Las épocas van cambiando en relación al mercado de la muerte, y la humanidad sigue enganchada en la trampa de permanecer en la guerra perdida. Si bien está claro que nacemos para morir, nos resistimos al destino natural de este viaje donde todos somos pasajeros.

La mayoría, en este recorrido, toma la posición de un turismo práctico donde vivir es un paquete que embalan los que asumen el lugar de ilustrados. Mientras tanto otros tienen tan poco registro de lo efímero de la vida, que están preocupados por cuanta gente irá a su velatorio. Todos en definitiva sentimos una necesidad inexplicable de ganar la guerra con la muerte. Podríamos plantear el paso por la vida como un maravilloso reposo en la puna terrestre, tal como aquel baqueano que describía en sus cuentos Don Luis Landriscina, el mejor cuentista que dio la República Argentina.

Pese a esa sabiduría mágica, negarse a la levedad no está nada mal para que la vida se pierda como agua entre los dedos. Revelarse inútilmente creando mundos nuevos, es el mejor camino para vencer la melancolía que despierta la certeza de la muerte. Es prioridad, para defender esta teoría, conocer la vida en otro plano de los que removieron la realidad con sus obras y desempolvaron lo que hasta ese momento “era así”. Por ello el encanto de un cementerio es ver como el ego post mortem puede seguir dando batalla a un concepto que aún sigue pidiendo creer en algo más.

Hay una sensación equilibrada que la Plaza Cementerio de Plainpalais, en Ginebra, también llamado Cementerio de los Reyes, despierta frente a la muerte. Es como el ego sofisticado en vida de los grandes espíritus que siguen produciendo la calma literaria en el descanso eterno. Caminar por los senderos entre las tumbas, con aire de cuento, es como si hubiera una descarga de armonía en el misterio de la inexistencia. El registro tenebroso que un bonaerense tiene de ir a un cementerio del conurbano, se quiebra en partes al descubrir un refugio, en el sentido mágico de la muerte, que deja esa porción de tierra, vecina del chorro de agua más grande de Europa, en el lago Lemán de Ginebra.

Allí, entre ventanas de viviendas particulares, en el medio de una ciudad con sonido a contrabajo y la noria que gira tan silenciosa como un reloj suizo, descansan los restos de grandes personalidades donde destaco la del teólogo francés, Juan Calvino, uno de los gestores de la reforma Protestante; la del psicólogo infantil y biólogo suizo, Jean Piaget; o la sombra que marca la del gran escritor argentino, Jorge Luis Borges, como un imán álmico que no necesita indicaciones para llegar a su aire.

Las tumbas, que guardan cuidadosamente esa coherencia en la forma de piedra curva, asumen también ser parte de grandes obras. Como una construcción de coherencia en la incoherencia, donde a los muertos les debe atañer la impostura y mostrar que sigue en pie aquello que se vivió, sin estar vivo.

La paradoja es que uno asiente eso y la situación es tan real que la imaginación es aliada para sentir que Borges está contento ahí.

Debemos al cemento, material noble, la simbología del descanso eterno, dando lugar a estudiar la etimología del cementerio.

En la Argentina de la aristocracia tumbera, en el mapa de lo que se considera en el presente, grandes patrimonios culturales, son protagonistas los cementerios construidos en el siglo XIX y principios del siglo XX sobre todo en el interior de la Argentina. En el caso del estilo único del arquitecto Salamone, ha dejado muchos mensajes, el más significativo es el apogeo de la floreciente industria cementera de la década del 30 y el castigo, en la historia reciente, por darle a la gran obra un contexto de la llamada década infame.

Una mirada de la Argentina faraónica y de la belleza cementicia de la muerte, nos conecta con “La intermitencia de la muerte”, uno de los últimos cuentos de José Saramago, donde no podía describirla porque la muerte deja de existir. Hoy en día los encuentros con la muerte se han ramificado y los cementerios son móviles. A los muertos se les da ese momento de recuerdo en las redes sociales y es tanto, a veces, lo que nos han dejado en vida que confiamos en que el difunto responderá con un like en su imagen o con un corazón. Saramago en su obra plantea que la gente deja de morir y todo, al principio, parece de maravillas hasta que se empieza a despertar el conflicto de la no finitud. La metáfora de un mundo insoportable nos hace pensar que pasear por la eternidad no esta tan mal como programa, si uno vive esta vida como viajero sin la ansiedad de querer bajar o subir primero al avión. Tranqui; todos vamos al mismo lugar y el avión sale seguro. Hasta ahora nadie de los que se fue mandó una selfie con la postal turística del destino que nos espera.

Hay algo que podemos comprobar que podría ser una batalla ganada y tiene que ver con la no muerte de lo que mueve el mercado de las tumbas de los faraones egipcios, el ticket para verlas fue un hallazgo de lo que no muere nunca: El Dios supremo del dinero.

El silencio del panteón en La Chacarita, las almas danzantes en las bóvedas de Recoleta y la tierra del cementerio municipal de Tres de Febrero en Pablo Podestá pueden tener algo en común con Plainpalais donde pareciera que la guerra con la muerte tiene la victoria de un jardín con perennidad y los espíritus se bifurcan para volver a encontrarse en una tarde atemporal.

La diferencia asintomática es una especie de literatura etérea de los soles y sombras que dan sobre las lápidas cementicias, sus formas y los mensajes ocultos que deja la ironía de la existencia.