Hace dos semanas escribí una columna, La primera línea, que hilaba los estallidos de Chile y Colombia, y me faltó Ecuador, que es más difícil de descifrar por el momento.

Veía en esas explosiones callejeras que les abrieron paso a nuevos gobiernos una opción por el deseo y el amor. Un eros político. El amor propio y el amor colectivo interactuando. Y no por ser mejores que otros, que es en lo que puede derivar el nacionalismo de derecha, sino mejores a lo que siempre les han hecho creer que eran: los que sobran. Afán de independencia, que siempre empieza por la autopercepción de independencia.

Frente a elites salvajes y a sectores medios mirándose en el espejo equivocado, atravesando la tormenta de discursos de odio, esas personas de todas las edades y etnias de Chile o de Colombia, con organización o sin ella, estaban haciendo un movimiento interno y exterior y se corrían del pantano del odio hacia las refriegas intensas con fuerzas de seguridad odiadoras: ¿Qué predomina en la revuelta? ¿El odio o el amor? Esos manifestantes no estaban ahí porque odiaran a la policía aunque la odiaran: estaban ahí porque se empezaban a querer a sí mismos junto a otros.

América Latina ha tenido diferentes tipos de liderazgos, pero los que marcaron su historia tenían enemigos, se animaron a tener terribles enemigos, por amor a la patria, entendida como el lugar de millones de personas que tienen derecho a sentirse dueñas de casa.

Los hombres y las mujeres que están en la memoria popular latinoamericana han sido impulsados por ese mismo principio de placer: la vitalidad les provenía del sueño de legar la libertad, que aquí significa literalmente soberanía.

Ese amor político siempre equivale a enormes costos. No es una idea hippie del amor. No tiene nada que ver con el amor romántico. Es una causa. Algo muy íntimo para millones. Eso es de lo que habla Gustavo Petro cuando llega a la presidencia proponiendo la política del amor y dos semanas después se sienta a hablar con Alvaro Uribe.

Quiere bajarle el volumen al odio, porque alguna vez hay que cambiar el paradigma. Vivir en paz, si uno se resiste a revanchas sucesivas, exige una nueva comprensión de la realidad. Petro no modificará su rumbo porque hable con Uribe --eliminará el fracking y el glifosato, medidas anticipadas esta semana--, pero intenta un profundo cambio cultural y emocional, y ganar tiempo, y darse a entender.

Mientras tanto, en la Argentina se nos azuza con un estallido, pero ese fantasma es el reverso de esas otras explosiones en la región. Aquí en estos días esa incitación tuvo varios ejes narrativos: cinco caceroleros escandalosos que irrumpieron en varios escenarios; una lluvia de opiniones de operadores siendo publicada y emitida, y otra lluvia replicante de audiencias haciendo correr la voz de la renuncia del Presidente; whatsapps alertando en distintos barrios sobre la inminencia de saqueos, y negocios cerrados y en alerta; especulación financiera y corporativa full full; opositores de JxC voceando ingobernabilidad; la mesa de enlace todavía más ultra que la de 2008; y más.

Es la situación inversa al despertar de la conciencia popular en los países vecinos: ese estallido que buscan en la Argentina es la reacción de los que indefectiblemente en la región han hecho abortar los proyectos populares. Se ofrecen como patio trasero a Estados Unidos, pero las elites toman a los pueblos como sus propios patios traseros. La verdadera casta.

 

Hay muchas razones para quejarse y muchas críticas y autocríticas que hacer y hacerse. Pero es en el ruido, en la tensión, en la expansión de lo diverso que está la chance para retomar el rumbo que nos acerque unos pasos a la felicidad. Eso lo saben muy bien los que buscan el estallido y fogonean para terminar este gobierno. Son los que a lo largo de toda nuestra historia anduvieron repitiendo que el silencio es salud.