En esta tarde gris, como dice el gran Julio Sosa, llevo bajo el brazo el libro “La vida está en otra parte” de Milan Kundera. Instantes más tarde entro a un copetín al paso de Monte Grande y le pido al mozo la contraseña de la red inalámbrica para ahorrar datos. De pronto recibo una palmada en la espalda y apenas me doy vuelta me impacta la emoción de un encuentro soñado.

Revive la sorpresa, en el medio del barroco tecnológico, al comprobar las conexiones de la mente con los hechos que llamamos reales. Diez minutos antes de llegar al bar me había invadido el recuerdo de aquella anciana con vestido negro que estaba sentada en la vereda de la semillería García. La saludábamos todos los días con mi compañero de banco de la escuela primaria. Me quedó grabada su sonrisa con la boca cerrada. Ambos sabíamos que vino de España y que estuvo en la guerra civil. Los padres del entusiasmo de alma inmigrante, dejaron vacías las veredas. Pero la magia me deslumbra cuando veo a Mariano, mi entrañable compinche como si la telepatía lo hubiera llamado.

Prefiero guardar en el disco rígido externo, mi abrazo gigante con Mariano para desarrollar una reflexión de este episodio. Muere la ansiedad por conectarme al wifi y me doy cuenta del poder que tiene la armonía universal de la conexión natural. Es decir, lo que habita en la mente tiene incidencia en lo que ocurre en la verdadera comunicación; transmisión y recepción.

Lo que sucede como una teoría verdadera de la metafísica no se puede comprobar científicamente y cada red es como una selva, un sistema que vincula el todo y sus partes.

En el cable del misterio donde los humanos, animales y plantas pueden estar conectados sin necesidad de pagar la factura mensual, el suministro llega a través de la fuerza natural que tiene más velocidad que la fibra óptica.

En la revolución de la tecnología, las fisuras de la legislación cibernética plasman la metáfora que deja en evidencia a las redes sociales como el chisme moderno, un elemento indispensable para construir la historia de la humanidad. José Ingenieros en “La simulación en la lucha por la vida” nos marca el gran secreto para sobrevivir frente a las amenazas y los cambios en todas las especies. En cada momento, con el esplendor de lo falso, cuando te venden todo lo que necesitas, te llenas con pan en la patología de la información y cada vez tenés más harina 5G en el cerebro. Los periodos largos solo le pertenecen a la no realidad que permanece en la telepatía y la metafísica como la información de la radiofrecuencia.

Justo cuando pensás en alguien te está llamando en ese momento y lo tomas como una casualidad o como una señal, esta teoría puede ganar territorio para conquistar la batalla y recuperar el mayor estandarte para rejuvenecer, incluso siendo joven. El asombro como religión es el comandante indomable de todas las guerras para resistir a la seducción de la pantalla que lidera la secta de este tiempo.

En la última década se nos metió de imprevisto una especie de vejez como agua debajo de la puerta, de pronto todo es más joven y más veloz y se mezclan en la cabeza todas las conversaciones virtuales y físicas, pero la tercera opción es estar atento a lo inexistente.

La preocupación por ser olvidados en lo virtual se vislumbra en la ansiedad de estados, historias y en esa construcción del ridículo moderno. Hacemos que la vida se escape. En síntesis, ya hay dudas que respirar sea algo menor.

En el concepto publicitario donde la felicidad es saber todo, se corrieron los ejes de la carreta y el simple rumor pasó a ser la búsqueda en la realidad líquida. La dosis se inyecta en el lapso de diez minutos y uno abre y cierra un bloqueo en vano de teléfonos, contraseñas, conmutadores y promociones que entran y salen como avispas. El móvil es el panal que nos va dejando miopes, para conquistar un ejército de retinas sin bandera.

El ojo pierde poder en el sistema físico porque ya no mira. Pero ver lo invisible es el tesoro que hay que cuidar. La intuición, lo que uno percibe y el mundo espiritual tienen más futuro que las criptomonedas.

La huella digital es reina madre de la estrategia en el cambio de esta época. Bajo su nombre, como si fuese Dios, se logra todo y se consigue lo peor, por ejemplo hasta ser militante del mundo virtual donde uno mismo queda anulado emocional e intelectualmente.

La teatralización de la muerte dura menos y el velatorio tiene que ver con algo que se muere en la pantalla y con la esperanza de resurrección en posibles vidas, con un servicio fijo de internet mensual.

La estética de las despedidas también es una extraña realidad intermedia, uno le habla a un difunto a través de una red social y está flotando la sensación de que el féretro responda por ese canal.

El relato de morir e ir al cielo hoy pasó a ser la divinidad virtual. Morir en vida si estas bloqueado o viceversa, todo en definitiva es la épica de una esperanza que mueve los límites para no angustiarse y sentir en modo avión.

Los ídolos de este sistema son más cercanos a hologramas y la fama como concepto hollywoodense perdió potencia. El divismo es un concepto anciano, porque todo esta igualado, paradójicamente en la era de la vanidad.

El mundo de hoy es como una gran biblioteca donde los escritores leen su propio libro sin interesarse por el resto. Conectar con el otro es "una pantalla" porque la mirada cada vez tiene menos presencia.

Los cables extrasensoriales alimentan el nuevo estado de conciencia para conectar con el alma colectiva. Eso me hace pensar que el estado natural del ser humano es la verdadera conectividad en lo que es, fue y será. La realidad aumentada es un avance para volver al origen; la necesidad de sentir verdad.

Finalmente el lado oscuro de la telepatía distrae mi pensamiento mágico con la red de las frustraciones propias y ajenas. Esa fuerza abstracta es la reacción opuesta a todo lo anterior y lo malo se transforma en necesario para sobrevivir en esta guerra.