Corro. Corro como si el diablo me estuviera soplando la nuca. Es peor que el diablo, esto es real. Las balas me silban cerca. Corro entre los yuyos y la oscuridad, que en menos de media hora me va abandonar a mi puta suerte. Las patas casi que ni tocan el piso. Vuelo entre cardos altos que me van arrancando la piel. No veo, no respiro, no siento dolor. Sé que estoy vivo por el corazón que me galopa en el cogote y porque estoy cagado de miedo. Estoy aterrado, sigo vivo. Corro en línea recta y cuando empieza a clarear el cielo se terminan los pastizales altos e ingreso a un campo recién arado al que no ha tocado ni el rocío.

El sol viene de frente. Con suerte, apuntando al este, encuentro la ruta y el río a menos de un kilómetro. Pero las balas corren más rápido que yo. Me están pisando los talones. Un segundo más de duda y ya los tengo apoyándome el caño en la nuca. En lugar de buscar el río, bordeo el yuyal hacia el sur y me vuelvo a internar en la espesura. No hay engaño posible. Las huellas en el piso seco me van a delatar, por eso apenas me adentro diez metros, retomo hacia el sur y apenas oigo las respiraciones entrecortadas de los perseguidores me agacho y me mantengo inmóvil. Me tapo la boca con las manos para ahogar mi agitación y cierro los ojos inconscientemente, como cuando era pibe y creía que si yo no veía a nadie, nadie me vería a mí.

No hablan entre ellos, sólo se oye el roce de las ropas y de la gramilla aplastada con cada paso. Ya adivinaron mi estrategia y ahora se dispersan para buscarme. Uno de ellos está a menos de dos metros y se acerca. Tiemblo, no sé si siento frío o calor. Una caricia tibia me calienta la entrepierna entumecida y se expande. Acabo de mearme encima. Uno de los perseguidores se detiene a apenas centímetros de mí. Abro los ojos. Está de espaldas. Le salto al cuello sin pensarlo, le tapo la boca para que no grite. El milico intenta hacer un disparo al aire para alertar a los otros, pero el arma se encasquilla y el tiro se muere en un click sordo. Me dejo caer al piso aferrado del cogote de un tipo al que no conozco ni odio, y aprieto, aprieto con todas las fuerzas de mi desesperación hasta que ya no se resiste. Soy consciente de lo que acabo de hacer. Maté a un hombre. Me pongo a llorar todavía en el piso, de cara al cielo cada vez más claro, con el cuerpo inmóvil del miliquito todavía sobre mí. Es un pibe. Perdoname, pibe, perdoname. Le quito la pistola y me la meto en la cintura. El cuchillo que lleva atado en la pantorrilla me va servir más que una 9mm trabada.

Hay otros cuatro más adelante. Me siguen buscando en silencio. Hasta que el que anda más cerca algo se malicia y susurra el nombre del miliquito que acabo de matar. Lucio, dice ahora en un tono apenas más alto. Se llamaba Lucio, el pibe; no sé si por miedo o remordimiento, pero el llanto me vuelve a asaltar el pecho y me sale un gemido que no logro amortiguar del todo. El otro pibe, el que llama a Lucio, se queda inmóvil y atento a nuevos ruidos. Soy para él como la aparición de un alma en pena y antes de que pueda dar la voz de alarma, le rebano el cuello como cuando faenaba chanchos en el criadero del viejo Carranza. Pero este pibe no grita como los chanchos. Me mira con dos ojazos negros que ven venir la muerte desde lejos cuando en realidad está ahí nomás, bañándose en los chorros de la sangre caliente que se le escurre entre los dedos. Doy un paso atrás y se me cae el revólver por la pernera del pantalón; tanteo el piso en cuclillas cuando de repente una perdiz levanta vuelo y no sólo casi me mata del susto sino que además delata mi posición. Sin pensarlo, empiezo a correr una vez más.

Allá, allá, grita uno de los milicos. Y se oyen los estampidos de tres disparos, uno cada uno. Ellos también saben contar, les faltan dos. Gritan: ¡Benavidez! ¡Lucio! ¡Carasucia! ¿Benavidez es el apellido de Lucio o del otro pibe? ¿A cuál de los dos le dicen Carasucia? Corro. Corro con la desesperación estrujándome el estómago. Maté a dos pibes. El desconcierto de los otros me da una leve ventaja. Pero ya va despuntando la mañana y a los lejos pueden ver las sacudidas de la maleza y disparan. Corro zigzagueando, las balas me pasan cerca. Ahora tienen motivos para liquidarme. ¿Pero antes? ¿Con quién me confunden? ¿O realmente me buscan a mí?

Corro. Corro con las fuerzas que no tengo. Y cuando llego al otro extremo del inmenso baldío, veo la hilera de patrulleros que se sumó a los dos que empezaron a seguirme. Hay uniformes negros y verdes. Un ejército que me busca y todavía no sé por qué. Ahora sí tienen razones. Pero antes por qué; sé que no soy un santo, pero tampoco paso de cachafaz. Estaba tomando mi cerveza tranquilo en la vereda del almacén. Dobló un patrullero que venía quemando caucho, frenó de golpe y un miliquito se bajó y me apuntó. ¡Ahí está! gritó. Y disparó. El tiro me partió la botella. Un segundo tiro le dio a la pared y entonces empecé a correr. Me metí entre los yuyos y corrí como si me persiguiera el diablo. Peor que el diablo.

Los tres milicos que me seguían salen del baldío. ¡Mató a Lucio y al Carasucia! gritó uno. ¿Cuál de los dos era Benavidez? Los negros y los verdes forman una sola hilera a lo largo del yuyal y empiezan a disparar. Me quieren fusilar. Me van a matar. Y todavía no sé por qué.

Oigo ladridos, traen a los perros. A ese hijo de puta lo quiero muerto, dice el comisario. Lo escucho como si me estuviera hablando al oído.

- ¡Salí, hijo de puta, mientras más nos hagas buscar peor va a ser cuando te pongamos las manos encima! ¡Salí de una vez! – grita.

 

Estoy a punto de responder, de preguntarle por qué me busca. Pero cualquier ruido delataría mi posición. No les pienso dar el gusto, milicos de mierda, no van a ser ellos los que me van sacar del mundo; ya estoy viejo y cansado como para que encima por nada me vengan a condenar. Me siento en el pastizal y me apoyo a un tronco chamuscado y lleno de alimañas. Extiendo un brazo, la piel arañada late al mismo ritmo de los golpes que siento en cada lado de mi cabeza. Las venas azules me tiemblan en la muñeca. La mancha húmeda de la entrepierna apesta mierda, creo que también me cagué. El corazón me late en el cogote. Estoy aterrado y es del miedo que saco el valor que necesito. Uso el cuchillo del miliquito. No siento dolor, apenas algo de frío. Fluye la sangre y no pienso en nada, en nadie; no tengo a nadie en quien pensar. Ya ni siquiera me pregunto por qué. No me importa. Sólo deseo que las luces se apaguen antes de que lleguen los perros. Cierro los ojos, me engaño, y espero.