Que la patria es un suceder, escribió Leopoldo Marechal en su extraordinaria novela Megafón o la guerra. Ahora bien, supóngase que Artigas hubiese triunfado en su idea de patria libre y grande, y que Uruguay y la Argentina fueran parte de una misma nación. Entonces, si la patria es efectivamente lo que el poeta depuesto pensó –que sucede, que no es siempre la misma— y si tal ecuación aplica al sueño de Artigas, entonces evocar a un tipo como Osvaldo Fattoruso tiene sentido: solo hay que trasladar la línea Artigas-Marechal al terreno musical y asunto zanjado.

Con varios músicos -no muchos, en verdad- podría aplicarse la misma “abstracción”. Pero ahora toca con "el Osvaldo", porque falleció hace exactamente diez años. Aquella alborada del 29 de julio de 2012, en vez de estar sentado frente a su versátil batería en algún bar del mundo, se lo llevaba la Parca a tocar con Dios. O con Belcebú, quien sabe. Lo que sí se sabe es que sería imposible contar la historia de la música contemporánea del Río de la Plata –y por qué no en clave artiguista-marechaliana- sin asentar cabeza y corazón en él.

No había que irse muy lejos para comprobar por qué. Con ir hasta ocho meses antes de su fallecimiento, alcanza. Sería como empezar un viaje hacia la semilla -ahora en clave Carpentier- contar el día en que el hermano menor de los Fattoruso tocó por última vez en Buenos Aires. Ocurrió en el Boris Café: privilegiados quienes hayan estado allí, porque el Osvaldo mostró una vez más que la patria de Artigas también era un suceder en términos musicales. Que al candombe antiguo, ultrapercusivo y perenne de los primeros negros rioplatenses podía ensamblársele algo de rock, algo más de jazz, y cualquier fusión que apareciera en trance de jam.

Aquella noche, acompañando a (y secundado por) Daniel Maza, Ricardo Nolé y Ricardo Lew, el Osvaldo lo demostró durante una impecable performance a través de la soltura rítmica, y la libertad que manejó como un campeón en temas como “Martuan” y “O Sambhina”. O en esa versión de “Muchacha ojos de papel”, atravesada por sus toques finos, aterciopelados.

Hizo en su último y póstumo disco, lo que siempre había hecho, al cabo. En un mojón anterior –pero no tan anterior como Los Shakers u Opa—llamado Tango del Este, disco en el que junto a su inseparable hermano Hugo en teclados, y Maza al bajo (Trío Fatto-Maza-Fatto) mostró, en apenas diez piezas y como ya lo había hecho en el Cuarteto Oriental, un resumen de todo su recorrido que, a la santísima trinidad del jazz-candombe-rock, le sumaba una libre interpretación del tango. Con escuchar de ese disco cómo suena su batería en “Cravo e Canela” o en “Baile de los morenos”, alcanza y sobra.

Versátil y polifacético. Experto en superponer estilos sin temor a represalias puristas. Bien colocado en ese suceder de la canción rioplatense que se desmarcaba de su historia, pero sin perderla de vista, el Fattoruso menor también fue parte del esperadísimo retorno de los fabulosos Shakers que no fue aquel intento de los '80 llamado Otros Shakers, sino el del disco Bonus Tracks, más parecido al sonido fusión de los Fattoruso tardíos que a la vitalidad y las armonías Beatle de los Shakers originales, pese a lo que dijo a Página/12 aquella vez: “Somos como cuatro amigos que parece que hubiesen dejado de tocar juntos hace cinco días”.

El viaje hasta la semilla de aquel miércoles 12 de marzo de 1948, día en que la bella y melancólica Montevideo lo vio nacer –fruto de una madre cantante de ópera y un padre reparador de tocadiscos-, continúa por un siglo XXI atravesado, además del retorno shaker, por el remozado Trío Fattoruso, que rearmó con su hermano y su hijo Francisco; por sus incursiones hacia el Brasil profundo; y por los toques en el mítico Medio y Medio.

Cambiando de siglo hacia atrás, el nombre de Osvaldo aparece muy asociado a sus proyectos con Mariana Ingold -su mujer, además-, los discos del Rubén Rada ochentoso; Buen día, día, de Miguel Abuelo, y a otras de las bandas clave en este suceder: Opa. La armó en Estados Unidos a principios de la década del '70, con Rada y Ringo Thielmann, a quienes había conocido en las épocas de Hot Blowers, y su hermano Hugo. Con escuchar Magic Times, alcanza y sobra para ir hacia allí.

Más cerca de su cuna, aparecen los Shakers originales. