El viernes por la mañana, el ex Primer Ministro de Japón, Shinzo Abe, discurseaba en una calle de Nara -ex capital imperial entre cuyas pagodas de mil años andan siervos pidiendo caricias-, cuando tronaron dos disparos de un pistolón casero que le atravesaron pecho y cuello, un hecho equiparable en su magnitud local al asesinato de John Fitzgerald Kennedy en EE.UU.

La dimensión del crimen para una sociedad donde en 2018 hubo nueve muertos por armas de fuego -contra 39.740 en EE.UU- es más traumática por su carácter de extrema excepcionalidad. Y es sintomático que para matar a Abe, Yamagami Tetsuya -ex militar- debiese fabricar su propia pistola.

Descontento social

Según Marian Moya, antropóloga y directora del Centro de Estudios Japoneses de la Universidad Nacional de San Martín, “la japonesa no es una sociedad no violenta, sino que reprime con efectividad -y autoreprime- la violencia-; y cuando surge, cobra la dimensión de la erupción de un volcán. En general nunca pasa nada; allí se privilegia mantener la armonía eludiendo el conflicto (dadas sus raíces confucianas). Y se está tan en contra de la violencia -el fantasma de la Segunda Guerra Mundial- que el impacto de un hecho ya de por sí impresionante, es mayor que en países dónde la violencia es cotidiana. Desde la mirada japonesa, algunos lo catalogarán como un acto terrorista -es entendible que se lo mire así- cuando para nosotros sería un acto político. Atribuirlo a una locura es, de alguna manera, despolitizarlo y quitarle toda carga a la sociedad, para depositarla solo en el individuo. Pero tenemos que tomarlo con pinzas; aún no está clara la motivación”.

La editorial de esteviernes en The Japan Times comienza así: “El comentario editorial original que estaba escrito para llenar este espacio era un cri de coeur -grito de corazón- a EE.UU., una petición de sensibilidad para detener la devastadora violencia de las armas de mano que ha devenido cotidiana allí. Pero con extraordinaria tristeza y enfado, nos hemos visto forzados a sustituir ese comentario llorando el asesinato de Shinzo Abe”.

Para Matías Chiappe -Profesor del Centro de Estudios de Asia y África (CEAA) de El Colegio de México- “yo evitaría verlo como el caso de un loco; entiendo que esa persona está tomando una postura política -extrema y criminal, no haría falta ni aclararlo- en el contexto de una situación crítica para una sociedad con descontento, enojo y furia contra los políticos; para los argentinos es común, pero el yen se ha devaluado 20 porciento, algo impensable para Japón. Desde hace 20 años están viviendo el colapso de un sistema que en los ´70 y ´80 fue incluyendo a cada vez más gente con trabajo de por vida en una empresa, y que en los ´90 explotó con la burbuja financiera. Con la pandemia se fundieron muchas PYMES. Este es el contexto de ese desborde criminal, en una sociedad donde es muy difícil transmitir en los medios de comunicación un discurso contra-hegemónico; el hecho de que el crimen se cometa dos días antes de las elecciones deja en claro que ese gesto extremo tuvo la pretensión de dejar un mensaje de insatisfacción con la política”.

Según Mario Bogarín –japonólogo de la Universidad Autónoma de Baja California, México- “sospecho que quien lo mató, no tiene que ver con el ámbito de la política; aunque aún no lo sabemos. En Japón tendrán una cultura política todo lo mafiosa que tú quieras, pero no resuelven sus problemas a balazos. Al margen, no creo que Abe fuese un fascista ni un militarista que pretendiese volver al Japón imperial; lo que sí planteaba era modificar la Constitución Nacional para rearmar al país, aduciendo amenazas chinas, rusas y norcoreanas. Apuntaba a lo que sería una ´recuperación de la esencia nacional´. El espectro político japonés es sensiblemente distinto a los de Occidente; al hablar de izquierda y derecha, no siempre hablamos de liberales contra conservadores clásicos; allí la política tiene que ver más con un tema de identidad. Y no me imagino algo menos japonés –en una sociedad tan política, social y psicológicamente autoregulada- que irrumpir a balazos en un acto público. El asesinato de un Primer Ministro -Abe ya era ex- no ocurría desde 1932 en un contexto marcado por el militarismo. ¿Fue un acto de rebelión o simplemente el de un loco buscando fama como con Ronald Reagan? Si ha sido lo primero, supongo que nunca lo dirán. Y si fue el segundo, lo sabremos de inmediato”.

