Una tarde, hace ya un tiempo, al ingresar a un sitio web de noticias, detecté que la página se había llenado, en los márgenes y abajo, de poco tentadoras imágenes de carne de cerdo con descuento en un supermercado. Cachos de cerdo -crudo, claro-, entre las noticias del país y del mundo, con grandes precios en color rojo. No tengo preferencias por la carne de cerdo; tampoco había buscado en Google “carne de cerdo” o alguna expresión parecida. No fue difícil darme cuenta de dónde salía eso. Lamentablemente.

El día anterior había tenido una conversación telefónica con un amigo. Comenté que había comido pernil el fin de semana, todavía con la inocencia de que aquello que le contaba quedaría entre nosotros...

Al toparme con los cerdos entre las noticias me asusté. De verdad. Ya me acostumbré, lamentablemente -perdón por la repetición-, a que cada vez que googleo algo mis pantallas del celular y de la computadora se inunden de fotos de aquello que googleé, ya sean zapatillas, bicicletas, sillones... cualquier cosa. Tengo esto naturalizado. No sé por qué: es grave también. Pero en ese entonces me pareció extremo que escucharan las conversaciones. No me sentí espiada: supe que lo estaba.

Volvió a pasar, por lo menos que yo lo haya registrado, una vez más. Nos pusimos a charlar con la cosmetóloga sobre gualichos y esas cosas, y enseguida comenzaron a aparecerme anuncios de videntes que desarticulaban “trabajos”. Mi amiga Poli Sabatés publicó un tuit en el que cuenta que pronunció que quería comprarse una Essen y a los pocos minutos comenzó a seguirla una chica que las vendía. 

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Otro tanto sucede en Instagram, red social a la que al principio me negaba. Me parecía -y me sigue pareciendo- superficial, pero me terminó cooptando. No sé si a otros les ocurre lo mismo. No sé por qué termino cayendo en los tentáculos de cuanta red social aparece, haciendo cosas que dije que nunca haría o de las cuales me arrepiento. 

Lo que pasó fue que estaba “limpiando” mi feed -no sé cuál sería el término para el ámbito virtual-, es decir, archivando fotos que ya no me gustaban o representaban, cuando de golpe vi que una de mis publicaciones había sido reemplazada por una publicidad. Donde debía estar yo abrazando a mi sobrino o el recuerdo de un paisaje de pronto había una publicidad de ropa deportiva.

Hice click para ver qué pasaba al agrandar la imagen. Aparecía la que yo había puesto, pero al volver al feed la publicidad se reestablecía. Mi identidad instagramera estaba sesgada, invadida. Desconozco si a la vista también de los otros usuarios o sólo para mí, lo cual ya era suficiente.

No sé, tampoco, si hay una identidad específicamente virtual. Sé que hay un debate. ¿Habitamos un único mundo que es a la vez virtual y real, o son dos mundos distintos? Prefiero la segunda hipótesis, a lo mejor con un dejo de romanticismo. La pandemia recalcó la diferencia. 

A riesgo de contradecirme, vuelvo a aquel momento de la publicidad en mi feed de Instagram y recuerdo que sí sentí que existía una identidad virtual. Y que sentí la mía herida, lastimada. Porque en la suma de mis pedazos, o de los pedazos que elijo mostrarle al mundo --mis pedazos felices y bellos, por supuesto, como la mayoría de los mortales-- era también esa publicidad. Esta identidad nueva, presente, seguramente fugaz, era el efecto de un deseo pasado. Un deseo de algo que seguramente no había comprado, porque la mayoría de las veces que googleo cosas no es para comprar (una compulsión tan tonta como triste).

Un conocido me contó que le apareció en Instagram la publicidad de su propio departamento, que está en venta en portales. “Dios es digital”, canta el Indio en “Alien Duce”, sentencia que me acorrala al escribir estas líneas; también pienso en Ubik, aquella novela de Philip K. Dick cuyos capítulos comenzaban, todos, con un anuncio publicitario. En el caso de ese conocido, el dios digital reveló sus limitaciones (¿un atenuante a esta locura?): nadie compraría una casa de la cual quiere desprenderse.