Con cuatro largometrajes rubricados, ya nadie piensa en Jonás Trueba como en “el hijo de”. Aunque ese fue, durante un tiempo, el karma que el realizador de Los ilusos y Los exiliados románticos debió cargar sobre los hombros como consecuencia de llevar el mismo apellido que su padre, el cineasta Fernando Trueba (y el de su tío, David Trueba, también director y guionista). Las películas de Trueba Jr., sin embargo, llevan en el ADN una impronta definidamente personal. Tal vez, de realizarse algún análisis muy profundo, logre encontrarse en el torrente sanguíneo alguna marca genética transmitida por los ancestros, pero su obra hasta la fecha está más ligada espiritualmente a algunas de las primeras creaciones de los nuevaoleros franceses, particularmente a las de Eric Rohmer, que a las de sus ilustres familiares. En todos sus trabajos –incluida la ópera prima Todas las canciones hablan de mí– las relaciones amistosas y amorosas están en el centro de la escena, aunque pertenezcan a un pasado remoto o a un futuro incierto. La reconquista, que tuvo un paso fugaz por el Festival de Mar del Plata luego de su estreno mundial en la Competencia Oficial del Festival de San Sebastián y que ahora aparece sorpresivamente en la plataforma Netflix, no es la excepción a esa regla, aunque aquí la posibilidad del amor se reduzca a una reconstrucción de aquello que ya no es y posiblemente no pueda volver a serlo. En el comienzo, Olmo se reencuentra con Manuela luego de unos quince años sin verse. La breve caminata da paso a la lectura -a las apuradas y entre risas condescendientes- de una carta escrita en aquella prehistoria. Y de allí a la primera conversación en el primero de los locales que recorrerán a lo largo de esa única noche, justo a mitad de las fiestas de fin de año. Sentados frente a frente en una mesa de un restaurant chino de Madrid, Olmo le hace preguntas a Manuela y Manuela le hace preguntas a Olmo. De a poco, a partir de un diálogo tan naturalista que parece casual, improvisado casi, va quedando en claro que los dos tuvieron un amor adolescente en los años de la escuela secundaria, que la chica se ha ido a Buenos Aires hace bastante tiempo, que el muchacho vive con su pareja y que, supone, en algún momento pensará en tener hijos.

  Manuela desliza cada tanto un argentinismo: pide un Fernet, pero la mesera oriental supone que lo que le interesa a la clienta es una conexión a Internet; dice garchar en lugar de follar y debe explicarle a Olmo que son perfectos sinónimos. “No es casual que el personaje de Manuela viva en Buenos Aires porque, de hecho, esta película iba a transcurrir originalmente en Argentina”, aclara Jonás Trueba, en comunicación desde Madrid. “Durante un tiempo la idea fue rodar en Buenos Aires e incluso estuve allí escribiendo y buscando locaciones. Pero ocurrió lo que suele ocurrir: se produce algún quiebre y una película termina superponiéndose a otra. De pronto, a esa película que quería filmar en Buenos Aires la sentí extraña y, a la vez, comenzó a emerger otra, que es la que acabó siendo La reconquista. Que no tiene mucho que ver con aquella otra pero que, al mismo tiempo, está soterrada en esta. Me gusta pensar que las películas llevan otras por debajo. Quise que el personaje de Manuela viniera de Buenos Aires porque, de alguna manera, era sacar a la superficie eso. Y un poco lo que ella le cuenta a Olmo de su vida en Buenos Aires tiene que ver con esa película que no se rodó”. La película que sí se filmó saca a la superficie, lentamente, ese amor pretérito, mientras acompaña a Manuela y a Olmo en un tiempo que puede antojarse real, pero ha sido construido en base a ligeras elipsis espacio-temporales. Por un momento, todo parece indicar que la última creación de Trueba es una comedia romántica. Y en algún sentido lo es, aunque las marcas de la más estricta realidad y la melancolía empujen constantemente a un segundo plano la posibilidad de la fantasía. Y las circunstancias sean muy diferentes a las que enfrentaban los protagonistas de Antes del anochecer ante el inesperado reencuentro parisino.

