El caluroso verano de 1952, Evita volvió a sentir que se moría. Una biopsia reveló que el cáncer estaba en su cuerpo todavía. Marysa Navarro contó cómo fueron esos días tremendos: “Cuando sentía dolores intensos y sus fuerzas se debilitaban, Evita permanecía acostada, vestida con sus pijamas a lunares, su perra Canela acurrucada a los pies de la cama. Si se sentía mejor, buscaba retomar los hilos de su vida normal. Alcaraz venía entonces a peinarla, aunque ahora casi siempre usaba el pelo atado en dos trenzas infantiles o en una gruesa que le caía sobre la espalda. Sarita le arreglaba las manos, cada vez más descarnadas. Charlaba con sus enfermeras, a veces hasta soñaba con un posible viaje a Medio Oriente y discutía con Renzi lo que él hacía para proseguir la ayuda social directa. Bajaba al gran hall de la residencia donde proyectaban películas –la última que vio fue Cyrano de Bergerac, e infaltablemente requería la presencia de ‘Espejito’, como llamaba al secretario de la central obrera, del gallego Santón, etc. Sus médicos, los doctores Finochietto, Jorge Albertelli, Jorge Taiana y Alberto Taquín, le prohibían recibir demasiadas visitas, pero su voluntad aún podía más y ella hacía venir a las personas que quería ver cuando Perón estaba en Casa de Gobierno para que no se enojara con ella. (…) No es que estuviera sola, ni mucho menos. Además de Perón y de Irma, allí estaban doña Juana y sus tres hermanas, que se turnaban para cuidarla; también Juancito le hacía compañía, pues salía mucho menos desde que ella había caído enferma; Nicolini no dejaba pasar un día sin venir a verla y Renzi no parecía dormir en su casa pues a cualquier hora estaba dispuesto a hacer lo que le pidiera.”

Su enfermedad ya no le permitía asistir a muchas actividades, pero a veces se levantaba. El 5 de marzo estuvo en la final de fútbol infantil en la cancha de River. El 28 de marzo fue a su último acto sindical, el cierre del Congreso de Trabajadores Rurales en el Teatro Enrique Santos Discépolo y el 3 de abril fue al velorio de Hortensio Quijano, que había fallecido antes de asumir la vicepresidencia. El 1 de Mayo, Evita hizo su último discurso desde el balcón de la Casa Rosada. 

Estos fragmentos revelan una mujer conciente y desesperada por los peligros que enfrentaba el gobierno: “Mis queridos descamisados: Otra vez estamos aquí reunidos los trabajadores y las mujeres del pueblo; otra vez estamos los descamisados en esta plaza histórica del 17 de octubre de 1945 para dar la respuesta al líder del pueblo, que esta mañana, al concluir su mensaje dijo: ‘Quienes quieran oír, que oigan, quienes quieran seguir, que sigan’. (…) Yo le pido a Dios que no permita a esos insectos levantar la mano contra Perón, porque ¡guay de ese día! Ese día, mi general, yo saldré con el pueblo trabajador, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la patria, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista. Porque nosotros no nos vamos a dejar aplastar jamás por la bota oligárquica y traidora de los vendepatrias que han explotado a la clase trabajadora, porque nosotros no nos vamos a dejar explotar jamás por los que, vendidos por cuatro monedas, sirven a sus amos de las metrópolis extranjeras; entregan al pueblo de su patria con la misma tranquilidad con que han vendido el país y sus conciencias; porque nosotros vamos a cuidar de Perón más que si fuera nuestra vida, porque nosotros cuidamos una causa que es la causa de la patria, es la causa del pueblo, es la causa de los ideales que hemos tenido en nuestros corazones durante tantos años. (…) Antes de terminar, compañeros, quiero darles un mensaje: que estén alertas. El enemigo acecha. (…) Pero nosotros somos el pueblo y yo sé que estando el pueblo alerta somos invencibles porque somos la patria misma.”

Eva era más Evita que nunca. Sabía de qué hablaba: el odio de la oposición podía expresarse en una consigna escrita en las paredes: “¡Viva el cáncer!” que anticipaba la furia contra el peronismo. La enfermedad no doblegaba la pasión de Evita, ese clasismo rotundo, ese fanatismo por la causa obrera y su amor incondicional por Perón. Pero seguía su curso trágico. Pesaba treinta y ocho kilos, y para que no se asustara el fiel Renzi manipuló la balanza para que marcara más peso. El 4 de junio, Evita quiso asistir a la asunción de Perón a su segunda presidencia, sostenida por una estructura metálica montada en el auto, desde el Congreso hasta la Casa de Gobierno. Lo acompañó parada durante el recorrido en el coche, violando su promesa de mantenerse sentada. Fue su última aparición pública.

Evita se moría. El estremecimiento popular ante esta certeza fue tan masivo que una nube de angustia pareció apoderarse de la Argentina. Hubo miles de homenajes y rezos; bustos con su cara; ciudades bautizadas con su nombre; monumentos y el Congreso declaró “Período Legislativo Eva Perón”. El 7 de mayo, el día en que cumplía treinta y tres años, el mismo Congreso la nominó, por un proyecto presentado por Héctor J. Cámpora, como “Jefa Espiritual de la Nación”. El 18 de junio, también por iniciativa de Cámpora, Evita recibió el collar de la Orden del Libertador General San Martín. 

El 29 de junio comenzó, desde su cama, a redactar su testamento. Fueron- son- textos incendiados por una pasión que el cáncer no podía consumir. En él hablaba de la lealtad, la traición, la justicia, su relación con el poder, la definición de sus amigos y enemigos, de las instituciones, de los militares y la Iglesia, del amor y de la muerte. Y dejaba explícito su última voluntad sobre su obra y sus bienes. Algunos fragmentos la reflejan íntegramente: “Ya no quiero explicarles nada de mi vida ni de mis obras. No quiero recibir ya ningún elogio. Me tienen sin cuidado los odios y las alabanzas de los hombres que pertenecen a la raza de los explotadores. Quiero rebelar a los pueblos. Quiero incendiarlos con el fuego de mi corazón. (…) Quiero decirles la verdad que nunca fue dicha por nadie, porque nadie fue capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la verdad. Porque todos los que salieron del pueblo para recorrer mi camino no regresaron nunca. Sonriendo, en medio de la farsa, conocí la verdad de todas sus mentiras. Yo puedo decir ahora lo mucho que se miente, todo lo que se engaña y todo lo que se finge, porque conozco a los hombres en sus grandezas y en sus miserias. (…) Ahora conozco todas las verdades y todas las mentiras del mundo. Tengo que decirlas al pueblo de donde vine. Y tengo que decirlas a todos los pueblos engañados de la humanidad. A los trabajadores, a las mujeres, a los humildes descamisados de mi Patria y a todos los descamisados de la tierra y a la infinita raza de los pueblos, como un mensaje de mi corazón.”

* Fragmento del libro Eva Perón. Esa mujer, publicado por editorial Octubre.