Ninguna película de los últimos tiempos despertó tanta expectativa previa a su estreno como Crímenes del futuro, lo nuevo de David Cronenberg luego de ocho años de prolongada espera. Ninguna que no venga atada a un multiverso o funcione como parte de una saga o se venda como una secuela de algo conocido y masticado de antemano. Crímenes del futuro trae bajo su nombre el sello del universo Cronenberg pero, al mismo tiempo, es algo extraño para el cine contemporáneo, una oda perversa a un mundo corporal en crisis y en peligro de extinción. El cuerpo, sus fluidos, sus transformaciones por la acción del arte y la tecnología no son temas nuevos para la obra del cineasta canadiense, pero el anuncio de la entrada de su última película en la competencia oficial del reciente Festival de Cannes y la promesa de que los primeros minutos podían expulsar al público de la sala despertó una ansiedad bienvenida en estos tiempos de crisis del cine como fenómeno colectivo. ¿Qué esperar entonces del regreso de David Cronenberg?

Hace poco más de un mes Crímenes del futuro fue una de las protagonistas de la carrera hacia la Palma de Oro en Cannes; no se llevó ningún premio pero sí desplegó una alfombra roja incandescente con el esperado desfile de sus estrellas -Viggo Mortensen , Léa Seydoux, Kristen Stewart y un distendido Cronenberg sonriendo para todos los flashes-, y despertó todo tipo de críticas por parte de la prensa especializada: algunas desilusionadas que la etiquetaron como un “Cronenberg menor”, más trágico y desencantado, sin la euforia de la revelación; otras más nostálgicas que anunciaron el regreso del canadiense a sus fuentes primarias, a aquel horror visceral que cultivó en sus inicios desde Shivers (1975) hasta Videodrome (1983); y para las ecuménicas podía pensarse como una distopía “elegante pero algo tonta”, tal como lo puso en palabras la crítica de Time, Stephanie Zacharek. Sin embargo, el próximo estreno de la película en la sala Lugones –con 12 funciones a partir del 14 de julio-, previo a su desembarco en la plataforma Mubi a partir del 29 de este mes, promete ser un evento imperdible, el regreso a las salas de un cine fascinante y perturbador, una mirada a nuestro tiempo desde la imaginación más radical, capaz de enlazar las profecías más angustiantes con el goce más liberador. Todo eso prometen David Cronenberg y Crímenes del futuro. ¿Será posible estar a la altura?

El título Crímenes del futuro tiene una larga historia. Como el mismo director lo confiesa en las notas de prensa de la película, la frase llamó su atención mientras era escrita por un poeta en un anotador durante la película danesa Sult (1966), dirigida por Henning Carlsen y protagonizada por Per Oscarsson y la bergmaniana Gunnel Lindblom. De allí surgió la idea de convertirla en el título de su segundo largometraje, todavía amateur y estrenado en Canadá en 1970, que recogía las tempranas obsesiones de su juventud: dermatólogos delirantes, plagas letales, cosméticos mutantes, falsos partos, extirpación de órganos. La idea no se extinguió, pese a que los destellos de aquel imaginario asomaron década tras década en sus siguientes películas, y dio origen a un guion escrito en los años 90 que durmió un largo letargo hasta este presente. Impulsado por su productor Robert Lantos, con quien colaboró por primera vez en Crash (1996), Cronenberg reflotó la historia de aquella distopía situada en un futuro cercano en el que el mundo está intoxicado de plásticos, los cuerpos son insensibles al dolor y “la cirugía es el nuevo sexo”. El arte y la tecnología permiten explorar así los límites de una nueva realidad, de sus cuerpos y el anhelo -tan profético hoy en día- de querer controlarlos.

