Nada. Treinta años no es nada.

Cerrás los ojos y te ves entrando a Melodías. Solo. Está vez solo. No con Fernando. Algo te dice que este disco es distinto y que no es de esos que pueden comprarse a medias.

Detrás del mostrador está el empleado. Ese bajito que parece estar siempre enojado y tiene el pelo largo hasta los hombros.

—¿Cassette o CD? -dice.

Escuchaste de la digitalización. Lo nuevo. Lo último de la tecnología. Lo mejor. Discos que van a durar para siempre. Leídos por un láser. Un haz de luz finito, invisible, que reproduce la canción sin tocar el disco. Nunca más rayones, basta de sábados a la tarde limpiando discos con un algodón embebido en alcohol y la seguridad de que nunca, de fondo, se van a escuchar frituras.

—Elepé -decís.

El empleado hace un gesto con la boca y por primera vez en años creés adivinar en su cara una mueca parecida a una sonrisa.

Saca el disco del sobre. Lo levanta como un cáliz. Lo sostiene con seguridad. Tiene la misma destreza de esos mozos que pasan haciendo equilibrio entre las mesas de un bar lleno, con la bandeja repleta, en alto, con tres dedos apoyados en el centro.

El empleado acerca el disco a la altura de la luz, con un ojo escruta entre los surcos nuevos y se asegura que todo esté perfecto. Después van a venir las ralladuras de tanto escucharlo en interminables tardes con Cecilia, tirados en la cama; vos, riéndote de su cara de maldad; ella, aprendiendo de Sisí a dibujar los mejores círculos de baba. No hay manera de que haya amor después de nuestro amor, decía ella.

Volvés al barrio en colectivo. En la esquina de Córdoba y Corrientes esperás el 103, o el 107, o cualquiera que te deje en la Avenida Alberdi. Te sentás en el último asiento a la izquierda. No te va a importar el frío que entre cada vez que alguien baje. Sostenés la bolsa amarilla entre las piernas y, con las dos manos juntas como en una oración, apretás las manijas. Cada dos o tres cuadras espiás que el disco esté bien, cómodo, seguro. Unas cuadras antes de la estación de omnibus acostás la bolsa sobre tus rodillas. Sabés que ahí, en esa parada, el colectivo se llena y no querés correr ningún riesgo. En la esquina de Santa Fe espiás la tapa. Cuatro letras negras y gruesas. En el fondo amanece: rojo, amarillo, naranja, rosa.  Adelante, él; ¿desnudo?, quizás. Los rulos despeinados y el gesto serio que sostiene cualquier mirada. El disco anterior tenía un rayo. Creo que se te ocurrió pensar que, quizás, el rayo eligió caer en medio de la piedra preciosa y todos sabemos lo que pasa después de una tormenta fuerte.

Escuchá, le dijiste a Fernando. Los dos en tu habitación, él sentado en tu cama y vos adelante de la bandeja. Dejaste que el disco gire. Una, dos, tres vueltas. Después, apoyaste la púa en el surco inicial de silencio. La apoyaste con la precisión que necesita un cirujano al hacer el primer corte en su primera cirugía, con la inspirada delicadeza de quien labra el cristal, con la precisión de un relojero cuando acomoda los pequeñísimos engranajes del más complejo de los relojes.

Claudia Puyó, Fabiana Cantilo, Mercedes Sosa, Spinetta, Charly, Calamaro, todos. Todos ahí, cantando en tu habitación.

Pasó ese invierno, pasó Cecilia, y el verano te encontró extrañándola, tirado en la cama, leyendo a Carver, o a Arlt, o a Capote, mientras comías semillitas con el pelo mojado y el ventilador fijo. Hasta que por fin, una tarde, mirando cómo las aureolas de humo se desarmaban y el disco giraba por vez número mil entendiste que, después de todo, nada podía ser tan trágico y que de alguna forma ibas a salir.

Todos miran Tinelli.

—¡¿Podés Bajar el volumen?! -dice tu mamá.

No es MTV. Es canal 9, es domingo a la noche y Pergolini lo presenta. Katmandú está lejos pero suena tan cerca. Después va a venir el recital el estadio cubierto de Newel's, y el otro. En diciembre. En la cancha de Central. Todo va a quedar sellado en tu alma.

Muchos años pasarán para que, un día de primavera, lo veas. Fue por Fisherton. Estabas en la casa de Juan y fuiste al kiosco por una cerveza. Él jugaba a la pelota con el hijo en una plaza chiquita, por Mendoza, antes de llegar a Donado.

Si pudiera contárselo a Fernando, pensaste.

 

 

 

Te hubiera gustado cruzar la calle y decirle que forma parte de la banda sonora de tu vida. Te hubiera gustado contarle que valió cada moneda robada de los mandados para comprar aquél disco y, mientras lo veías alejarse con el hijo de una mano y la pelota en la otra, pensaste que, al final, no es imposible, quizás después del amor haya más amor.