Desde Mar del Plata 

Las olas, el viento y el cine. Desde el viernes pasado a las 17 horas en punto –horario de la primera función simultánea en varias salas– los cinéfilos tienen el código MDQ marcado en la frente, aunque la apertura y proyección inaugural del 31° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata –nuevamente con la presidencia de José Martínez Suárez y la dirección artística de Fernando Martín Peña– fue unas horas más tarde, con la exhibición de Neruda, el film del chileno Pablo Larraín acerca de un particular evento en la vida del famoso poeta. Pero más allá de esa gala en el Teatro Auditorium y la fiesta posterior, toda una tradición en el evento marplatense, las proyecciones a todo vapor comenzaron ayer, bien temprano por la mañana, incluidas aquellas integradas a las tres competencias oficiales más importantes: la internacional, la latinoamericana y la argentina, que serán juzgadas y premiadas por sendos jurados independientes unos de los otros.
La sección competitiva con acento latino, integrada por doce largometrajes de reciente producción llegados de países como Colombia, Uruguay, Perú, Brasil y Argentina, entre otros, dio su primer paso con la mexicana Todo lo demás, de Natalia Almada. Según afirma la realizadora en un breve texto escrito para el catálogo, el proyecto surgió a partir de “la idea de Hannah Arendt de que la burocracia es una forma severa de violencia”, aunque también pesó mucho su mirada como documentalista (este es su primer film de ficción) luego de utilizar personalmente durante años una piscina propiedad del departamento impositivo mexicano y de conversar con mujeres jubiladas que habían pasado décadas de trabajo en escritorios gubernamentales. La protagonista, Doña Flor, interpretada con represión gestual por Adriana Barraza, pasa sus días atendiendo a la gente en una típica oficina pública y las tardes y noches acariciando y dando de comer a su gato. Cuando no ocurre ninguna de esas cosas, la mujer está viajando del trabajo al hogar o viceversa en algún superpoblado tren subterráneo.
Todo lo demás, que le debe bastante a cierta tendencia del cine contemporáneo a reducir instancias dramáticas en pos de una acumulación descriptiva de eventos aparentemente sin importancia (en un momento se ven en un televisor fragmentos del clásico de Emilio Fernández Salón México, casi como un contrapunto melodramático tradicional), hace de esa rutina sin demasiadas variaciones el contraste para el quiebre que se producirá a mitad de camino, cuando un evento inesperado comience a alterar su existencia cotidiana. Y la posibilidad de que algo diferente –una manera de mirar el mundo, incluso– comience a acecharla sin posibilidad de escape. Más allá de los detalles de color que no podrían trasladarse a otras latitudes, la universalidad del tema propuesto por Almada está asegurado: ¿qué sociedad no incluye entre sus ciudadanos a esos empleados/as grises que se mueven entre sus papeles, sellos y clips como si fueran autómatas? Todos ellos, de alguna manera, descendientes del señor Watanabe creado por Akira Kurosawa en Vivir, aunque aquí no haya enfermedades terminales que alteren radicalmente el curso de una vida.
Lo más interesante de la mirada de la realizadora sobre ese personaje aparentemente pequeño –pero nunca insignificante– es precisamente su atención a los detalles: la manera en la cual encuadra a su protagonista, cuyo rostro nunca transmite por completo lo que ocurre en su interior. Hay incluso algunos momentos de humor en el encuentro con algún miembro de ese ejército de visitantes que le toca atender diariamente. Y, fundamentalmente, una aproximación empática que nunca se deja deslizar hacia el terreno del patetismo y mucho menos hacia la piedad. Tal vez un uso menos intensivo de la imagen de esa pileta a la cual nunca logra entrar para darse un baño, pero que no se cansa de observar con una mezcla de fascinación y miedo, hubiera alejado el fantasma de la simbología que amenaza no sólo los sueños de Doña Flor sino, esencialmente, sus momentos de vigilia.
A diferencia de Todo lo demás, que viene de exhibirse en festivales como el de Nueva York o Rio de Janeiro, Martírio no había sido proyectada hasta ahora fuera de su país de origen, Brasil. Documental de largo aliento (más de dos horas y media de metraje) y con enormes resonancias temáticas en todo el continente americano, sus primeras imágenes anticipan el que será su único y excluyente tema: la lucha de los aborígenes guaraní-kaiowa por retener o recuperar aquellos territorios que les fueron prometidos hace casi un siglo, épocas de gobiernos cuyos sueños de cooperación y deseos de cohabitación pacífica fueron eliminados de cuajo por los intereses de terratenientes y agricultores de la región del Mato Grosso do Sul. La mirada del realizador Vincent Carelli y sus colaboradores Ernesto De Carvalho y Tatiana Almeida no es precisamente externa: Carelli ha mantenido encuentros con caciques y miembros de la tribu desde fines de los años 80 y una porción de ese material de archivo forma parte medular del documental.
“A mí me mataron a casi toda la familia”, afirma un aborigen ya anciano, en un guaraní que no sólo mezcla palabras en español sino también en portugués. Casi de inmediato, Martírio recorre el que considera el pecado original de la actual coyuntura: los calamitosos resultados de la Guerra de la Triple Alianza y la anexión a Brasil de tierras paraguayas. Usados, abusados, sometidos y violentados –a veces llamados indios, otras veces paraguayos, dependiendo del interés del interlocutor–, los kaiowá insisten desde hace tres décadas en las tomas de terrenos entregados como “reservas” pero explotados intensamente por ganaderos y agricultores. Dueños de tierras que, en más de un caso, no dudan en contratar a guardias y pistoleros para amedrentar a los “usurpadores”. Carelli no cae en la corrección política; mucho menos en el idealismo anacrónico de un mundo naturalmente perfecto desordenado por el hombre blanco durante la época de la Conquista. En su lugar, dispone todas las piezas del complejo rompecabezas y guía al espectador para que éste tenga una comprensión cabal de la situación antes de sacar sus propias conclusiones. 
A pesar de ello, el punto de vista no es neutral y el film toma necesario partido por uno de los grupos étnicos más desfavorecidos (¿el más desfavorecido?) no sólo del Brasil sino de casi todo el resto de América Latina: los habitantes originarios de estas tierras. Martírio incluye extensas secuencias de discusiones en el senado brasileño que, por sí mismas, ilustran las complejidades de la situación –señalando no tanto a “malos” y “buenos” como a los principales voceros de aquellos intereses que demuestran tener orígenes y alcances muy diversos–, y acompaña la lucha por el derecho a la tierra con un necesario llamado de atención sobre la imparable deforestación de la zona.

* Todo lo demás se exhibe hoy a las 16 en Cinema 1.