MIENTRAS EL CUERPO AGUANTE

La ciudad es una grisácea y apocalíptica metrópolis bautizaba Atenas. Un eco de la Zagreb que Orson Welles diseñara para El proceso, tan kafkiana como aquella pero con el acerado blanco y negro convertido en una paleta de colores ocres orgánicos y pestilentes. En esa villa portuaria, poblada de esqueletos de barcos y edificios derruidos, con callejones y sótanos con decoración avant-garde, sumergida en un tiempo sin dolor ni placeres que no sean quirúrgicos o especulares, Saul Tenser (Viggo Mortensen) es el artista por excelencia, aquel que ha convertido su cuerpo en la misma materia de su genio. No es un actor sino un performer, cuyo cuerpo produce nuevos órganos inútiles que son tatuados y extirpados en un espectáculo kitsch y fascinante para ese mundo de ávidos voyeurs. Su compañera es Caprice (Léa Seydoux), antes cirujana de traumatología, ahora escultora de esas formas orgánicas que despiertan la pasión de los reguladores y los coleccionistas. Entre esos fanáticos se encuentran los burócratas Wippet (Don McKellar) y Timlin (Kristen Stewart) del nuevo Registro Nacional de Órganos, una oficina todavía clandestina que clasifica esos apéndices extirpados a la espera de su potencial funcionalidad. Pero en el fondo no son más que groupies extravagantes de aquellas cirugías públicas convertidas en el arte desesperado de una época, en el único atisbo de posible resistencia.

“Escribí el guion hace más de 20 años y no cambié ni una palabra. Hice un borrador en pocas semanas y empezamos a filmar. Viggo [Mortesen] me provoca al decirme que es mi película más autobiográfica, no porque tenga incidentes de mi vida real sino por el lugar que le he reservado al artista. Y creo que tiene un poco de razón. Tenser es el avatar de un artista apasionado e intenso que está dándolo todo por su arte, mostrándose vulnerable en virtud de esa exposición”, declaraba el director en una reciente entrevista con Los Angeles Times antes del estreno de la película en Estados Unidos. Y el propio Cronenberg logra en esta película exponer su universo de manera descarnada, perfilando la exégesis del cuerpo como un territorio en permanente transformación, signado por la adaptabilidad y el intento de supervivencia. En las profundidades de esa Atenas mortuoria se agita un grupo subversivo de digestores de plástico, cuya organización busca exponer las bondades de un cuerpo mutante ante la realidad de un tiempo de hostilidades. La concreción de la autopsia pública de un niño es menos un escándalo que un acto político de concientización frente a aquellos poderes que buscan condenar esos nuevos “vicios” de la adaptación.

“La idea de plantear la evolución no implica afirmar sus bondades éticas. Cuando en la era victoriana Darwin comenzó a hablar de evolución y todos comenzaron a aceptarla, nunca esa evolución supuso el ‘avance’ hacia una mejor humanidad, sino hacia una humanidad mejor adaptada a su entorno. No se trata de criaturas más hermosas, más fuertes o más sólidas moralmente, sino criaturas con mayor capacidad de existir en el entorno en el que viven. Hoy estamos conectados con los demás de manera diferente de cómo lo hacían cien años atrás gracias a la tecnología. Podemos lidiar con microplásticos y toxinas, con los químicos extraños que están en nuestro cuerpo y con los que nuestras células están descubriendo qué hacer. Estamos evolucionando pero eso no significa que seamos mejores criaturas”. Las preocupaciones por las capacidades de adaptación de los cuerpos y por la incidencia de la tecnología en esas transformaciones estuvieron desde siempre en la obra de Cronenberg, menos como el artilugio de un horror visceral atractivo en la pantalla que como una pregunta existencial convertida en forma cinematográfica. Fluidos, órganos, vísceras, carne, instinto y pulsión sexual son tópicos que la tecnología cronenberguiana extendió hasta el límite, enlazando el cuerpo con el furor del video en Videodrome, la fascinación por los automóviles en Crash, el mundo virtual de los videojuegos en eXistenz (1999). Siempre estuvo allí, transformándonos.

