Treinta años lleva Babasónicos desarrollando su dialéctica personal. Quizás al principio de manera no tan explícita o buscada, pero de un tiempo a esta parte, el motor a partir del cual evolucionan creativamente parecería ser el de negar (¿discutir?) la obra inmediatamente anterior, usar ese germen, implantarlo en lo nuevo, mover delicadamente las piezas y, a partir de ese movimiento, crea una nueva realidad sonora.

Babasónicos consigue disco a disco profundizar ese estilo que consiste en sonar cada vez diferente y sin embargo fieles a sí mismos. “Somos así porque la contingencia nos apura, nos aprieta el mundo hacia eso. No somos solamente lo que queremos, somos una expresión del combate con la discusión de lo que sucede. La primera línea de la trinchera de eso”, elaboraba Adrián Dárgelos en noviembre de 2019, en una entrevista en este mismo diario. Esa trinchera metafórica que se planteaba como el lugar de enunciación y de acción de la banda hoy se cristaliza en el título (y la forma) de su nuevo álbum. Trinchera es la respuesta a la pregunta acerca de cómo se discute Discutible. Una obra en la que se puede palpar ese ejercicio de constante autoexamen y autonegación. Un disco en el que Babasónicos fuga hacia adelante y hacia adentro, reemplazando la discusión por seducción, las preguntas por manifiestos, la expansión por la introspección, y los fragmentos por un todo en el que cada parte es identificable y a la vez inescindible de las demás.

“La identidad no se negocia nunca y el que lo hace vive preso”, canta Dárgelos en “Vacío”. Ya no quedan dudas acá. En este disco está claro que lo que hace falta hoy son certezas: la vida es muy corta, la muerte está al acecho. La música es, en este punto de claridad de la finitud, la única salida y la única respuesta. “La relación con la muerte que tiene la música es esa: uno sabe que está, la enfrenta y decide bailarle, en vez de rezar, sufrir o pedir un lugar más allá”, diría en ese diálogo prepandemia, de manera casi profética. Trinchera instala esa voluntad desde el comienzo con “Mimos son mimos” en tándem con “Paradoja”, dos temas juguetones y sugerentes con los que la banda deja plantadas las bases de lo que se terminará de desplegar en “Bye bye”, con cachondeos de boite relajada, de atmósfera pastosa cortada por el contrapunto filoso de guitarra.

Así se construye ese ambiente que permanecerá en todo el disco: las capas de sonido y de interpretación que en Discutible operaban a partir de la fragmentación, acá funcionan por acumulación. Cada plano, cada elemento que aparece luego queda flotando hasta el final, aunque no suene, ya forma parte de ese todo entre esponjoso y oscuro que atraviesa el álbum en su totalidad. “Estos malos modales me abrieron el camino hasta acá (...) por eso pretendo elegir mis propios caminos, mis enemigos”, canta Adrián y así, despreocupadamente, como con una copa de Martini semivacía en la mano, arroja: “Aunque vaya a morir, si es que voy a morir, sé que voy a morir, pero voy a morir con una canción en los labios”.

“Vacío” rompe la burbuja efervescente de warm up de discoteca con un arranque sombrío en el que la voz de Dárgelos se apoya en las notas más graves del teclado para ir abriéndose dentro de esa oscuridad: “Dejemos de pelear entre nosotros, dejemos de pensar contra el vacío y despertemos en él”, incita. La oscuridad de la trinchera como lugar de protección y el vacío como espacio de posibilidad. La muerte vuelve a ser seducción en “Anubis”, donde conviven lo maquinal, lo bailable, lo sagrado y lo profano. La sigue “La izquierda de la noche”, ese notable ejercicio de capas sonoras que emulan la sensación de estar en la negrura absoluta de un lugar completamente en tinieblas, y poco a poco ir acostumbrando la vista a esa penumbra hasta que la oscuridad se transforma en un montón de azules, violetas, grises y plateados.

A continuación, “Mentira nórdica”, “Madera ideológica” y “Viento y marea” conforman un bloque donde se condensan los costados más introspectivos y autoconscientes del disco. “Qué infame es fracasar sin intentarlo todo,/ peor es esperar a ser reconocido”, sentencia en la primera, para responderse en la última: “sólo busco las llaves del Edén, aunque se me vaya la vida en buscarlas/ podrás tomarme como un despilfarrador/ pero dejame decirte lo que soy:/ soy quien mantiene vivo un sueño tanto tiempo/ contra viento y marea”.

“Capital afectivo” y “Lujo” cierran la narrativa de esta fiesta con el sabor de lo oculto, lo privado, algo narcótico, siempre excitante. “Quién notará que me fui”, la pregunta queda suspendida en una letanía opresiva y esmerilada de teclados y un beat sostenido, como la que se hace quien tira una bomba de humo y se bate en retirada casi sin ser visto. Y entonces, cuando la espesura de la noche parece impenetrable, aparece ese resquicio por el que se escurren los primeros rayos de luz del día que le sigue a la trasnochada. “Lujo” abre esa puerta hacia un futuro incierto, pero su propuesta es la de aprovechar un tiempo que no se sabe cuánto va a durar, en una trinchera musical que es ese aquí y ahora en el que todo vale.