Desde Londres 

Cuando Theresa May convocó a elecciones anticipadas el 18 de abril Jeremy Corbyn era el líder con menor aprobación en los sondeos desde la desastrosa derrota del laborismo en 1983 a manos de Margaret Thatcher. Dos semanas más tarde, en las elecciones municipales de principios de mayo, los conservadores le asestaron una dura derrota a los laboristas que vaticinaba un paseo en la elección general del 8 de junio. A la hora de las urnas la realidad fue que este laborista vegetariano, abstemio y republicano, que se opone a las armas nucleares y critica el pasado imperial británico fue el gran ganador de las elecciones a pesar de haber salido segundo.

Esta transformación es más asombrosa que las dos grandes sorpresas del último año: el voto a favor del Brexit el pasado junio y la victoria de Donald Trump en noviembre. En estos dos casos las encuestas habían anticipado un resultado apretado en los últimos tres meses de campaña. En el caso de Corbyn solo algunos aislados sondeos se acercaron al resultado final: la mayoría predecía una arrolladora victoria de los conservadores con una mayoría parlamentaria propia de, como mínimo, 70 diputados.

Contrariando los sondeos Corbyn obtuvo casi un 10% más que Ed Miliband, su predecesor, hace dos años, el incremento más grande en el voto de un partido desde otra victoria asombrosa que los británicos le regalaron al mundo: la del laborista Clement Attlee en 1945 sobre el ganador de la segunda guerra mundial, Winston Churchill. ¿Cómo sucedió este virtual milagro corbynista?

La campaña de Corbyn puso patas para arriba varias premisas que dominaron el pensamiento laborista desde la catastrófica derrota de 1983 a manos de Thatcher. La primera era que solo abandonando la tradicional plataforma electoral de la izquierda el laborismo podía volver a ganar, algo que pareció confirmarse con las tres victorias consecutivas que obtuvo Tony Blair en 1997, 2001 y 2005. En ese contexto post muro de Berlín y pre-estallido financiero de 2008, el “Nuevo Laborismo” de Blair dijo adiós al intervencionismo estatal, a los impuestos a las corporaciones y los más ricos, todo reemplazado por una política pro-mercado con un ligero tinte social que servía para diferenciarlos de los conservadores.

Corbyn dejó de lado esta búsqueda del centro como mantra que conduciría a la victoria. El gran punto de inflexión de su campaña fue la publicación de la plataforma política el 15 de mayo, precedida por una filtración la semana previa que la prensa mayoritariamente pro                               conservadora consideró una prueba más de la incompetencia de los laboristas. A solo 10 días de la derrota ante los conservadores en las elecciones municipales, la plataforma era el programa más a la izquierda en décadas con promesas de nacionalización del servicio ferroviario y energético, mayores impuestos para el 5% más rico, para las corporaciones y el sector financiero, y una fuerte inversión estatal en salud, educación y vivienda.

La plataforma probó ser extremadamente popular entre los votantes y consiguió al mismo tiempo apelar a los jóvenes y reconciliar al partido con laboristas desencantados. Los jóvenes resultaron vitales en la excelente e inesperada elección de Corbyn. En las elecciones de 2015 solo un 45% de los menores de 35 años habían votado. En estas se estima que entre el 65 y el 70% de este grupo etario depositó el voto. “Inspiró a muchos jóvenes a los que les cayó muy bien como persona, como figura”, señaló al matutino The Guardian el fundador de The Youth Vote UK, Alex Cairns. La ciudad de Canterbury es un ejemplo. Conservadora desde 1918 quedó en manos del laborismo gracias al voto juvenil.

En contraste con la plataforma laborista, la conservadora fue una sarta de vaguedades con solo un trío de propuestas concretas que alienaron al electorado y jugaron su parte en la elección de Corbyn. Demasiado seguros de una victoria, complacientes, los conservadores buscaron continuar con la austeridad, extendiéndola al sector etario que solía votarlos contra viento y marea: los mayores de 50 años. Con la idea de reducir el déficit fiscal, proponían bajar el subsidio de energía para los jubilados y el monto que gasta el estado en el cuidado de los ancianos, política esta última que fue rebautizada como “dementia tax” (impuesto a la demencia senil). Si a eso se le suma que entre sus escasas propuestas concretas figuraba la de revertir la prohibición de la caza de zorros, deporte favorito del poderoso sector rural británico, el elitismo y la banalidad del programa conservador no podía ser más claro.  