La mayor inquietud que propone Crímenes del futuro no es sólo la moderna fascinación por la cirugía y la consiguiente obsesión que se arremolina alrededor de esta transformación perpetua del cuerpo, sino de qué manera la realidad transforma sus contornos en virtud de esos nuevos cuerpos que pululan en las Atenas reales. “Tengo miedo de todo” exclama Tenser convertido en un monje negro que deambula por los oscuros callejones de la ciudad, vulnerable y escurridizo a esos oficiales sedientos de su control, a ese cuerpo que se ha convertido en su enemigo. La exposición de su interior en la performance con Caprice, como apogeo de toda intimidad posible, convierte su vida fuera de las luces del espectáculo en una sombra espectral y sus órganos disfuncionales en un inventario vampirizado por burócratas y policías reclutadores. Las máquinas son las únicas que lo cobijan, el sarcófago de las autopsias que oficia de mesa de operaciones y lienzo del artista para Caprice, las camas ortopédicas y alimentadoras, con sus tejidos carnosos y sus brazos acariciantes. Una tecnología táctil y carnosa, una vida sustituta para un cuerpo obsoleto.

PLÁSTICO CRUEL

En los últimos minutos de Videodrome, Max Renn (James Woods) gritaba como un poseso el mantra que recorría a la película: “Larga vida a la nueva carne”. Esa carne intervenida y macerada por las nuevas tecnologías del video abría su vientre a una nueva era, casi como un antídoto a tanta virtualidad y puritanismo televisado. Es quizás de aquella declaración que Crímenes del futuro se siente heredera, en un mundo cuya sobriedad tecnológica se ha tornado apocalíptica. En los tempranos 80, la industria del VHS transformaba la experiencia del vivo en televisión y la transmisión que Renn imaginaba como arrebatada de la clandestinidad, una especie de ‘snuff’ en vivo y en directo, resultaba en realidad un arma de control para la libertad de sus propias alucinaciones. Ante el dominio de su mente, el cuerpo de Renn se rebelaba como una cavidad carnosa capaz de contener no solo el arma de la revolución sino la sangre que manchaba las pulcras pantallas de esa década de conservadurismo que prometía Reagan.

Cronenberg hacía cine político mirando de manera directa el mundo que lo rodeaba, y sin asumir el terror como una excusa sino como su misma materia pegajosa. El siguiente paso en esa búsqueda fue Crash, su oda al goce enraizado en una violencia ya convertida en fetiche. Los yuppies de una Los Ángeles translúcida e inhumana, llena de autopistas y luces titilantes, buscan un placer esquivo, difícil de hallar en ese territorio de cuerpos plásticos y rutinas impostadas. Para el matrimonio de James y Catherine Ballard (James Spader y Deborah Kara Unger), el sexo se ha vuelto mecánico, poco tentador, distractivo apenas cuando se acomete en público. Sin embargo, un accidente automovilístico y los cuerpos enredados en los hierros los conducen a la exploración de ese placer subversivo en la era contemporánea, aquel que asume la violencia como forma perfecta de recreación. ¿Qué resulta más extático que revivir el accidente de James Dean en su Porsche 550 Spyder durante aquella fatídica carrera de 1955? ¿O recrear el instante en el que la cabeza de Jayne Mansfield rueda por el asfalto de una ruta de Nueva Orleáns como el preámbulo a su trágico mito?

Las monstruosidades de Cronenberg, sus insectos gelatinosos, sus cabezas macilentas, sus cuerpos sangrantes y desmembrados, exponen a la vista un horror que transita las profundas cavidades del universo, aquellos dilemas que asedian a las épocas, las tensiones entre la expansión tecnológica y su poder transformador de la realidad circundante. En eXistenz, los videojuegos se han convertido en una realidad alternativa, un espacio lúdico cuyas dimensiones se tornan difusas. La presentación de la nueva creación de Allegra Geller (Jennifer Jason Leigh) despierta la resistencia virulenta de un grupo terrorista que dispara contra la musa con balas dentales. A partir de allí, Allegra y su custodio, un enigmático Ted Pikul (Jude Law), inician un periplo por un mundo que se revela tan táctil como virtual, comandado por unas vainas carnosas que humedecen ese paisaje mental cada vez más disecado. eXistenZ podría verse hoy como la perfecta profecía de los gamers, un estado de existencia donde el verdadero valor de lo real ha perdido su sentido. Las muertes virtuales, los juegos de roles, las batallas como niveles de un eterno videojuego se convierten en las nuevas reglas de una sociedad que pregona su libertad a costa de su máximo encierro.

