Muchas son las razones para la predilección de gentes de plumas por los queridísimos felinos. Algunas las desgrana la periodista y escritora Aliston Nastasi, que en su libro Artists and Their Cats anota cómo “los individuos creativos comparten atributos comunes; atributos muy similares a los de los micifuces”; y luego: “Claramente, los solitarios y los rebeldes, tanto de la raza humana como del mundo animal, son almas gemelas”. Y mutua adopción hubo en los casos de Charles Bukowski, Joyce Carol Oates, Jorge Luis Borges, Doris Lessing, Allen Ginsberg, Edgar Allan Poe, Mark Twain, Sylvia Plath, grandes compañeros de gatos. Y nuestro Osvaldo Soriano, claro. Como también lo son, según describe un entrañable artículo de The New York Times, los corresponsales del diario que trabajan en zonas en conflicto, en el exterior. Así lo explica el periodista Stephen Hiltner en A Times Tradition: Meet the Bureau Cats, cuyo título hace un juego de palabras entre los gatos de las corresponsalías y los burócratas. “Se ha convertido en una suerte de tradición: los corresponsales de nuestros generalmente aislados puestos de trabajo, en Kabul y Bagdad, en El Cairo y Dakar, agencias que a menudo consisten en uno o dos periodistas, acaban adoptando felinos locales”. Michael Slackman, editor internacional, regresó de su estadía de 5 años en El Cairo con innumerables experiencias, y dos gatos egipcios: Yodarella y Spunky. Jack Healy, periodista con base en Bagdad de 2010 a 2012, volvió a Denver también escoltado: por Malicki, su minino iraquí. Y siguen las firmas. Para Walt Baranger, especialista en tecnología que ayudó a instalar las oficinas del diario en Kabul y regresó con un callejo llamado Purdah, “la era dorada de los gatos internacionales del New York Times comenzó con la office manager Jane Scott-Long y su marido, el premio Pulitzer John Fisher Burns, que asentados en India en los 90s empezaron a adoptar gatos en masa, enviándolos incluso a nuevos hogares en Gran Bretaña o Estados Unidos”. Continuaron la tradición al ser enviados a otras zonas peligrosas, en Islamabad, en Bagdad... En este último, llegaron a tener 60 animalitos bajo su cuidado. “Como jefe del buró del diario, parte de mi rutina consistía en preguntar cada noche cuántos gatos cenarían con nosotros. En un sitio donde podés hacer poco y nada por aliviar las miserias de la guerra, esa cuenta se convirtió en la medida mínima de cómo podíamos favorecer la vida sobre la muerte”.