Fotógrafo, cineasta, traductor, subtitulador, neoyorquino, porteño, padre, hijo. Palabras que definen a Richard Shpuntoff y también a las formas y los temas de su segundo largometraje, Todo lo que se olvida en un instante (ver crítica aparte), que formó parte de la competencia internacional del prestigioso FID Marseille -entre muchos otros festivales de lo real- y desde este sábado podrá verse exclusivamente en el Centro Cultural San Martín. Más cerca del ensayo experimental que de cualquier vertiente del documental tradicional, las imágenes y palabras que forman parte de la película, sin embargo, surgen de la más estricta realidad. O, más precisamente, de varias realidades: la íntima, la del propio realizador y su familia; la social; la geográfica, la de acá (Buenos Aires) y la de allá (Nueva York). Es que Shpuntoff, hijo de inmigrantes europeos nacido en Nueva York hace 57 años, se vino para la Argentina en 2002, en plena crisis, para instalarse y formar una familia. Trabajando como traductor y responsable de subtitular películas para diversos realizadores y festivales, en paralelo su pasión por registrar imágenes lo llevó a recorrer la nueva ciudad con una cámara de 16mm a cuerda, con lentes tipo Bolex. Algunas de ellas forman parte de Todo lo que se olvida en un instante, que tiende puentes entre dos ciudades y tres generaciones.

“Siempre trabajo desde lo personal, aunque a veces no parezca algo obvio”, reflexiona Richard Shpuntoff en diálogo con Página/12. “En el caso de esta película, la chispa que inició todo fue sin duda la paternidad. A poco tiempo de mudarme a la Argentina nos enteramos de que íbamos a ser papá y mamá, y ahí empezaron las preguntas sobre cómo iba a ser esa nueva aventura. Durante el proceso de adoptar Buenos Aires como mi ciudad comencé a pensar sobre mi identidad, que hasta ese momento podía definirse como la de un judío de Nueva York. Hijo y nieto de inmigrantes, con un padre bien neoyorquino. Realmente, una parte importante de mi herencia es cortesía de mi padre, y entonces me puse a pensar en qué haría con mis hijas, qué tipo de padre sería. Cómo iba a ser eso de ser un papá extranjero, qué les puedo transmitir”. 

En la pantalla, las imágenes en blanco y negro de una Buenos Aires en constante mutación se entrelazan con las charlas que el director mantuvo con su padre hacia finales de los años 90. Al mismo tiempo, su voz en off se escucha, a veces en español y otras en inglés, mientras los subtítulos en la parte inferior del cuadro traducen literal o libremente, o bien corren por un carril paralelo o directamente contrapuesto.

Shpuntoff afirma que el material visual que forma parte del film es el resultado directo de la evolución de su forma de trabajo. “Empecé a filmar esas imágenes antes de tener idea de cómo iba a ser la película. Comencé como fotógrafo, de fotografías fijas, pero al llegar a Buenos Aires ya había comenzado a filmar. Y cada vez que regresaba a Nueva York compraba algunos rollos de 16mm en blanco y negro, aproximadamente media hora de material cada uno. Y filmaba, sabiendo que eventualmente utilizaría ese material para algo, pero aún sin tener una visión clara. Suelo filmar lo que me atrae estética y socialmente, desde mis hijas en casa hasta las marchas en la calle. También el paisaje de la ciudad. Esos son mis intereses innatos, no es que tengo que forzar o buscar específicamente. Cuando decidí hacer Todo lo que se olvida… volví a esas entrevistas que le había hecho a mi padre antes de mudarme a Buenos Aires. Él tenía en aquel momento 80 años y mirando ese material pensaba en ese puente entre lugares y generaciones. Mi papá era así: le encantaba pasear por la ciudad y hablar de la historia. Era también una manera de entender mi nuevo mundo. Y hay algo interesante, porque para mí Buenos Aires tiene algo de Nueva York, pero también cosas que nada que ver. Entonces, la gran pregunta es: ¿qué me pasó con ese cambio? Las historias de la película salieron de esas preguntas, de ese intento por comprender mi nueva vida, mi nuevo mundo”.

Todo lo que se olvida en un instante

-En cierto momento trazás un paralelo entre los cambios en la ciudad de Buenos Aires durante la intendencia de Osvaldo Cacciatore, en plena dictadura, y los de Nueva York bajo los designios del ingeniero Robert Moses, haciendo hincapié en la remoción, muchas veces violenta, de manzanas enteras y sus habitantes, en general de bajos recursos.

-Eso surge un poco a partir de la ubicación de la que era mi casa en el barrio de Constitución. Justo en ese momento, años 2004 y 2005, estaban construyendo nuevas entradas y salidas de la autopista, camino a Avellaneda y Ezeiza. Todos los días cruzaba la 9 de julio y veía esas estructuras enormes, increíbles, y comencé a filmarlas. Al mismo tiempo leí sobre la historia de la autopista, cuándo y cómo la construyeron, la cercanía de lo que era el centro de detención clandestino El Atlético. Obviamente, conocía la historia de Nueva York: fui estudiante de urbanismo, así que es una cuestión que siempre tengo presente. Es un gran tema el de los cambios en las ciudades. Siempre pienso que en unos años mis hijas van a cruzar por ahí y van a pensar que siempre fue así, que no hubo cambios.

-¿Las ciudades cambian a la gente? ¿Cómo te cambió Buenos Aires?