Crímenes del futuro es el cierre de ese círculo. El tiempo ha cambiado pero el apetito humano por el espectáculo de la violencia sigue intacto. Primero era a través de las imágenes grabadas (Videodrome), luego a través de la recreación de una realidad mistificada (Crash), por último mediante una realidad alternativa en la que matar no tiene consecuencias (eXistenZ). Ahora ya no alcanza con la televisión, ni con el video, ni con los automóviles, ni con los videojuegos; el mundo ha perdido todo el peso de la materia, el cuerpo se ha convertido en un entramado de vísceras inertes, el único goce posible es exponer su carne en busca de un dolor que ha dejado su lugar a la performance. La cámara de Cronenberg ausculta ese mundo con una gélida precisión, con sus criaturas deambulando por un laberinto citadino, recostadas en sus camas cárnicas, con los ojos fijos en los rastros de un fetiche, o elevados al cielo como una pasión sin Dios y en un melancólico blanco y negro. Es una película portadora de una emoción dolorosa, profunda, singular en la búsqueda de una esperanza posible, aún a riesgo de creer en su simulacro.

EL ARTE DE LA TRANSFORMACIÓN

“Ser consciente del cuerpo es la esencia de lo que somos. No creo en la vida después de la muerte o en un espíritu que vive al margen del cuerpo. La esencia de lo que somos es el cuerpo. Y por lo tanto, siempre me sorprende cuando la gente me pregunta: ‘¿Por qué estás tan obsesionado con el cuerpo humano?’. Entonces les contesto: ‘No estoy obsesionado, pero no puedo concebir que el cuerpo no despierte mi interés’. ¿Cómo no estar interesado? Es la esencia de lo que somos y creo que todo artista siempre está explorando la condición humana”. 

La filosa observación de Cronenberg de esa realidad humana encontró su camino desde un guion escrito en el pasado, curiosamente actualizado en el presente. El estreno de Crímenes del futuro en Cannes coincidió con la filtración del inminente dictamen de la Corte Suprema de los Estados Unidos –luego concretado- sobre la derogación del estatuto federal del derecho al aborto. “En Canadá estamos convencidos que los estadounidenses están completamente locos”, declaraba el director durante la conferencia de prensa en el festival. El mundo real no queda demasiado lejos de esa extraña profecía imaginada años atrás.

 

La violencia de Cronenberg no se codifica en una elegante advertencia o en un vacuo discurso moral. Se convierte en una serpiente venenosa que sale de la pantalla como la pistola carnal en Videodrome para perseguirte hasta el final. Se siente en el latido de los planos, de la misma manera que el crimen de un niño al comienzo de la historia preside ese recorrido por un mundo en el que la devastación se ha hecho cotidiana. “Creo que es inevitable que toda película tenga una mirada política sobre el mundo en el que se filma, en tanto está viva y se nutre del espíritu de una época. Lo peor que podría pasarme es que mi película no hable del presente, eso la condenaría a desaparecer instantáneamente”, afirma el director. El control de los cuerpos por parte de un misterioso organismo burocrático no es el único eco del presente que se percibe profético en el universo de Crímenes del futuro: lo que persiste es ese intento de los artistas por comprender el mundo que los rodea. Saul y Caprice convierten los órganos disfuncionales de un cuerpo transformado en un arte que escapa a la clasificación, al registro, que les permite convivir con ese mundo aún si esa vocación resulta ilusoria. Esa belleza esquiva es la esencia de su búsqueda, un anhelo de gracia aunque sea efímera, capaz de contenerse en la comunión con un cuerpo que, aun siendo otro, sigue siendo el único con el que podemos vivir.