“Podcasts y porno” es la rápida respuesta que ofrece Becky Green (Erin Doherty) ante la indiscreta pregunta sobre sus principales intereses en un cóctel exclusivo en el que acaba de colarse durante una de sus tantas excursiones a la zona paqueta de Bristol. Apura la copa de champagne, se escapa unas horas para una aventura sexual y regresa a la vivienda social que comparte con su madre en Glenwood Bay, uno de los suburbios grisáceos de aquella ciudad junto al mar. Después de ese atrevido respiro de fantasía e impostura, Becky regresa a los contornos de una realidad agobiante: su madre descendiendo lentamente en la demencia, los dolorosos recuerdos de una tragedia familiar, sus trabajos precarios y mal pagos, su cinismo como una coraza protectora. Y, por supuesto, regresa a los podcasts y el porno que endulzan ese placer vicario junto a las horas sumergidas en las vidas perfectas que se venden en Instagram. Allí destaca la de Chloé Fairburne (Poppy Gilbert), una socialite cuyos consumos de alta gama y sus ágapes en galerías de arte pueblan los recuadros de la red social, un anzuelo para las frustraciones de Becky que adquieren en esa experiencia delegada el bálsamo perfecto de la era contemporánea.

Chloé, la serie creada por Alice Seabright (una de las principales escritoras de Sex Education), se ampara en el thriller para explorar el impacto de las redes sociales en la vida actual, sobre todo en la creación de expectativas, aspiraciones y esa esquiva sensación de triunfo que puede proyectar el tentador circuito virtual. Para Becky la entrada clandestina a esos universos se traslada del "escroleo" en la pantalla durante las noche que pasa en vela, luego de un altercado con su madre enferma, a la creación de una vida inventada que le permite asomarse a esos círculos prohibidos, vestir la ropa de diseño arrebatada de un perchero, comer canapés y coquetear con aquellos que desprecian ese barrio modesto del que ella proviene. La vida de Chloé, enmarcada en posteos narcisistas y declaraciones de merecida felicidad, se derrumba de un día para el otro con el anuncio de su repentino suicido y una frase enigmática extraída de una canción de The Smiths. ¿Qué pasó con esa vida perfecta? ¿Por qué en el último instante de su vida, Chloé, que parecía tenerlo todo, un marido exitoso, una casa soñada, un vestuario envidiable, llamó a Becky Green con el último aliento de su vida? ¿Fue un error, un pedido de auxilio, un grito de arrepentimiento?

Seabright hilvana con inteligencia los pasos del enigma policial con la profunda convulsión que invade la vida de Becky a partir de ese intento de transgredir los límites entre su vida real y el mundo imaginario que prometen las redes. La muerte de Chloé, alguien que formó parte de su pasado real pero que en el presente se había erigido en un pedestal imaginario, abre la puerta a ese universo, hasta ahora vedado, al que ingresa con el alias de Sasha Miles, una galerista recién llegada de Tokio que vive en Brandon Street, la calle de moda de Bristol. Sasha es todo lo que Becky no puede ser: chic, relajada, con amigas coleccionistas y ropa de marca. Ese alter ego le permite conocer a Livia Fulton (Pippa Bennett-Warner), la mejor amiga de Chloé y RRPP de su marido Elliot Fairbourne (Billy Howle), próximo candidato a la legislatura de la ciudad. Sasha entra en sus casas y en sus vidas como la nueva señora de Winter lo hiciera en Rebecca de Alfred Hitchcock, aterida por el fantasma de su antecesora, inquieta por las huellas del misterio de su vida y de su muerte.

“En las películas de misterio o en las historias de detectives, los primeros planos de las pistas o los indicios son importantes para la historia. En Chloé el teléfono celular es un objeto cargado de significado cuya pantalla se convierte en una ventana recurrente a la historia, al igual que en las películas clásicas ocurría con las cartas manuscritas”, explica Seabright en una entrevista con The Guardian a propósito del estreno de la miniserie en la BBC en febrero de este año (Chloé estará disponible en nuestro país en Amazon Prime Video a partir del 24 de este mes). 

La idea de puesta en escena sintoniza con la exploración del rol de las redes sociales en la construcción de la realidad contemporánea, y la mirada de Becky/Sasha sobre los retazos de la vida de Chloé atesorados en su Instagram, su diario íntimo y sus llamadas perdidas abre una realidad virtual que se transforma en sintonía con sus descubrimientos, sus hipótesis sobre la razón de su suicido, la propia culpa sobre el pasado y los impedimentos de un verdadero futuro. Chloé es más que la sombra de esa mujer perfecta, es quizás el espejo de su propia desesperación por salir de un mundo en el que la impostura ha ocupado ese lugar reservado a la verdad. “Todos podemos relacionarnos con Becky, aunque no nos hayamos infiltrado en la vida de un muerto. Algo de esa experiencia vicaria define a nuestra época, y para ello era imprescindible poder contar la historia a partir del peso que tienen las pantallas en la definición de lo real hoy en día. Gran parte del drama de nuestra vida se desarrolla literalmente en nuestros teléfonos”, explica Seabright.

Una de las claves del magnetismo que imprime Chloé sobre el espectador es la construcción del relato en punto de vista, siguiendo la enseñanza de Daphne du Maurier en Rebecca y de cómo Alfred Hitchcock utilizó esa entrada a la mansión de Manderley para crear el opresivo y fantasmal mundo alrededor de Joan Fontaine. La diferencia es que Becky recubre sus dudas e incertidumbres en la seguridad de una mujer intrépida y arribista como Sasha, capaz de pisar en los huecos del fantasma de Chloé para llegar a su verdad y a la propia. La actuación de Erin Doherty, la joven actriz que interpretó a la princesa Anna en las últimas temporadas de The Crown, es la fuerza perfecta para el ambiguo porte de su personaje, siempre escindido entre el dolor y la temeridad, habitante de esa cornisa que separa su obsesión por llegar a la verdad de su alienación en la mentira. ¿Cómo descubrir las máscaras de los otros sin poder liberarse de la propia? Seabright imprime un ritmo feroz a cada uno de los episodios, llevando al límite el armado de la trampa en la que cazadores y cazados ya no pueden distinguirse. Como en las redes sociales, ese mundo entregado hacia el afuera se convierte en el único contenido del adentro, aquel que cuando desaparece solo deja el vacío.