De estirpe conservadora

Shinzo Abe fue un político determinante para el Japón de los últimos 20 años (Primer Ministro de 2006 a 2007 y de 2012 hasta 2020 cuando renunció). Llegó al poder con el Partido Liberal Demócrata (PLD) como el Primer Ministro más joven desde 1945, pero con una estirpe familiar ultraconservadora que marcó su vida de “halcón”: su padre fue Ministro de Relaciones Exteriores en la posguerra y su abuelo Nobusuke Kishi fue ministro del gabinete de guerra del almirante Tojo, participando de la decisión de bombardear Pearl Harbor. De hecho, fue preso por crímenes de guerra pero no condenado por el Tribunal Militar de Tokio, mediante el acuerdo político con EE.UU de tener una fuerza de choque contra la China comunista (luego fue dos veces Primer Ministro y estrechó lazos con los norteamericanos). Según Marian Moya, para el sector más nacionalista de la sociedad –el que por cierto promueve nexos estrechos con EE.UU- el país que los venció en la Segunda Guerra Mundial es equivalente al sensei --venerado maestro-- que se merece respeto, en tanto son los únicos en la historia que los derrotaron.

El acceso a las armas

En Japón solo se venden escopetas -difíciles de disimular- y las pistolas están prohibidas. Para gestionar una licencia, el comprador debe asistir a un curso y aprobar un examen escrito y otro de disparo con 95 por ciento de efectividad en ambos. Luego se hace un estudio riguroso de la historia de la persona -antecedentes penales, su psicología, deudas, relaciones con el crimen, la familia y hasta los amigos- y de ser autorizado, debe informar a la policía dónde guarda el arma y las balas -en estantes separados-, mientras que es visitado una vez al año para chequear todo. Cada tres años hay que repetir el proceso completo. La persona puede tener una sola arma y de encontrársele una segunda -o una ilegal-, sería condenada a 15 años de cárcel. Quien dispare un arma en un espacio público podría recibir cadena perpetua (el asesino de Abe acaso sea condenado a muerte). Resultado: en Japón existen 0,25 armas por cada 100 personas (en EE.UU hay 120) y tienen -por diferentes razones- una de las tasas de criminalidad más bajas del mundo. La última vez que un político fue asesinado de un balazo fue en 2007: el intendente de Nagasaki, Iccho Ito.

Según el filósofo Byung Chul Han, en las “sociedades de rendimiento” la violencia “muta de visible en invisible (…) de real en virtual, de física en psíquica (…) y se retira a espacios subcutáneos, subcomunicativos, capilares y neuronales, de manera que puede dar la impresión de que ha desaparecido”, pero permanece constante trasladada al interior de las personas, quienes no hacen una descarga inmediata de sus energías destructivas: las elaboran psíquicamente. Y cuando a alguien lo supera este infierno de lo igual, implota o explota sobrepasado.

El asesinato de Shinzo Abe marcará la política japonesa por mucho tiempo, un trauma de consecuencias tan impredecibles como el hecho mismo, por parte de un hombre que nunca había concretado un acto político y quizá haya estado toda su vida dirigiendo sus frustraciones hacia adentro -la forma de funcionamiento de una sociedad confuciana- hasta que un día no aguantó más: se enteró que Abe hablaría a la vuelta de su casa, caminó unos pasos a espaldas de la víctima y exteriorizó su odio de la peor manera.