tiempos de Duhalde fue parte del equipo de Ruckauf un funcionario que hoy talla fuerte, el secretario de Asuntos Estratégicos de la Presidencia Fulvio Pompeo. Pompeo era subsecretario de Asuntos Institucionales, un cargo que en el Ministerio de Relaciones Exteriores puede ser utilizado como comodín para desplegar acciones de diplomacia pública o tejer lazos políticos con gobernadores. Después usaría esa experiencia para desempeñarse como una suerte de canciller de Macri una vez que el actual Presidente resultó electo jefe de Gobierno en 2007. Pompeo es Peña. Peña es Macri. Faurie es Macri. Cualquiera diría que un canciller siempre es el Presidente, pero en el caso de Faurie, además, esa característica aparece reforzada porque el nuevo ministro nunca fue un teórico ni una referencia en materia de política exterior. No existe una Doctrina Faurie sobre las relaciones con Brasil, con los Estados Unidos o con China.

La segunda línea de la Cancillería suele estar integrada por diplomáticos de carrera pero a la vez se trata de profesionales que sintonizan políticamente con la estrategia del canciller. Fue el caso de Alberto D’Alotto, jefe de Gabinete con Jorge Taiana y número dos con Héctor Timerman. O el ejemplo de Alfredo Chiaradía, a cargo de las relaciones económicas internacionales nada menos que antes y durante el proceso que culminó en la bolilla negra del Mercosur y Venezuela para la formación de un Area de Libre Comercio de las Américas. 

En Brasil es casi una norma que los cancilleres sean diplomáticos profesionales. La norma se rompe en situaciones excepcionales. Una vez se rompió para dejarle lugar al ascendente Fernando Henrique Cardoso. El presidente de facto Michel Temer volvió a romper la costumbre para poner primero al conservador José Serra y, después de las revelaciones sobre corrupción, al senador Aloysio Nunes, otro ultraconservador.

En la Argentina los cancilleres que vienen del cuerpo profesional son una rareza. Raúl Alfonsín designó en el último tramo, después del político Dante Caputo, a Susana Ruiz Cerrutti. Carlos Menem tuvo a dos políticos, Domingo Cavallo y Guido Di Tella. Fernando de la Rúa también designó a un político, Adalberto Rodríguez Giavarini. Eduardo Duhalde aprovechó que Carlos Ruckauf quería dejar el incendio bonaerense y lo coronó canciller. Néstor Kirchner nombró primero a Rafael Bielsa y después a Jorge Taiana, que revistó con Cristina Fernández de Kirchner hasta 2010, cuando fue reemplazado por Héctor Timerman. Todos políticos. Susana Malcorra tampoco era de carrera.

El hecho de que el ministro sea un profesional y conozca todos los resortes del Ministerio de Relaciones Exteriores puede homogeneizar el servicio exterior a su imagen y semejanza. El ya fallecido Lucio García del Solar, embajador de carrera y de corazón radical, impulsor de la resolución 2065 de la ONU que obliga a negociar la recuperación de la soberanía en Malvinas, solía decir, sarcástico: “Esta es la Cancillería y también la Caguillería”. Y agregaba mientras sonreía: “Un lugar peligroso”.

Con fama de trabajador y hábil para moverse en un sitio complejo, Faurie conoce los peligros a tal punto que los sorteó hasta llegar al puesto número uno de la carrera. Al revés de Malcorra, que perteneció antes a otras entidades donde forjó su cultura institucional, como IBM, Telecom o la propia ONU, su reemplazante viene con la experiencia de la propia cofradía a la que sigue perteneciendo. Y si Malcorra no desafió a Macri ni desplegó una diplomacia propia sino que puso su capital al servicio del Gobierno, Faurie podría repetir el mismo ejercicio con un añadido: el entusiasmo y la obediencia del que ocupa un puesto con el que muchos sueñan cuando ingresan al Instituto del Servicio Exterior de la Nación pero al que, como se vio, casi nadie llega.