Corbyn empezó a años luz de Theresa May en la evaluación de competencia e idoneidad que hacían los votantes en los sondeos. La campaña desabrida y monótona que hizo May (apodada Maybot, condensación de su apellido y robot) contrastó con la energía, el entusiasmo y la honestidad que transmitía Corbyn. May se negó a participar de los debates entre candidatos que se hicieron tradicionales desde la elección de 2010. Corbyn no se perdió una oportunidad de insistir con su mensaje, muchas veces con un ejemplar de su plataforma electoral que mostraba a la cámara como prueba de que tenían un plan que era popular y que pensaban aplicarlo.

En los meses previos a las elecciones los militantes y simpatizantes laboristas estaban desesperados por el futuro del partido al que sentían como dividido y sin rumbo. El bombardeo de la prensa era incesante y ni Corbyn ni su equipo parecían encontrarle la vuelta. La inmensa mayoría del partido reaccionó con un resignado fatalismo cuando May convocó a elecciones anticipadas. El lanzamiento de la plataforma electoral, el entusiasmo que despertaban los actos de Corbyn y su continuo ascenso en las encuestas mejoraron el estado de ánimo, pero ni los más entusiastas creían del todo en un milagro. “Mi corazón me dice Corbyn, pero mi cabeza no logra vencer el escepticismo”, dijo a este cronista Emile, de 26 años, uno de esos jóvenes que el Corbynismo logró galvanizar.

Esta falta de fe existió hasta último momento. La mañana de las elecciones, mientras escribía una de las crónicas que iba a enviar para PáginaI12, tocaron a la puerta de mi casa. Era un joven laborista de unos 35 años para preguntarme si habíamos salido a votar. Se sabía: la participación electoral era fundamental en esta elección. Los laboristas estaban recorriendo todo el país puerta a puerta para asegurarse que sus posibles votantes fueran a las urnas. En medio de la conversación que siguió le pregunté qué pensaba que iba a suceder. Me dijo que el laborismo no se había recuperado de la derrota en 2015 en Escocia y, con una sonrisa resignada, añadió que rezaba para que los conservadores no los arrasaran.

No los arrasaron: todo lo contrario. El laborismo ganó 32 nuevos escaños, se recuperó en Escocia y hasta triunfó en Kensington, un distrito londinense que los conservadores jamás habían perdido. De la noche a la mañana Corbyn se convirtió en un nuevo símbolo de una revitalizada izquierda de países desarrollados. Bernie Sanders en Estados Unidos, Jean-Luc Melenchon en Francia, el gobierno de izquierda en Portugal, Podemos y el nuevo líder de los socialistas españoles, Pedro Sánchez, son símbolos de esta nueva izquierda de un primer mundo con crecientes niveles de desigualdad y pobreza que no puede prometer a sus jóvenes el mismo futuro que habían tenido generaciones previas.

Las empresas corredoras de apuestas han comenzado a considerar a Corbyn favorito de una nueva elección que podría estar en el horizonte dada la debilidad parlamentaria y política de Theresa May. El semanario The Economist, implacable crítico del líder laborista, reconoció que tiene “el aura de un ganador”. En medio de este nuevo optimismo, conviene mantener una dosis de perspectiva. Una clara lección de estos comicios es que la popularidad va y viene con extraordinaria velocidad: el caso de Theresa May es un ejemplo. Aparentemente imbatible hace dos meses, confiada en que ganaría esta elección y la siguiente, con 10 años de gobierno a la vista,  es hoy un “lame duck” (pato rengo) que pocos creen que podrá llegar a 2022 o, incluso, a fin de año.

Un diputado laborista no Corbynista, Chris Leslie, ex ministro de finanzas en la sombra en 2015, señaló que no había que olvidar que el laborismo no había ganado las elecciones. “No tenemos que pensar esto como una victoria. No lo es. Nos esperan cinco años de gobierno conservador. Y me temo que no puedo festejar porque teníamos un gol hecho. Nunca en mi vida vi una primer ministro tan frágil, tan vacilante. Tenemos que preguntar por qué no ganamos para poder pasar de ser un movimiento de protesta a un partido de gobierno”, dijo Leslie al diario The Guardian.