1970, una mujer soltera embarazada por tercera vez cuestionó la constitucionalidad de las leyes que estipulaban que el aborto era un crimen. Presentó una querella contra el Estado de Texas. Meses más tarde la corte Suprema de EE. UU asumió el caso, hoy conocido como Roe contra Wade (por el seudónimo de la mujer y el apellido del fiscal). Después de tres años de consideraciones, el máximo tribunal anuló las leyes texanas que criminalizaban la interrupción voluntaria del embarazo. Estableció jurisprudencia.

Se consideró que el respeto de la vida privada -garantizado por la constitución- es suficientemente amplio como para aplicarse a la decisión de que una mujer pueda o no poner fin a su embarazo. A la vez se autorizó a cada estado federal a tomar decisiones específicas en relación al periodo establecido como límite para practicar esa interrupción.

Esta decisión judicial legalizando el aborto en EE. UU -que en la URSS regía (con altibajos) desde 1920, y en Cuba desde 1965- no fue un milagro jurídico, aunque lo parezca. Fue el fruto de años de lucha por los derechos de quienes defienden la libertad sobre el cuerpo propio, de las trabajadoras, de los feminismos y demás defensas de la equidad social y de género. Las consecuencias positivas surgidas del caso Roe contra Wade se diseminaron hasta la actualidad.

Pero resulta que navegando ya el tercer milenio surge una amenaza de gran golpe contra los derechos en general y contra los derechos de los cuerpos gestantes en particular. Justamente Texas, el Estado que (sin querer) había habilitado el aborto legal hace cuarenta y nueve años atrás, es uno de los que ya se apresuró a legislar en contra del aborto. Respuesta festiva y criminal al transcendido de que la Corte Suprema estadounidense retrocedería contradiciéndose. Vigilaría y castigaría el aborto.

Eterno retorno de lo mismo. Esta amenaza histórica desnuda la fragilidad de los derechos ganados al patriarcado y nos interpela. No se trata de un problema que no nos atañe, se está atacando un derecho que atraviesa fronteras. El efecto dominó de la reacción machista intenta arrasar la legitimidad de quienes no forman parte de la argamasa del poder real. Tampoco en el año 2022 es un milagro jurídico que la Corte estadounidense se contradiga y especule con anular su propia decisión histórica, hay mucha “gubernamentalidad” de derecha detrás de esto. Intereses religiosos, médicos, mercantiles e innegablemente machistas son flujos que deslizan a las culturas hacia la prohibición del goce de la mujer y la agobian con maternidades forzadas: “Parirás tus hijos con el dolor”, dijeron los patriarcas de ayer. “Parirás tanto hijos como semen depositemos en tu útero”, dicen los patriarcas de hoy.

“La historia es la maestra de la vida”, escribió Cicerón. ¿Y qué lección puede dejarnos esta temeridad misógina en el corazón mismo del imperio? Que no se puede bajar la guardia, que la maleza avanza si se deja de preservar el cultivo. La opresión patriarcal también opera en ese campo minado que es la justicia. Obscenidades de tribunales. ¿Cómo se atreven a ser tan obvios? Los jurídicos con poder real acercándole el huesito a sus amos -medievales ayer, liberales variopintos hoy- zarandando su colita y reptando babosamente en su servidumbre, bien paga, al servicio de la acumulación de poder con mayúscula: el del patriarcado y el capitalismo financiero.

"Habría que pensar formas de cuidado recíproco que fueran una alternativa al neocapitalismo. Porque ¿quién tiene poder sobre el cuerpo ajeno? ¿y específicamente sobre el cuerpo gestante? ¿Cómo se puede obligar a tener un hijo a quien no quiere? Se criminaliza el aborto como si el cuerpo de la mujer perteneciera al Estado o a la Iglesia (sabemos de la amistad profunda que los une), pero cada subjetividad tiene derecho a decidir sobre sí misma”, reflexionaba Judith Butler en su última visita, cuando aún no regía el aborto legal en la Argentina.

La filósofa alentaba a luchar por el derecho de todas que solo está garantizado si la interrupción voluntaria del embarazo se realiza de forma gratuita en el sistema público de salud. Sobre esa solidez se levantan los demás derechos de las personas discriminadas. Senderos de equidad. De lo contrario, tener dinero es tener derecho a abortar y no tenerlo es riesgo de muerte clandestina. Cuando Butler expresaba estas ideas (2019) muy pocas eran las militancias que advertían que el imperio pondría en peligro, en su propio suelo, el derecho a continuar o no con un embrazo.

El derecho de interrumpir voluntariamente la gestación es la clave de bóveda de un dispositivo político y social que aspira a la equidad. Pero el machismo judicial no deja de corroer los derechos del cuerpo-hembra. El poder falocentrista -si no hay moros en la costa- avanza. Pero la movilización por el respeto de decidir sobre el propio cuerpo es un contrapoder resistente. El tábano de Sócrates que zumba en los oídos con sensibilidad social para que no se baje la guardia frente a los nostálgicos del gineceo.

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Los derechos son territorios sociales reconquistados que siempre están en riesgo. Hay que cuidarlos. La idea de cuerpo como territorio demarca las fronteras más íntimas y autónomas de cada persona. “Si me preguntaran qué es un animal, respondería que es alguien que cuida su territorio, que está al acecho. El animal es un ser fundamentalmente al acecho -dice Gilles Deleuze en Dictionnaire- ves las orejas de un animal y captás la actitud expectante. Come, bebe y debe vigilar que no invadan su espacio, que no lo ataquen por la espalda o por los lados”. Este concepto me lleva a pensar que, para potenciar más aún la llama votiva de los derechos de las mujeres, se tendría que producir un devenir animal de los feminismos. Una militancia al acecho que redoble la resistencia cuando las fuerzas reaccionarias vomitan sobre la autonomía de las mujeres y se apropian de las decisiones de los cuerpos gestantes. Esta advertencia de retroceso seguramente reforzará la resistencia y la deconstrucción del horizonte de sentido del patriarcado: castigar el placer de la mujer. ¿Para qué prohibirle gozar? Para domesticarla, para que continúe al servicio del hogar y las tareas de cuidado, para disponer de su cuerpo, desoír su deseo y manipular el poder, en definitiva (como dice el lobo pedófilo de Caperucita Roja) para devorarla mejor.