Si se deja de lado, bajo un terso y empático manto de olvido, la fallida traslación a la televisión de 1987 –que hizo las veces de piloto para una serie que nunca llegó a tomar forma–, la única adaptación de la novela de Walter Tevis El hombre que cayó a la Tierra producida hasta ahora seguía siendo, al mismo tiempo, su encarnación definitiva. Incluso más definitiva, en la memoria colectiva, que el texto en el cual está basada, publicado originalmente en 1963. Cuando el realizador británico Nicolas Roeg contactó a David Bowie para encarnar/poseer el rol titular de Thomas Jerome Newton sabía exactamente lo que hacía: el aspecto andrógino y alienígena del músico de un ojo negro y otro azulado era ideal para habitar el cuerpo de ese extraterrestre recién llegado de un planeta lejano y moribundo. Por otro lado, ¿acaso Bowie no había hablado profusamente en sus canciones de rarezas espaciales, hombres del espacio y la vida en Marte? La cualidad de film de culto del largometraje de Roeg permaneció inalterable. Y así seguirá siendo, marcado como está por ese relato excéntrico e hiperbólico, ajeno a las ciencias-ficciones de manual o a la necesidad de marcar agendas (políticas, sociales y de otros órdenes). The Man Who Fell to Earth, la nueva serie creada y escrita por Jenny Lumet y Alex Kurtzman y protagonizada por Chiwetel Ejiofor (12 años de esclavitud) no pretende de ninguna manera desplazar a su antecesor y ocupar ese sitial de honor. En cambio, se propone como una alternativa audiovisual a las palabras de Tevis, autor a su vez de otras dos novelas que supieron convertirse en éxitos de la gran y la pequeña pantalla: la adaptación cinematográfica de The Hustler, conocida en Argentina como El audaz –la historia del jugador de pool Eddie Felson, interpretado por Paul Newman en 1961– y la reciente miniserie Gambito de dama, traslación de la novela homónima editada en 1983. A su vez, la versión 2022 del alien que cae a la Tierra para intentar salvar a los suyos es también una suerte de secuela de la película original (y de la novela): el personaje de Ejiofor, autobautizado como Faraday poco después de su arribo, llega en busca de los secretos de su antecesor, Newton, para siempre perdido en el maremoto de las emociones humanas, el consumo desenfrenado de bienes y noticias y el alcohol. Desaparecido y nunca más visto desde sus tiempos de gloria como terrícola.

A diferencia de Newton, Faraday no está acompañado de una mujer que lo comprenda, lo ame y lo sufra sino, signo de los tiempos, por una brillante física nuclear llamada Justin Falls (Naomi Harris, la actriz de Luz de luna y Rampage: Devastación). Aunque ese “empoderamiento atómico” ha quedado sepultado luego de dejar los hábitos científicos tiempo atrás, consumida por un trauma de origen y ocupada en atender las necesidades cotidianas de su hija y un padre enfermo. Sigue los pasos del dúo un agente de la CIA obsesivo y algo psicótico interpretado por Jimmi Simpson, el nexo en el presente de la compañía tecnológica fundada por Newton décadas atrás, el nuevo responsable de observar los cielos en busca de una nueva llegada del espacio exterior. Jenny Lumet, hija del realizador Sidney Lumet y coguionista de los nueve episodios de la serie (cada uno de ellos lleva por título el nombre de una canción de Bowie, de "Hallo Spaceboy" a "Under Pressure"), explicó en una entrevista con el medio especializado SyFy Wire las razones por las cuales decidieron no hacer una remake literal del film de 1976. “Tanto la película como el personaje de Bowie no necesitan ser reinterpretados. Queríamos retomar algunas líneas de la historia, tanto de la película como de la novela, cuarenta y cinco años más tarde. Una de las cosas que más amamos del film es la manera profunda con la cual captura la sensación de aislamiento, la soledad”.

 Su colega y compañero en el viaje, Alex Kurtzman, que participó en guiones de las sagas Misión Imposible y Transformers, además de formar parte muy activa como escritor y productor en la franquicia Star Trek, recuerda que, “al principio era muy escéptico a la hora de aceptar este proyecto, básicamente por el hecho de estar parados a la sombra de Nicolas Roeg, Walter Tevis y, obviamente, David Bowie. Era algo desalentador. Soy un gran fan de las películas de Roeg y creo que El hombre que cayó a la Tierra es la menos lineal de todas ellas. Es como si hubiera eliminado todas las secciones narrativas que conectan la historia. Es muy elíptica y te pide como espectador que completes los agujeros. Lo que nos empujó finalmente a embarcarnos en la serie fue observar el mundo alrededor nuestro y no comprender qué es lo que estamos viendo. ¿Qué mejor manera de trabajar todas esas preguntas que a través de la historia de un forastero total, que llega para hacer una inmersión profunda en lo que significa ser un ser humano, con todas sus debilidades pero también su belleza?”.

