Debo confesar, querides lectóribus, que la semana que acaba de culminar no ha sido fácil. Aunque, en verdad, ha sido una como cualquier otra, vale decir: de siete días, seis de los cuales nos dedicamos a quejarnos por cuestiones varias, mientras que en el séptimo, si somos religiosos, le elevamos estas quejas a la divinidad en la que creamos y, si no lo somos, a algún familiar, amigo, psicoanalista, pasajero, taxista, peluquero o eventual interlocutore.

No incluí a “la pareja” dentro de los receptores de las quejas, porque, en muchos casos, son el tema principal de esas quejas (por lo que no tiene sentido que las reciban, aunque muchísima gente así lo hace) y, en otros, el receptor es un coreuta, coequíper o copiloto que le suma, a nuestro ya nutrido inventario, las propias, entre las cuales solemos estar nosotros, y en un rol protagónico.

Quienes no están en pareja saben lo difícil que es encontrar alguien de quien quejarse cotidianamente. Mucha gente mantiene ese vínculo al solo efecto de poder sentir que no le falta motivo de reproche, queja, protesta, despecho, demanda y varios sustantivos reclamativos más.

Pero, a decir verdad, la pareja no tiene ni tendrá el monopolio del disgusto humano.

La civilización y, sobre todo, el mercado, han desarrollado un variopinto abanico de frustraciones, cosa “que a nadie le falte”: la economía, la inseguridad, la injusticia, el sobrepeso, el sabor de las galletitas que no es como era antes, lo incomprensible de la tecnología (para mayores de 40), lo incomprensible de que haya quienes no entienden la tecnología (para menores de 40), la intolerancia de los demás hacia mí (siendo “mí” quien esto escribe, pero también quien lo lee, o quien es totalmente ajene a esta columna), los prejuicios de los demás (o sea, todos menos “mí”), la falta de oportunidades, el cansancio, la baja calidad de algunas series, que “todos los hombres son iguales y además no hay”, que “nadie entiende a las mujeres”, que hoy en día no se puede distinguir entre unes y otres, que “por qué quieren distinguir entre unes y otres”, la dificultad de conseguir trabajo (rentado); el precio del taxi, del lomo, del zapallito, del éxito o del amor; el maltrato, la hostilidad (hacia "mí"), la derrota de mi equipo de fútbol preferido, el mal estado de una milanesa que fue frizada en espera de un festejo, y podríamos seguir “hasta el infinito y más allá".

Pero no haré tal cosa. Ni la hice. En lugar de elaborar (y deleitarme haciéndolo) una larguísima lista de quejas, decidí tomar el perro por las astas, y lo llamé al licenciado A.

Riiing, riiing… ¡Atiende!

–¿Cómo le va, licenciado?

–Lo siento, Rudy –dijo su voz, aunque no era él–, pero en este momento no puedo atenderlo. Sé que es usted, porque, en el 97% de los casos en los que suena mi teléfono, es usted. Pero si se tratara del otro 3%, toque 1, así sé que no es Rudy y escucho su mensaje.

Corté y volví a llamar. Riiing, riiing... Esta vez atendió él.

–Rudy, le dije que no podía atenderlo; ¿por qué no esperó, digamos... 45 segundos, para volver a llamar?

–¿Cómo supo que esta vez también era yo?

–Porque el resto de la gente angustiada se dedica a agredir o maltratar a su prójimo, mientras que usted me llama a mí.

– ¿Cómo supo que estaba angustiado?

–Rudy, los pacientes suelen llamar a sus analistas cuando están angustiados, o temen estarlo, o no lo están pero eso los angustia, o simplemente se preguntan cómo es posible no estar angustiado en una realidad tan angustiante, o…

–Pare, pare, que me estoy angustiando.

–A ver…, a ver… Ya sé: no sabe si está usted “a fin de mes” o a “principio de mes”, porque esa sensación de fin de mes, que antes le agarraba cerca del 30, después le empezó a llegar el 20, luego el 15, y ahora a mucha gente le llega el 3 o el 4 de cada mes, salvo a quienes les llega tres meses antes, o algo así.

–No, licenciado, no es eso.

–Ajá. Entonces debe ser algo de su pasado: no puede usted elaborar que, en 2015, más de la mitad de los argentinos votó por el neoliberalismo, y que la mayoría de ellos, no se sabe si por masoquismo, sadismo o simple maldad infinita, los vuelve a votar.

–No, licenciado, eso ya sé que forma parte de lo que Freud llamó “resto no analizable”.

–Entonces, se trata del futuro: usted teme que la gente se vuelva fundamentalista, pierda la singularidad, el mercado gobierne a través de la moda, lo fashion, los medios enfermónicos, las "cancelaciones" a quienes se salen de “la norma”, la injusticia…

–No, licenciado, no es eso exactamente. Es... que me duele.

–¿Qué le duele?

–El país, licenciado.

–¡Ah, Rudy, quédese tranquilo! Mire, a usted le duele el país y a casi toda la gente le duele el mundo: ¡lo suyo es nimio, pequeño, casi que no se nota!

Me sentí aliviado. Me sacó un peso de encima. El peso del narcisismo. Así que tomé aire y salí a comprar un kilo de lomo. Para que me saquen unos cuantos pesos más.

Sugiero al lector acompañar esta columna con el video “Atención al creyente” de RS Positivo (Rudy-Sanz):