Dicen que el tapado era de visón rubio y que era lo único que llevaba puesto a medianoche en el Paseo de la Reforma. No era la primera vez que estaba desnuda usando un mink. Pita desnuda no era solo un cuadro de Diego Rivera para el que posó ni la persignada sofocación de sus tías augustas cuando lo vieron. Tampoco era la vigilia en la que se sacaba su vestido de Henri de Chatillon y bailaba en casa de amigos sobre la mesa.  Pita desnuda era agua para su sed de escándalo, un vaso. Turbaba a entenados y parientes desde que la mojaron en la pila bautismal, “aquel día nací poeta rodeada de las nueve musas y de todas las diosas del Olimpo”,  recitaba Pita con flores en el medio de la cabeza y dos anillos en cada dedo que lograban olvidar por un momento el número de pulseras y collares. “No hablo en verso ni pienso en verso, escribo verso cuando quiero y lo uso en los días de gala”. Se llamaba Guadalupe Teresa Amor Schmidtlein y había nacido en casa rica, en casa aristocrática (de esas que después tuvieron que vender lo que ya no tenían para seguir gastando sin trabajar) y había sido escandalosa toda su vida. Cuando era una nena a la que no disciplinaban conversaciones ni juegos porque le temía a la oscuridad y solo dormía de día, y también cuando la infancia había quedado muy atrás y pedía que la llamaran La Reina de la Noche. Nocturna de amor, de alcoba, de miedo y de mar, nocturna a la que no le bastaba “cerrar los ojos en la sombra/ ni hundirlos en el sueño para ya no mirar” (Xavier Villaurrutia, uno de sus preferidos) y sobre todo nocturna con una mirada y  una voz que no recordaban haber salido ni de ojos ni de labios. Pita Amor reinaba como capitanea la muerte cuando está viva y cerca de las hermanas Baladro. En el  reino de Pita, la poeta que escribía décimas con el lápiz con el que se pintaba las cejas, había un solo lugar favorito, el lugar en donde se hablaba de ella. Era una adolescente cuando se fue con un hombre de más de cincuenta años que criaba toros bravos para las corridas, un escándalo familiar que distrajo -entretuvo- escándalos de hipotecas y otros dones de una aristocracia a la que el dinero venía esquivando. Además de la polvareda a Pita le gustaban los toros porque le gustaba la sangre humana reverberando como reverberaban en rima octosílaba las aristas de los anillos embutidos en sus garras movedizas.                                                                                                Los primeros años de esfinge ilustre terminaron cuando su hijo de un año y siete meses (que estaba al cuidado de una de sus hermanas porque ella sintió que era  incapaz de criarlo) se ahogó en el pozo de un aljibe. Tiempos de clínicas psiquiátricas, desalojos y deudas la vistieron de pordiosera errante de la Zona Rosa. Décadas después la poeta de Yo soy mi casa (1946) que había compartido horas de visita eterna con Paz, Vicens, Feliú, Burns y Garro en su departamento de la calle Duero, volvió al cerco popular en programas de televisión despabilando a vivos y a muertos diciendo que era infinita y que solo se la podía definir con la misma palabra con la que se define al cataclismo. En los años finales, señalando un horizonte que no iba a esconderla ni protegerla Pita miraba a nadie y recitaba ecos gongorinos impostores con atuendo de sobreactuación teatral, una  versión mexicana de Luisa Vehil en film neurótico: “De mi barroco cerebro,/ el alma destila intacta;/en cambio mi cuerpo pacta/venganzas contra los dos.” Ó