Todo comienza con Faraday ingresando al escenario que lo tendrá como protagonista de una presentación tecnológica, uno de esos monólogos que mezclan lo motivacional con la venta pura y dura, a la manera de un Bill Gates o Steve Jobs. El extraterrestre ya está completamente adaptado a la vida en el planeta Tierra y su labia ha sido pulida hasta el más mínimo detalle. Ese arranque in medias res, al cual se volverá varios capítulos más tarde, marca el comienzo de un extenso flashback en el pasado reciente, a la llegada del protagonista en una pequeña nave que se asemeja a un meteorito. Desnudo como el T-800 de Terminator luego del viaje temporal que lo llevaba del futuro apocalíptico a 1984, Faraday camina a los tumbos pero no termina robando ropa y una motocicleta ni se agarra a las trompadas. Apenas bebe agua a borbotones de una manguera, en una gasolinera perdida en el medio del desierto de Nuevo México, como si su vida dependiera de ello. Posiblemente así sea. Ya en la comisaría, detenido por vagar sin nada que cubra sus partes íntimas –en realidad, se trata de una piel artificial; su aspecto real es otro, bien diferente–, las dificultades para comunicarse del recién llegado resultan evidentes, y nadie duda en calificarlo como un demente. “Está en el espectro”, dirá más tarde de él la excientífica Justin Falls, una manera rápida y elegante de lograr la comprensión y empatía de los empleados y clientes de una típica cafetería rutera. Gracias al uso de lentes gran angular y una mezcla de audio expresionista, entre otros recursos formales, los momentos en los cuales The Man Who Fell to Earth intenta transmitir las sensaciones del alienígena se alejan del registro naturalista usualmente asociado a las series contemporáneas. Paradójicamente, la estructura general del relato es de esta última naturaleza, y esas dos líneas luchan constantemente por tomar el control del tono general. En realidad, se trata de un equilibrio claramente estructurado desde el guion, como si Lumet y Kurtzman superpusieran sobre la trama general, narrada de manera clásica y transparente, una gruesa capa de excentricidad, prima lejana (y rebajada) del idiosincrático estilo de Nicolas Roeg en su celebrada película. Aunque el parentesco de esos tramos, por forma y estilo, se asemejan incluso más al de otro realizador casi contemporáneo al británico: Terry Gilliam.

A diferencia de lo que ocurría con Newton, que ansiaba patentar en la Tierra tecnologías preexistentes en su planeta con la intención última de mudar una civilización en extinción, Faraday –un drone, es decir, alguien que sigue órdenes y no parece capaz de crear nada por sí mismo– aterriza en busca de la patente secreta de un sistema de fusión compacto y seguro. La otra, ostensible diferencia, es el estado de las cosas en nuestra preciosa roca espacial: 45 años después de la aventura original, el cambio climático amenaza con hacerle a la Tierra lo mismo que ocurrió en Anthea. “Faraday viene a completar la misión de Newton y la pregunta obvia es si le ocurrirá lo mismo que le pasó a su antecesor”, reflexiona Kurtzman en las notas de producción enviadas a la prensa. “Se supone que Faraday no debe tener autonomía o autoridad o siquiera una personalidad, en ningún sentido. Y lo que comienza a aprender es que la única manera gracias a la cual puede llegar a completar la misión que se le encomendó es encontrar una manera de correrse de ese rol, empezar a pensarse como alguien capaz de dar órdenes. En otras palabras: transformarse en un ser humano. Conectar con la gente, tomar decisiones, enfrentarse a diversas disyuntivas cotidianas”. Después las piezas van acomodándose, pero durante los primeros capítulos de The Man Who Fell to Earth la dirección actoral de Chiwetel Ejiofor lo obliga a ofrecer una performance extrema, exagerada, fuera de este mundo. Cuando los primeros rudimentos del idioma empiezan a forjar un sentido, Faraday ya es capaz de comunicarse con los demás; así llega a entablar contacto con Falls, la física auto condenada a trabajos de poca monta y altamente peligrosos. Así comienza la travesía, que incluye eventos climáticos imposibles, viajes transoceánicos y la presencia del agente de la CIA pisándoles los talones, en un relato que va amoldándose a las reglas del thriller, aunque sin dejar de lado las marcas de lo extraño. Allí están para confirmarlo el joven millonario que no puede evitar trinar cada dos o tres palabras (incluido el gorjeo marca registrada de Twitter) o el científico ermitaño y paranoico al punto de la desesperación.

Entrevistado en un programa radial en 1981, tres años antes de su muerte, el escritor californiano recordaba la gran cantidad de ofertas que había recibido para llevar el texto a la pantalla. “Creo que hice más dinero con las opciones de adaptación que con la venta de ejemplares de la novela”. Fueron no menos de cinco los productores interesados en el proyecto y los nombres que llegaron a barajarse para el papel central incluyen los de Peter O'Toole y James Coburn. “Nunca se me hubiera ocurrido David Bowie, a pesar de que sabía quién era: mis hijos escuchaban sus discos todo el tiempo, a pesar de mis quejas. Pero al final creo que fue algo extraordinario. Un ejemplo de casting genial”. Respecto de Roeg como realizador y del film en términos generales, el autor no parecía tan entusiasmado: “Tiene un ojo muy bueno, un gran sentido visual. Peleamos mucho, no hay lugar a duda. Pero cuando un novelista vende su libro al cine, creo que en gran medida tiene que entregarse al director. Es un medio que le pertenece al cineasta. No puede estar todo el mundo diciéndole cómo debe ser la película. Teniendo en cuenta todo eso, pienso que Roeg cree que algo no es arte si es comprendido por todo el mundo. Odio esa noción. Realmente la odio”. ¿Qué pensaría Walter Tevis de la nueva versión seriada de su creación de 1963? Imposible adivinarlo. La nueva caída a la Tierra del hombre espacial es muy diferente a la del film de 1976 y a la de la novela, aunque muchos de los temas centrales permanecen inalterados. Y allí está Bill Nighy con sombrero panameño, encarnando a un Newton anciano, escondido en un vórtice creado por él mismo para proteger su intimidad, imitando al Newton bowieano que las libertades del cine de los años 70 lograron conquistar. Una señal de las cosas que se ganaron de ese tiempo a esta parte –las posibilidades que permite la extensión seriada, la llegada a un público enorme gracias a las plataformas de streaming– y también de las muchas que se perdieron en el camino en un universo audiovisual que tantas veces, a pesar de sus gestos de rebeldía, termina pareciéndose a sí mismo.