Los vivos están anudados a los muertos por un lazo tan etéreo como indesatable; todo aquello que pensamos que se parte con la muerte en realidad se anuda. Por ese camino llega la pregunta que parece hilvanar las historias entrecruzadas que Quebrada, la nueva novela de Mariana Travacio, entrelaza: una pregunta que no está articulada por el lenguaje, sino por el peso aurático que gravita entre los personajes y sus travesías: ¿cómo forjar, entre los vivos, una administración más o menos lúcida, más o menos sana, de los muertos?

En la desoladora cosmogonía de Quebrada, donde todas las cuentas rinden cero, no hay asesinos implacables, no hay héroes de puntería sublime ni de estrategias ajedrecísticas, no hay infalibilidad ni virtuosismos. En su lugar, hay ráfagas de una violencia ininteligible y venal, hay borrones tropezados, hay barro y niebla, hombres anudados a una errancia irredenta, que están aquí como pueden estar allá, y que se matan porque las circunstancias los llevaron a ese lugar donde no pueden hacer otra cosa porque, de algún modo, está todo decidido. El recurso de la violencia en Mariana Travacio es exquisito y filosófico. En ese mundo de hombres encontramos a Lina Ramos viviendo con su marido Relicario en un rancho en la quebrada. La tierra yerma creció con los años, junto a la aridez de una vida invivible. Ni animales ni la lluvia los visitan y una nada cada vez más espesa los cerca. Un día comienza a madurar en Lina la idea de irse, como se fue su hijo hace catorce años, a buscarse la vida a otra parte. Lina quiere ver el mar. Es más un ansia que un plan, y durante años le insiste a Relicario “Con gusto me quedaría si hubiera qué comer. Pero esta es una zona muy quebrada, no se encuentra ni un pedazo de tierra que sirva para algo. Solo crecen esos yuyos tristes, llenos de espinas que arañan el viento. Lo demás es pura piedra”. Esa tierra es piedra en la que nada crece y de la que todos ya se fueron. Pero Relicario no quiere saber nada con irse “Dónde nos vamos a ir, Lina, que ya estamos grandes”. Pero de inmediato revela el motivo por el cuál necesita quedarse ahí, algo que será el corazón de la novela: los muertos; ¿quién va a ir a hablarles si ellos se van? ¿quién los va a visitar, quién les va a llevar regalos, quién va a recordarles a los muertos quienes fueron? “Abandonar a los muertos es algo que no se hace”. Pero Lina sabe que quedarse en aquel lugar es volverse muy pronto un muerto más, y se va. Relicario la deja irse, porque está seguro de que va a volver. “¿A dónde iría a ir esa mujer que nunca vio nada salvo estas piedras?”. Lina baja por el monte, bordea acantilados, duerme en el pasto, come semillas, camina durante días, se pierde y se encuentra y finalmente da con un arroyo y lo sigue hasta dar con un río. La prosa de Mariana Travacio da cuerpo a los paisajes y vida a la voz de Lina al punto de que la escuchamos susurrando lo que ve y lo que le pasa a nuestro oído, como si todo fuera una maravilla y un secreto.Y de algún modo lo es; porque el mundo lleva impresa la huella singular de la desgracia y la travesía de cada uno, ¿acaso no hay algo fascinante en el modo específico en que cada cual se derrumba?


Hay un mundo que vemos a través de los ojos de Lina; y hay otro que vemos cuando seguimos a Relicario: los capítulos son cortos como fotografías precisas, intercalan la voz de la mujer y la voz de su marido.

Es tal la delicadeza que logra Mariana Travacio que los escuchamos antes de leerlos, y sabemos quién dice qué por la textura de sus voces. Relicario, solo en el rancho, entra en cuenta de que Lina tenía razón: no sólo todo está muerto allí sino que lo único que tenía vida, Lina, se fue. Y no vuelve, como él pensó. Relicario se adentra en un dilema. Tiene que ir tras ella, tiene que pedirle que regrese o irse con ella donde sea que ella vaya. Pero tiene a sus muertos enterrados ahí y no los puede dejar. Es gloriosa la epifanía que resuelve el entuerto. Relicario vende el rancho, compra una carreta con un burro, desentierra a sus padres (sus muertos), los mete en una caja, los sube a la carreta y se van los cuatro en busca de Lina por la rocosa aspereza de las colinas.

Quebrada parece ser la historia del frágil latido de la vida, atravesado, tentado, perseguido, hilvanado por lo muerto, la vida que pendula entre dos abismos y que mientras se resiste a callar del todo no tiene más remedio que dialogar con las formas que la muerte adopta en la vida: lo vivo y lo muerto danzan juntos una melodía silenciosa. Es crudo, pero no exento de poesía, el lenguaje en Quebrada. Mariana Travacio revisita la gauchesca y recupera algo de ese western kafkiano de Como si existiese el perdón, su primera novela. Sus personajes con mucho esfuerzo persisten en la vida sólo para experimentar la hostilidad de un mundo que los excluye: duro es el trato de los hombres en la dureza de un paisaje que parece odiarlos.

Sin embargo, a pesar de la crueldad orgánica del ecosistema de Quebrada (o quizás precisamente para defenderse y contrarrestarlo) hay lugar también para la delicadeza, para la amistad, para el amor, la lealtad y la hidalguía, que se manifiestan con sutileza, en gestos ínfimos, pero que impactan en la humanidad de personajes que solo conocieron, una y otra vez, la adversidad. Los muertos rondan, por supuesto, pero la vida resiste con una tozudez insensata y absurda, que forja, en la improbabilidad del contacto y los reencuentros, una magia pequeña, inútil, que no salva pero alivia, y que alcanza para que sintamos sin pensar que la de nuestra derrota es una batalla que vale la pena llevar a cabo.

Mariana Travacio ha escrito una road novel sin camino, en la que los personajes inventan, a través del monte, el lugar que pueden, una ruta que los arrastra a cada paso al encuentro con un destino oscuro.