-¡Qué pregunta! Es muy difícil de responder. Hay cosas de las cuales ni me doy cuenta, pero cuando vuelvo a los Estados Unidos mis amigos me dicen que cambié. Puedo decir que cuando llegué a Buenos Aires tuve una afinidad y también algún rechazo. Pero la afinidad es importante y tiene que ver con lo social. Algo que me gusta de la vida porteña, al compararlo con la vida yanki, es que aquí la gente es menos fría. En realidad no deja de ser un cliché, pero algo de eso hay. Socialmente la gente allá está más guardada, es más reservada, y yo nunca fui así. Así que al llegar me sentí cómodo con ese estilo más abierto.

-Lo que es indudable es que la gente cambia a las ciudades. Creciste en una Nueva York pre-Giuliani y la abandonaste en pleno crecimiento de una ciudad muy distinta.

-Me encantaba mirar a mi padre caminar por las calles de su barrio, que cambiaron un montón con el correr de las décadas. Pero él siempre quería volver y recorrerlas. En mi caso, por supuesto que recuerdo una Nueva York muy distinta. Una de las últimas veces que viajé estuve parando en la casa de un amigo en el Upper East Side. ¡Todo tan caro y limpio! Los primeros días estaba un poco angustiado: ¿qué pasó con mi ciudad? Tenía que encontrarme con unos amigos en el Bronx, y cuando el tren elevado salió a la superficie respiré aliviado: ahhhhh, todavía existe esa Nueva York. La verdad es que me siento más cómodo en lo sucio, lo popular, en los viejos ladrillos, la música en la calle. La Nueva York de Starbucks en cada esquina, del nuevo Times Square, es algo chocante para mí. No refleja la Nueva York de mi identidad, es casi su contracara.

-Hay un tono melancólico que va abriéndose paso en la película. ¿Es algo más porteño o neoyorquino?

-Yo soy algo melancólico, lo veo en terapia para que no me venza la melancolía. Neurótico y melancólico. Una buena mezcla de judío porteño y neoyorquino. Pero es difícil, porque creo que nunca voy a poder sentirme porteño en un sentido total. Afinidades tengo, por supuesto, y tal vez sea más porteño de lo que imagino. Tengo la sensación de que si nunca vuelvo a Nueva York y me muero, por ejemplo, en las islas Fiyi, siempre voy a sentirme neoyorquino. Durante la pandemia pensé que tal vez nunca volvería a Nueva York. Pero es una ilusión y es uno de los temas de la película: tendemos a creer que la identidad es una cosa fija, pero no sé si es tan así. O hasta qué punto es así. Tenemos esa ilusión de que hay una esencia verdadera. Es un poco lo que decía Lucrecia Martel a propósito de Zama: que el problema central del personaje, el origen de todo lo que le pasa, es su inhabilidad para cambiar, de ser otro Zama.

-Un detalle muy interesante de la película, ligado a tu trabajo en el mundo de los subtítulos, es que el espectador bilingüe se acercará de una manera, y aquel que sólo comprenda español o inglés de otra distinta. Al mismo tiempo, los juegos con la voz en off y los subtítulos generan muchas veces la imposibilidad de aprehenderlo todo, sin duda algo muy consciente de tu parte.

-Mi hija mayor vio una parte de la película cuando el montaje aún no estaba terminado y me dijo “sos un sádico” (risas). Porque lo peor es si uno entiende perfectamente las dos lenguas. En las primeras escenas hay mucha diferencia entre lo que se escucha y lo que puede leerse, y la idea es que el espectador se dé cuenta muy rápidamente de que no tiene sentido intentar capturarlo todo, que la mejor postura es aflojarse. Tomar lo que pueda tomarse libremente de los audios y los textos. Creo que funciona. Pero claro, lo normal es intentar comprenderlo todo. Es más: ese es el sentido usual de los subtítulos en las películas, pero lo interesante es que se trata de una imposibilidad: nunca es posible comprender todo a partir de los subtítulos.

-¿Cómo comenzaste a trabajar en ese terreno? Suele pensarse que se trata simplemente de traducir, pero subtitular es mucho más: condensar, evitar la literalidad, ir al sentido de las expresiones, siempre apretado por la falta de espacio y tiempo.

-Fue algo lógico, teniendo en cuenta que era un extranjero recién llegado: o daba clases de inglés o traducía. Llegué a la traducción gracias a una casualidad. Era el año 2002 y conocí a la gente de la Universidad del Cine (FUC). En ese momento estaba editando un cortometraje y ellos me prestaron el equipo para terminarlo, sin cobrarme. Les pregunté si no querían algo de dinero, pero me dijeron que me quedara tranquilo, que ya necesitarían un favor ellos (risas). Y así fue: terminé traduciendo y subtitulando al inglés Mercano el marciano, la película de Juan Antín. Ese fue mi primer trabajo, que comencé y terminé en un fin de semana. Muy difícil, porque es una película llena de frases coloquiales y humor local. Para mí, que recién llegaba, no era fácil comprender que era exactamente una “rollinga”, mucho menos buscar un equivalente en inglés. Otra cosa: en Estados Unidos nunca vas a llamar a The Rolling Stones “los Rolling”. Allá son “the Stones”. Es al revés. Cuando uno comienza a trabajar en el terreno de los subtítulos trata de ser fiel a todo. ¿Pero qué pasa cuando te topás con un “boludo, pasame el faso”? Si pongo en inglés un equivalente al “boludo” el espectador puede suponer que el insulto implica un enojo, cuando no es así, sino todo lo contrario. Hay que buscar la esencia de la idea de lo que alguien dice, no la forma.