“Eran jóvenes y lo tenían todo, eran jóvenes y no creían en nada”. Así comienza la novela La gran ola, del escritor Albert Pijuan, un tsunami literario que se publicó originalmente en 2020 en catalán y ha cosechado tres premios: Ciudad de Tarragona de Novela, el Finestres de Narrativa y el Premio de la Crítica de narrativa en catalán. Tres primos de 18 años, hijos de los tres hermanos fundadores de los hoteles Serrahima, disfrutan de la apertura de un nuevo emprendimiento turístico en Sri Lanka: fiestas, descontrol, lujo asiático, prepotencia, colonialismo e impunidad. Es la historia de una élite impúdica, narrada en tres tiempos (2004, 2017 y 2024) con un ritmo vertiginoso y adictivo. El autor y traductor catalán, que se presentó en la 46° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires junto con Camila Sosa Villada, advierte que ser dueños es la forma de estar en el mundo de la clase social que aparece en esta novela publicada por Sexto Piso, con traducción al castellano de Rubén Martín Giráldez.

Pijuan (Calafell, 1985) trabajó como camarero durante quince años y le tocó atender a esos “hijos” del poder económico que tan bien retrata en La gran ola. “Yo no soy de esa clase social pero la sufro, como todo el mundo. Hay dos elementos que están presentes: la herencia, no tanto recibir negocios, dinero, propiedades, sino recibir esa cultura. En la primera parte de la novela vemos cómo los padres les intentan inculcar la idea ‘vosotros sois dueños’, ‘sois categoría dueño’, que es una forma de estar en el mundo. El mundo está a su disposición: personas, objetos, lugares”, explica el escritor catalán en la entrevista con Página/12. “Pero hay otra cosa más: si te lo crees, la gente que te rodea se lo cree; es una cuestión de autoseguridad y de proyección de imagen. Entra aquí un rico y lo ves porque proyecta esa imagen, y esa mística de la seguridad ayuda a perpetuar a esta clase”.

-¿Cómo hiciste para sostener el ritmo narrativo de la novela?

-Me costó mucho. El primer día que empecé a escribir apareció esta forma sin puntos, con muy pocos puntos. Aquí se confirma el tópico de que tienes que aprender a escribir cada novela de nuevo, casi nada te prepara para la siguiente novela. Logré mantener el ritmo y el estilo a partir de la musicalidad; tarareaba cosas sin letras, inventadas. Ese tarareo va a ser acción, después viene pensamiento, después frases muy picadas y pensaba más en la forma de la frase y no en el contenido. Luego iba rellenando el contenido de acuerdo a lo que funcionara auditivamente, porque es una novela que se tiene que sostener por el oído.

-En un momento se critica los viajes all inclusive. ¿Por qué la gente “paga para salir de un régimen autoritario disfrazado de democracia liberal para entregarse a un totalitarismo postfascista”, como cuestiona uno de los personajes?

-La rutina del all inclusive es muy exigente; la organización del tiempo te viene dada. En ese contexto que se supone que es de placer se da un placer organizado milimétricamente. En nuestras vidas ordinarias también estamos organizados milimétricamente, pero replicamos este patrón de todo programado en las vacaciones porque se produce el miedo al vacío. Las vacaciones no pueden ser “voy a ver qué pasa”: cada hora del día tiene que estar marcada, incluso el momento de bailar.

-En la novela aparece también la idea de fingir, de estar pasándola bien, que daría la impresión de que es transversal a las clases, ¿no?

-No puedo escapar de la idea de simulacro de Ballard; la sociedad es un simulacro y las vacaciones son para escapar del simulacro de la vida ordinaria y entrar al simulacro de un paraíso. Cada parte de la novela aborda distintas facetas del turismo: la primera es la colonialista, la segunda es la del simulacro cartón piedra y la tercera es el simulacro new age. Pero donde puse más énfasis en el simulacro es en la segunda parte: todo son imitaciones, dobles con mucha fachada de cara a quedar bien. Y es raro porque también cuando viajamos se dice que vamos a buscar la autenticidad. “Es tan auténtico”, dicen, porque hay una señora haciendo el pan en la calle y esa señora está contratada por el hotel. Es la idea de buscar la autenticidad que ya no encontramos en nuestras vidas ordinarias y esto lo tiene que suplir las vacaciones. El simulacro es transversal a las clases, es el modo de vida actual; no podemos escapar al simulacro. El turismo es la idea de simulacro por antonomasia.

-Hay algo en el ritmo de la novela, en el trabajo con las voces, que recuerda a Manuel Puig. ¿Te interesa Puig como escritor?

-El beso de la mujer araña me marcó muchísimo, y me parece importante en esta novela que entra por el oído y no por la vista. Me imaginaba que La gran ola era recitada; hay muchas cosas que están muy pensadas para ser leídas y puede que esté ahí Manuel Puig, porque cuando doy talleres la novela de Puig la comentamos a menudo. La pongo de ejemplo porque es una novela de suspenso, espías y traición hecha con diálogos. Otra novela que también está presente es Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo, que la traduje al catalán en 2017. Es sobre un tipo que en la primera Guerra Mundial le explota una bomba y queda en una cama sin brazos, sin piernas, sin ojos, sin boca, sin nariz, o sea es un trozo de carne. La novela es el pensamiento de él y está escrita sin comas, muy apoyada en lo auditivo.

-¿Quiénes son tus influencias en la literatura catalana?

-Mercè Rodoreda. Y acá entramos en temas de sociolingüística, pero se ha tardado muchas décadas en establecer un catalán literario natural. La primera que lo consiguió en ficción fue Rodoreda. Pero a nivel de imaginario, siempre he bebido más de la literatura en lengua inglesa, de la que soy traductor al catalán. Ahora estoy releyendo Pastoralia de George Saunders, un autor que me encanta y que también trabaja el simulacro de los parques temáticos. Y hablando de autores extranjeros, ahora mismo todos estamos enamorados de (Samanta) Schweblin y (Mariana) Enriquez; son las dos que más impacto están teniendo.

-¿Cómo es la relación entre la literatura catalana y española?

-Hay una relación problemática, pero el catalán está mejor porque los que escriben en gallego o en euskera la tienen mucho peor. Lo complicado, lo que no se entiende de ningún modo, es que cueste tanto dar el salto en la traducción interna. La gran ola es el primer libro que me tradujeron al castellano después de nueve libros publicados; ganó tres premios y por eso decidieron traducirme, pero no hay sensibilidad por lo que pasa en las lenguas periféricas. Sin la traducción al castellano es muy difícil vender derechos al extranjero. Hay que pasar por ese peaje que es muy complicado porque no hay interés.