¿Qué nos dice Freud acerca de la felicidad? ¿Cuál es su respuesta no sólo a la eterna pregunta, sino a otra que va al su unísono y que interpela acerca de si la felicidad es factible o no? Freud cree en una felicidad posible, pero luego de haber localizado la que no es posible. El creador del psicoanálisis es contundente cuando en la cercanía de las postrimerías de su obra, afirma sobre el placer:

“Este principio gobierna la operación del aparato anímico desde el comienzo mismo, sobre su carácter acorde a fines no caben dudas, no obstante lo cual, su programa entra en querella con el mundo entero, con el macrocosmos tanto como con el microcosmos. Es absolutamente irrealizable, las disposiciones del Todo --sin excepción-- lo contrarían; se diría que el propósito de que el hombre sea 'dichoso' no está contenido en el plan de la 'Creación' ”.[1]

Sin embargo, luego de estas afirmaciones, Freud asevera que la felicidad es episódica y parcial, amante de los contrastes y de las diferencias, intempestiva y nunca continua. Y prosigue diciendo:

“Lo que en sentido estricto se llama 'felicidad' corresponde a la satisfacción más bien repentina de necesidades retenidas, con alto grado de éxtasis, y por su propia naturaleza sólo es posible como un fenómeno episódico. Si una situación anhelada por el principio de placer perdura, en ningún caso se obtiene más que un sentimiento de ligero bienestar; estamos organizados de tal modo que sólo podemos gozar con intensidad el contraste, y muy poco el estado. Ya nuestra constitución, pues, limita nuestras posibilidades de dicha. “[2]. Resuena la conocida afirmación de Borges: en todo día hay un momento celestial y otro infernal.

La felicidad como deber

Resulta interesante observar cómo hoy en día nos acechan las exigencias de felicidad, los imperativos de dicha, el deber de ser felices... todo el tiempo. Pero la felicidad freudiana no es contraria al altibajo, ya que más bien lo supone, ella emerge cual ave Fénix, siempre entre cenizas. ¿No se eliminaría ella misma al intentar hacer desaparecer la disparidad de las tonalidades? Paradójicamente, el hombre siempre eufórico sería el hombre infeliz, ya que cuando la felicidad está regida por el deber superyoico como exigencia de perdurabilidad, dejaría ella de ser felicidad.

Se sabe de la influencia de Schopenhauer, tanto en Freud como en Borges y no solo en ellos, sino también en Nietzsche, en Popper y en Cioran, entre otros. Siguiendo a las doctrinas orientales, el filósofo alemán considera que el hombre es esclavo de su deseo, de una voluntad ciega que lo conduce a un apetito irrefrenable con el que se consume en vías de una felicidad imposible, por el desasosiego resultante de tales cadenas. El pesimismo de Schopenhauer se funda en que las pretensiones de los hombres son ilimitadas, sus anhelos inagotables, sus sueños satisfechos engendran, una y otra vez, una nueva aspiración y, nada harta su codicia, nada pone término a sus exigencias, nada colma “el abismo sin fondo del corazón”[3].

Es el tiempo quien revela la vanidad y la nada de todos los objetos de la voluntad, bajo la forma temporal, la vanidad de las cosas se nos muestra en lo fugaces que son. Por virtud del tiempo, todos nuestros goces y todas nuestras alegrías se nos evaporan entre las manos, haciendo que nos preguntemos a dónde han ido a parar. Esta nada, esta inanidad misma, es lo que forma cuanto hay de objetivo y de real en el tiempo, es decir, lo que corresponde en la esencia íntima de las cosas; por consiguiente, esto es lo que realmente expresa el tiempo:

“La vida para cada individuo tiene una enseñanza, y es que los objetos de su querer son engañosos, desconocidos y decrépitos y causan más dolores que alegrías hasta el instante en que la vida se derrumba en el mismo terreno en que se alzaban estos deseos. Y en ese momento viene la muerte, como último argumento, a acabar de convencer al hombre de que todas sus aspiraciones y toda su volición no son más que error y locura.”[4]

El pesimismo de Schopenhauer y el de Freud

Sin embargo, el pesimismo de Schopenhauer no es equivalente al de Freud, ya que para éste el carácter episódico de la felicidad, no la torna menos valiosa, ni la hace por ello desdichada. Es que lo perecedero no queda identificado con lo fútil como tan bien queda expresado en un breve texto llamado “La transitoriedad ”[5], que si bien está escrito sobre el placer estético, importa considerarlo aquí, ya que alude al valor de lo episódico. Se trata de un sencillo y traslúcido homenaje a Goethe, a la vez que un canto a la vida, en medio de los horrores de la primera guerra mundial que se hallaba entonces en su segundo año. Freud se limita a contar una anécdota. Paseando con dos amigos, uno de ellos un joven pero ya célebre poeta, los caminantes se sienten de pronto embargados por el hermoso marco que los rodea. Pese a admirar la belleza de la naturaleza circundante el poeta no puede gozar en plenitud pues le preocupa la idea de que todo ese esplendor esté condenado a perecer. Todo, en suma, le parecía carente de valor por la transitoriedad a la que estaba condenado y que, seguramente por la despiadada guerra se hacía aún más presente.

Freud reacciona frente a la desestimación del carácter perecedero de lo bello, indicando primeramente que tal posición puede originar dos tendencias psíquicas distintas: el amargado hastío del mundo (caso del poeta) o la rebelión contra la fatalidad, en otros términos, la negación de la muerte o de la aniquilación. Sin embargo y sin negar la índole transitoria de lo bello, sostiene con implacable coherencia que, al revés de lo que cree el poeta, la brevedad de lo bello, lejos con llevar su desvalorización, incrementa su valor debido a su rareza en el tiempo. Y lo expresa diciendo que el valor de cuanto bello y perfecto existe reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de su perduración en el tiempo. El joven poeta desvaloriza lo bello, se priva de su goce, se sustrae al placer que la contemplación de lo estético entraña, para evitar el previsible penar por su desaparición. Rehúye la experiencia del placer, con tal de no exponerse al dolor y al sufrimiento, no puede entonces experimentar tal goce ya que lo apreciado no acredita duración en el tiempo.

Entonces, nosotros podemos concluir --y ya no solo en el plano del placer estético--  que el anhelo de una felicidad perdurable es aquello mismo que impide experimentar una felicidad posible. ¿Qué sería una felicidad perdurable si ella misma jamás pudo ser experimentada? Pronto caemos en la cuenta de que ella no sería otra cosa que una felicidad supuesta, soñada, esperanzada, que obstaculiza vivenciar la felicidad episódica, transitoria... como la vida misma.

Silvia Ons es psicoanalista.

Notas:

[1] Freud, S., (1985) “El Malestar en la Cultura. Obras Completas, Bs. As., Amorrortu editores, T. XXI, pág. 76 ( trad. cast.: José L. Etcheverry)

[2]Ibíd.

[3] Schopenhauer, A (2008), El mundo como voluntad y representación, T II, Bs. As., Losada, pág. 728( trad. :Eduardo Ovejero y Maury)

[4]Ibíd. pág. 730.

[5] Freud, S., “La transitoriedad, ob.cit., T XIV, págs. 309-11.