SOMOS TODOS PRINCIPIANTES

Corte. Desde el chino la pareja se mueve a un bar con un pequeño escenario, donde el padre de la chica –interpretado por el cantautor donostiarra Rafael Berrio– deja oír la primera de una serie de canciones que pautarán el resto del largometraje, como un particular coro griego que se contentara simplemente con ampliar el sentido de lo que el espectador ve y escucha, sin aclarar ni juzgar ni adelantarse a los hechos. Somos siempre principiantes y el amor no acaba/ Duras penas: eso nos depara/ Porque nadie sabe nada de su propio amor, se escucha en la banda sonora mientras Manuela y Olmo toman un trago y comen castañas asadas, la letra como posible reflejo de su propia historia. Ola de alguna otra en sus caminos individuales. Algo similar ocurría en Los exiliados románticos, estrenada en Buenos Aires el año pasado, donde la cantante Miren Iza, líder de la banda madrileña Tulsa, acompañaba a los protagonistas en su periplo francés casi como un ángel de la guarda.” Todas las canciones tienen como autor a Berrio, una suerte de genio oculto aquí en España. Tampoco creas que es muy conocido, aunque ahora ha comenzado a tener un poco más de prestigio con sus discos. Es un tipo de músico adorado por unos pocos. Para mí se había convertido en una especie de obsesión; lo escuchaba mucho y luego tuve la oportunidad de conocerlo. De una manera intuitiva sentí que tenía que formar parte del proyecto: La reconquista es una película que habla de algo casi ingenuo, la idea del primer amor, y quería que su voz fuera una especie de narrador. Por eso se escucha una misma canción dos veces, primero en vivo, con su voz actual, y luego en la versión del disco, grabado hace ya quince años. Para mí toda la película funciona un poco así, por resonancias. Algo que en la primera parte apenas comienza a percibirse, según la historia avanza va resonando con mayor intensidad. El matiz fundamental de la película no es la rima sino la resonancia. Y las canciones son casi su guión. Siempre me ha gustado pensar que las canciones te liberan de explicar a través del diálogo lo que letra puede narrar”.

   Para Trueba, en cierta manera esta película conecta más con su ópera prima que con las dos anteriores, a pesar de que aquella era más cercana a una idea de cine industrial pequeño. “Claro que ahora hablamos desde otro lugar en la vida”, calcula. “Uno ha crecido. Me gustaba la idea de hacer una película casi de cámara, donde prácticamente lo único que vemos es la interacción de dos personajes”. A pesar de esa escala reducida, La reconquista posee una estructura claramente dividida en tres partes. Luego de ese extenso e intenso recorrido por una Madrid noctámbula, de un baile con algo de catártico y del regreso en moto a casa –acompañado nuevamente por el tema “Arcadia en flor”, aunque esta vez en versión de estudio–, Olmo conversa con su pareja acerca de los sucesos de las horas previas, pero también sobre la visita a un museo que estaba agendada para ese día. Y un poco del futuro. Pero de allí se partirá al pasado, al recuerdo. O a un sueño. O a ambas cosas al mismo tiempo. Interpretados por actores quinceañeros, Manuela y Olmo atraviesan los años de la adolescencia y comienzan a conocerse un poco más, al tiempo que la atracción comienza a hacerse evidente. “En las tres partes hay una pareja poniéndose en cuestión, en tres tiempos distintos. Sentí que este era el momento para hacer una película así. Venía de hacer una película como Los exiliados románticos, mucho más lineal y espontánea, y esta otra es más reflexiva, reconcentrada, esencial en varios niveles. Creo que es mi película más “cinematográfica”, porque hemos trabajado el tiempo de una manera más fuerte, con el tiempo como materia. Y cada una de las tres porciones trabaja el tiempo de una manera diferente: un tiempo continuo, otro más abstracto”.

