El explorador –el caminante que deambula de la ciudad al pueblo y luego se extravía– aprende a oír el silencio. Una mancha puede volverse algo violento y terrible para un individuo obsesivo y desesperado por “salvaguardar la santidad de su hábitat”. El enjaulado, un cantor, sometido al encierro en una pajarera en la que a duras penas puede moverse, repite unos versos de Ezra Pound: “¡ay, de los que conquistan con ejércitos/ y cuyo solo derecho es su fuerza”. Hay un hombre que espera en la cama a su mujer, pero no sabe si ella se ha ido, si nunca estuvo o se fue desde siempre: “Lo más lamentable de la extinción de la humanidad será la desaparición de los ácaros”, dice este sujeto el andarivel de un nihilismo sin retorno. Una voz controla los movimientos de un grupo de cuerpos que se arrastran o gatean. Una revuelta infantil, un espacio terminal poblado de cadáveres, es el mundo que parece estar formándose. Los nueve cuentos de Las moradas (Periférica) de Nicolás Cabral no solo están escritos para jaquear la “sospechosa” normalidad -o cierta convención respecto de lo que encaja en los parámetros de ese territorio-, sino también para experimentar con los mecanismos y procedimientos, como si cada historia demandara una forma y un estilo heteróclitos. 

El escritor nació en Córdoba en 1975 y se exilió con un año de edad junto a sus padres, historiadores y docentes que militaban en el PCR (Partido Comunista Revolucionario), en la ciudad de México, donde vive desde 1976. Cabral se formó como arquitecto, es editor de la revista de artes La Tempestad y autor de la novela Catálogo de formas (2014).

–¿Por qué en algunos cuentos de Las moradas aparecen personajes que escapan a la “medianía de la normalidad”?

–Traté de pensar qué pasa en una situación fuera de la normalidad, lo que sea que entendamos por normalidad. La idea es explorar a un personaje, sacado de su circunstancia y tratando de habitar espacios que no le son habituales. No lo pensé programáticamente en el sentido de la ruptura con la normalidad, sino más por el lado de la relación con espacios particulares, en algunos casos despoblados, en otros casos no, a partir de una imagen, que es como yo trabajo los cuentos, no necesariamente en el sentido visual, sino como una especie de escena y qué hay alrededor que pueda funcionar como relato.

–Al buscar una prosa distinta para cada relato, ¿coqueteó con la idea de que cada cuento pareciera escrito por un escritor diferente?

–Sí. Me gusta la idea de que puedan ser leídos como heterónimos de un autor diferente. Pero esto pasa por el procedimiento, porque no repetí la manera de escribir un cuento en ninguno de los casos. Para mí los procedimientos son para usar y tirar.

–¿Cómo surgió “La pajarera”, el cuento más inquietante de Las moradas?

–El cuento es una ficcionalización de cuando a Pound lo detuvo el ejército estadounidense, al final de la Segunda Guerra. Él había apoyado al fascismo y eso en el momento de la guerra era delito para un ciudadano norteamericano. Y lo metieron en una especie de jaula con luz las veinticuatro horas, hasta que le hicieron sufrir un ataque nervioso. Me interesaba la idea del poeta como cantor porque en el caso de Pound es el autor de los Cantares o Cantos.

–Impresiona en ese cuento lo polisémica que es la palabra “cantar” porque se asocia al canto de la poesía, pero también tiene una carga negativa vinculada con delatar, ¿no?

–Sí. Hay dos relatos que tienen que ver con la presencia de un poder opresor, donde hay una serie de personas que están en un espacio y no saben cómo llegaron hasta ahí, ni ellos mismos se acuerdan. En mi caso, hay una historia familiar. Afortunadamente mis padres pudieron salir de la Argentina durante la dictadura, pero muchos otros no… No me interesa hablar explícitamente de ciertas cuestiones, pero tal vez a través de la ficción toco temas que sí tienen que ver con mi historia o con cuestiones políticas que me interesan.

–¿Por qué en “Cuaderno” se explora la imposibilidad de pensar el futuro?

–En este cuento me preguntaba qué tipo de circunstancia podía producir una rebelión de niños. Qué significa para el futuro que los niños dejen de creer en un futuro. Ahora parece que no se puede narrar el futuro. Que el futuro, como es representado en el cine o en la narrativa contemporánea, sea la catástrofe o el desastre es una limitante imaginativa del mundo contemporáneo. No poder imaginar alternativas es un problema estético y político. 

–¿Por qué cuesta imaginar el futuro?

–Yo no tengo una tesis propia, pero hay varios autores que sí la tienen, como Franco Berardi (Bifo) o Fredric Jameson. El ethos de la modernidad tenía que ver con la idea de que íbamos hacia adelante. A partir de la producción industrial, siempre había un avance, un adelanto, incluso daba la impresión de que se aceleraba el tiempo. Además de que fracasaron las utopías, concretamente los estados soviéticos, quedó un mundo sin alternativa, donde hay un tiempo homogéneo. En las vanguardias históricas todo era el arte del futuro para el hombre que estaban creando. Cuando esas ilusiones se rompen, queda la impresión de que no hay futuro. Me interesa lo que ocurre en la ciencia ficción y cómo se pasa de esta idea de la conquista del espacio, encontrarse con otros seres y el hombre que amplía su conciencia, a (J.G.) Ballard: inundaciones, sequías, plagas, una cosa casi bíblica, ¿no? O en William Gibson a una idea de que el espacio se amplía, pero virtualmente, como anticipación de Internet. Lo que cuesta cada vez más es encontrar narrativas utópicas que puedan imaginar un futuro en donde no salgan tan mal las cosas.