La pregunta por el variable olvido de la obra de Marco Denevi, muerto en 1998, no solo se explica en el desamor de la academia sino en la defección de un determinado lector y público de clase media porteño, que en un tiempo le fue muy favorable.

Aquel que -como mi madre- leía en largo reposo hacia la muerte su excelente novela Rosaura a las diez, tan premiada también en su versión cinematográfica. O Ceremonia secreta, protagonizada en cine nada menos que por...¡Elizabeth Taylor! Llegar a publicar en el suplemento cultural de La Nación, o ser admitido a medias en el Grupo Sur, ofrecía entonces a algunos hijos de inmigrantes de clase media ilustrados como Sebreli o el mismo Denevi la posibilidad de representar un interesante desvío social: ganarse el leve interés de Victoria Ocampo o de los Mitre, maquillando su pertenencia de origen a una clase media adicta a la Enciclopedia Británica, que era en ese entonces mayormente gorila aunque frondicista. 

A menudo esperpéntica en su obsesión por acumular el capital simbólico de la oligarquía (intuyo que Sebreli soñó con ser parte de la zaga de los Anchorena), sin por eso dejar perdido al final de la fiesta el zapatito de cenicienta que, en el caso de Sebreli, Mauricio Macri se encargó de calzárselo luego de la transustanciación de su sangre otrora sartreana en vino neoliberal. Resumiendo: la pregunta por la caída en el olvido de un escritor bestseller que llegó hasta Hollywood antes que su contemporáneo Manuel Puig acaso se responda con su decisión de evitar todo debate político y social -como Puig- en torno a la homosexualidad

Su soterrado paseo por salones sodomíticos apenas si trascendía, y jamás adoptó la pose amanerada de un Mujica Láinez como reemplazo del manifiesto gay, propio del dandy. Denevi postulaba personajes freaks de clase media con ganas detomar revancha por el lugar subalterno dentro de una sociedad en la que ser estanciero o poseer un palacete constituía el espejo predilecto donde mirarse. Si ser “eso” era una obligación para participar en la nación vacuna que nos vendieron desde niños, pues hacer lo posible y lo imposible para cumplir devendría, entonces, un deber. 

Ese deber, siendo incluso contracara de la ética pregonada por la clase media (robar y estafar para alcanzar el objetivo es en los personajes de Denevi un derecho) instituye la épica del simulacro, propia de nuestro país en la que los inmigrantes de entonces buscaban mojar la medialuna en el café con leche de los dueños, como escribiría Jorge Asís. En la brillante adaptación de la novela Los asesinos de los días de fiesta el dramaturgo Hernán Costa y el director Marcelo Velázquez, al desarmar el paquete, dejan al descubierto los afanes necrofílicos argentinos y su obsesión en la construcción escenográfica de cadáveres barrocos, como lo fue el de Eva, el cadáver de la Nación. 

Un grupo de seis hermanos espantajos, algo así como una hidra de seis cabezas (una de las cuales se separa y muere), se convencen de tener la misión sagrada de ofrecer a los difuntos el llanto retaceado por deudos más o menos indiferentes. La epifanía les fue dada por una mujer de negro, acaso La Llorona, que cruza la escena inicial. Desde ese momento se dedican a reventar velorios de Barrio Norte. Digo reventar porque, a la falsificación de amistad o parentesco con el muerto, se va sumando el hurto de objetos valiosos.

Hasta que en una de esas excursiones post mortem hallan una mansión donde velan a un francés rico, embalsamador, sin familia y, por tanto, sin herederos. Expulsados por los ususrpadores los vecinos de la casa, sobreviene la aventura, que no espoliaremos. Marcelo Velázquez consiguió construir con los mismos actores y el genial texto adaptado a la velocidad de un tren bala, la mejor escenografía. Para fascinar al espectador, basta con el despliegue de los seis hermanos, cada uno con un nombre con eco entre monstruoso y mitológico: Iluminada, Anacarsis, Meneranda, Patricio de la Escosura, Lucrezia y Honorato. 

El abogado asociado a la estafa, recreado por el talentoso César Riveros, podría emular por su aparatosa y pusilánime construcción al Camilo Canegato de Rosaura a las diez. La permanente alusión a una mujer embalsamada en un cuarto secreto nos lleva a otros berretines de la clase media: el amor-odio por los símbolos del peronismo, con los cuales esa misma clase encallada edifica, por default, el borde imaginario de su megalomanía de papel mallé. Una presunta asexualidad bulle entre los hermanos; otra farsa en esta comedia de humor negro. En todo caso, se trata de una sexualidad tortuosa que conduce a la falta de empatía entre ellos mismos. A fin de cuentas, es la manera en que nuestros padres y abuelos pretendieron narrar esa fábrica de incesto que es la familia. Por eso vemos al hermano menor, el efebo, bajo la codicia sexual disimulada del resto. 

Difícil olvidar a los seis hermanos y los seis brillantes actores que les dan horrible existencia: Uki Capellari, Nico Carbone, Alberto Carmona, Gabi Giusti, Carolina Manetti Cusa y Gustavo Reverdito. Hermanos que, escribe en la novela Marco Denevi, privados de amor, “se vuelven crueles, codiciosos y feroces, como guerreros extranjeros en una ciudad vencida. Se entregan alpillaje y la matanza de los demás corazones y convierten los días de fiesta en noches de duelos”.

Domingos 20 hs. Teatro La Carpintería, Jean Jaurés 858.