LA RESPIRACIÓN DE LOS ACTORES

No siempre lo esencial es invisible a los ojos y, en el caso de La reconquista, lo que no se ve ni oye, pero se intuye, depende en gran medida de las actuaciones centrales, del ritmo de los diálogos, de las miradas, de las sonrisas y de aquellos otros gestos que marcan el reencuentro. Olmo es Francesco Carril, quien viene acompañando a Trueba desde Los ilusos y que, por esa misma razón, siembra la tentación de entronarlo como una suerte de alter ego del propio realizador. “Francesco es un actor maravilloso que trabaja esencialmente en teatro. Y para mí es un cómplice, un actor que me sigue sorprendiendo y que en cada película conmigo ha hecho algo diferente. Creo que aquí fue un reto un poco mayor para él, porque está en una línea un tanto ambigua; es un personaje difícil de componer porque en el fondo, de alguna manera, es un tímido. Lo primero que filmamos fue la parte de los chavales jóvenes y eso, de alguna manera, le permitió tener una referencia de su personaje en el pasado. Tiene momentos realmente hermosos en la película, precisamente por esa capacidad que tiene de ser poético e imprevisible con muy pocos elementos”. Manuela es Itsaso Arana, una actriz con mucha experiencia sobre las tablas pero que no ha trabajado demasiado en el cine, algo que para Trueba “es ideal, porque resulta original y genuina. Para mí es muy importante que el espectador vea la película y no esté viendo a un actor o actriz comportándose como lo ha visto hacerlo en tantas otras películas. Tanto Itsaso como Francesco tienen una manera de estar en el mundo y eso lo trasladan a la película. Y para mí eso es muy importante: el rostro, la respiración de los actores. Creo que ellos escriben un poco la película conmigo con su manera de hacer las pausas, con las miradas, con la respiración”. No es casual que La reconquista esté pensada formalmente en términos de planos extensos: Trueba deja que les ocurran cosas a los actores/personajes sin necesidad de recurrir al plano y contra-plano como único recurso para registrar los diálogos. Por esa misma razón, quizás, surja por momentos la sensación de estar viendo no tanto una representación como un retazo de tiempo compartido robado a la realidad.

  ¿Es posible que, nuevamente y como en sus películas anteriores, los personajes femeninos parezcan tener las cosas un poco más claras? ¿O, al menos, no parezcan estar atravesadas constantemente por las dudas? “Es algo que hablo mucho con mis amigos y amigas, pero también con colegas cineastas. Es todo un tema ese de cómo representamos los directores hombres en el cine a las mujeres. Siempre he intentado hacer retratos de personajes femeninos que fueran complejos y seguramente más fuertes que los masculinos. Más seguros, al menos. Quizás eso sea un error, en algún punto. Hay una amiga que siempre me dice que las idealizo y que eso no deja de ser una visión muy masculina, pero es algo que está en mí. Me refiero a la intención de no caer en retratos reduccionistas o pobres de las mujeres, más bien todo lo contrario. No sé si lo logro, pero es evidente que le pongo más cariño a la construcción de los personajes femeninos porque me interesan más, quizás porque para mí son más misteriosos”. Eso es precisamente lo que ocurre en el último tercio de La reconquista, donde la incipiente historia de amor parece estar marcada por las decisiones tomadas por Manuela. ¿Y quién de ellos fue el que terminó la historia? Es algo sobre lo cual se conversa rápidamente en el presente, con música muy fuerte de fondo, mientras Manuela y Olmo disfrutan finalmente de un Fernet con cola. ¿Qué ocurrió con esos adolescentes que ahora transitan los treinta años de vida? “No creo que esta sea una película sobre la adolescencia, pero me ha abierto una puerta para conectarme de nuevo con esa etapa. Trabajo mucho con chicos de esa edad en talleres y nunca he perdido contacto. Creo que esa época de la vida todavía palpita en muchos de nosotros, en nuestra manera de ser y sentir. Pero, al mismo tiempo, está un poco lejos. Y hay algo de despedida, quizás, en la historia. Hay dos escenas en las cuales se lee esa carta escrita tiempo atrás y Manuela le pide a Olmo que lo haga bien, que no ponga un tono ridículo. Y lo cierto es que no saben cómo leerla porque es una cuestión de actitud, no de tono. Cuando eres adolescente sientes y expresas las cosas de una manera muy verdadera y profunda, donde no cabe el cinismo. Esa es la pregunta esencial: ¿somos todavía capaces de leer una carta escrita a los quince años y no descojonarnos de la risa, que no parezca totalmente ridícula? ¿Podemos ponernos de nuevo allí, en ese mismo lugar?”