Lejos del lenguaje teórico-revolucionario, pero también de cierta solemnidad dogmática que suele invadir el tono de los políticos (aún de los más brillantes), el libro La fuga de Siberia en un trineo de renos, de León Trotsky, resulta un auténtico hallazgo literario. Es muy probable que no vaya a opacar obras emblemáticas de su producción, como su Historia de la revolución rusa, Mi vida o La revolución traicionada, entre otras, pero seguramente servirá para alumbrar un costado menos previsible de su talento narrativo. 

El libro, recientemente publicado por Siglo XXI, rescata el exilio menos famoso de Trotsky: el que sufrió en 1907 casi como epílogo de la frustrada revolución de 1905 y del primer soviet de la historia. El propulsor de la IV Internacional lo había hecho publicar en una pequeña editorial de San Petersburgo con el nombre Tudá i obratno (Viaje de ida y vuelta) pero hasta ahora no se conocía en español. El volumen actual incluye un texto escrito por el cubano Leonardo Padura y un enriquecedor prólogo a cargo del historiador e investigador argentino Horacio Tarcus.  

Trotsky tenía por entonces 25 años y ya se extendía por los círculos obreros e intelectuales su fama de activista revolucionario y de orador notable. Encarcelado y enjuiciado por el régimen zarista, fue condenado (junto a otros 14 procesados) a la pérdida de sus derechos civiles y a la deportación de por vida a Siberia, bajo estricta (después se vería que no lo sería tanto) vigilancia. 

El contingente de desterrados partió de San Petersburgo, atravesó los Montes Urales en tren y a partir de Tiumén, ya en territorio siberiano, debió continuar viaje en 40 trineos hasta la ciudad de Obodorsk, en el Círculo Polar Artico. Este destino final estaba literalmente en medio de la nada, distante más de 1.500 kilómetros de la estación ferroviaria más cercana y con temperaturas de hasta 50° bajo cero. Trotsky hubiese llegado allí -y la historia del siglo XX podría haber sido distinta- si no hubiera ideado su fuga un par de escalas antes, en Beriózov.

El camino al destierro y su retorno a San Petersburgo después de escaparse son narrados por Trotsky utilizando dos géneros literarios claramente diferenciados: el diario de viaje y la crónica. En el trayecto de ida adopta el recurso del diario de viaje. El revolucionario le escribe a un interlocutor cuyo nombre el texto no revela. Años más tarde se sabría, a través del propio Trotsky en su ensayo autobiográfico Mi vida, que la destinataria de sus cartas reales -que trataba de despachar en cada estación donde se detenía el convoy de los exiliados- era nada menos que Natalia Sedova, la revolucionaria rusa que había conocido durante su primer exilio (en París) y que después del reencuentro se convirtió en su pareja. 

Esta es la parte más interesante del libro en términos "etnográficos": Trotsky describe con sencilla brillantez -no exenta de ironía- ese nuevo mundo que se va abriendo a su camino, tan diferente a su sofisticada cultura de revolucionario urbano. Conoce a los ostiacos, una etnia siberiana que parece estar muy lejos del "sujeto revolucionario" que necesitaría para conquistar el poder. "Físicamente representan un tipo foráneo muy pronunciado, pero su manera de vivir y hablar es campesina por excelencia, con la única diferencia de que consumen todavía más alcohol que los múyiki siberianos", escribe tras detenerse el contingente en el pueblito Yurtas de Tsingalin. "Todos los días descendemos un peldaño más hacia el reino del frío y el salvajismo", describe.

A lo largo del camino, Trotsky se encuentra con otros condenados políticos como él. Su llegada, junto a la de los otros 14 desterrados, es saludada como un acontecimiento en aquellos inhóspitos parajes siberianos, olvidados del mundo. Trotsky reconoce que, en la mayoría de estos lugares, el trato de las autoridades no es abusivo. En la penúltima parada, escribe el revolucionario, nuevamente apelando al sarcasmo: "la pensión de aquí es excelente: nueva espaciosa y limpia (...). ¡Si supiera cómo deseamos estar en una cárcel 'de verdad' para poder bañarnos y descansar como es debido!". 

La pluma de Trotsky luce elegante y despojada de toda gravedad. En términos literarios, para ubicar al lector con una generalidad, parece estar más cerca de Chejov que de Dostoievski. 

Curiosamente y sin prestar atención a lo que hoy se conoce como "corrección política", Trotsky señala que ve un cambio en la composición social de los exiliados. Debido a la ampliación del arco represivo por parte del gobierno zarista, entre los detenidos hay "muchos transeúntes que apenas habían rozado la revolución con la yema del dedo, muchos ociosos...en fin, una cantidad nada despreciable de sombríos engendros de la noche urbana". Todo esto ha repercutido, escribe, en "el nivel del exilio". 

Pronto descubre que, debido a la laxitud de los controles, "los únicos que no huyen (de Siberia) son los haraganes". En el distrito de Beriózov, escribe, "las fugas (de prisioneros) son innumerables. La vigilancia es casi nula: francamente, es imposible custodiar a nadie". 

El viaje de vuelta es una crónica que funciona como un atrapante relato de aventuras, con final feliz. A instancias de un médico amigo simula un ataque de ciática que lo confina en el hospital de Beriózov, mientras el resto del contingente continúa viaje rumbo a Obodorsk. Nadie sospecha que en el mes más frío del año vaya a emprender una fuga condenada al fracaso. Se escapa de la aldea escondido en un carro de paja. 

Trotsky tiene como cómplice a un cochero ziriano que se revela como un gran personaje: Nikifor, un borracho (bebe un alcohol de 95 grados) políglota (habla ruso y diversos dialectos siberianos), un poco chanta pero conocedor del terreno y de todas las criaturas -humanas y de otras especies animales- con las que se topan a través de su largo regreso. A veces falla: uno de los renos que los llevan, vendido de antemano por Nikifor como "un toro incomparable", está irremediablemente rengo a poco de andar.

Trotsky percibe también la disparidad en cuestiones de género: ve hombres "terriblemente perezosos" y mujeres que se encargan de todo, no solo de las cuestiones domésticas. Las observa camino al bosque, yendo con un fusil a cazar armiños y visones. El teórico marxista no es generoso con los maridos de estas mujeres y alude a aquellos que no saben hablar ni una palabra en ruso aunque... "las obscenidades rusas en toda su extensión engrosaron el vocabulario ostiaco y, junto con el vodka, constituyen el aporte más irrefutable de la cultura oficialista rusificadora". Trotsky tiene siempre a mano tabaco, alcohol y chocolates para "quedar bien" con quienes se va cruzando en el camino, no muy temeroso de que la policía siga sus pasos. Por las dudas lleva escondido un revólver. 

Así atraviesa la taiga y la tundra, llega milagrosamente a una posta donde emprende un viaje a caballo y luego, ya en zona "civilizada" se entrega a una complicada combinación de trenes que lo deposita, finalmente, en San Petersburgo. 

A partir de allí empieza otra historia, que no está en este libro y que es igualmente atrapante, pero no tiene final feliz.