En general, cada época tiene sus modelos de comunicación predominantes. Tanto el radicalismo yrigoyenista como el anarquismo y en cierto sentido las izquierdas son hijos de la imprenta y fueron expandiéndose en la misma medida que la alfabetización dejaba su impronta en capas sociales cada vez más amplias. Esas búsquedas por sostener LA VERDAD con mayúscula se inscribían en las lógicas de la Ilustración y la Modernidad donde las nuevas modalidades expresaban el triunfo de la razón por sobre otros modos de leer y estar en el mundo.

Desde esa legitimidad que tenía la prensa se empezó a cuestionar, ya entrados en los años sesenta, la televisión como dispositivo comunicacional, tanto desde miradas emancipadoras como conservadoras, asociando cada vez más a la tele como la "caja boba" sumergida en las coordenadas del entretenimiento, la pasividad y el sensacionalismo.

Con el advenimiento de las nuevas tecnologías a principios de los setenta comienza una nueva etapa. El paulatino desplazamiento del capitalismo industrial a uno financiero y anónimo constituyó un nuevo orden de sentidos, que impactó fuertemente en las subjetividades e interpeló a los diferentes grupos etarios y clases sociales. Los formatos se hibridizaron y las audiencias dejaron de ser más o menos homogéneas para fragmentarse y dispersarse. Pasamos de la cultura popular a la de masas, con todos sus componentes compartidos y contradictorios y la disputa abierta o encriptada por la construcción de sentidos.

Con la llegada del siglo XXI, los algoritmos y las redes sociales dejaron de verse como una extensión de los medios masivos de comunicación para empezar a producir sus propias redes de significaciones, generando una ruptura con el orden establecido en los modos de comunicar y desdibujando la relación emisor-receptor que tiñó gran parte de la narrativa conceptual del siglo XX.

Es desde este espíritu de época hegemónico donde predomina el inmediatismo, la mercantilización de los lazos sociales, donde el pasado no cuenta y el futuro es hoy, que se configura este dispositivo ordenador que le otorga veracidad a la producción de todas las fake news. No estoy negando el peso del lawfare ni las implicancias políticas, judiciales, económicas y comunicacionales que ese modelo tiene; solamente estoy intentando plantear que hay una especificidad en la eficacia de ese discurso que vuelve insuficiente su explicación desde las lógicas racionalistas del siglo XIX y XX, donde los canales de comunicación y significación eran otros.

Hoy, dato no mata (necesariamente) a relato. Para que las fake news tengan cabida es necesaria la pre existencia de un escenario donde los intercambios comunicacionales se balcanicen y nosotros, en tanto miembros de una comunidad afectiva determinada, expulsemos de nuestros discursos cualquier evidencia (por más marginal que parezca) que tensione o ponga en cuestión aquello que nos identifica como miembros activos o pasivos de un grupo determinado.

Por eso, la construcción de sociedades más solidarias, participativas y menos injustas se vuelve imprescindible en esta etapa del capitalismo – y, aún más después de la pandemia- que se opongan a las violencias -en sus diferentes modalidades- sostenidas desde el odio.

Porque no es cierto que el neoliberalismo en su forma de comunicar usa más la imagen que el discurso. Y, que, de lo que se trata es de desmontar esas premisas con argumentos sólidos y creíbles que demuestren sus falsedades. Porque lo que no vemos de esa escena, lo que permanece invisibilizado (y de ahí su eficacia operativa) es que es precisamente esa representación y la comunidad afectiva que la rodea la que hace posible ese significante como verdadero. Es su función en la trama social antes que sus contenidos. Y, no a la inversa.

* Psicólogo. Magister en Planificación de procesos comunicacionales UNLP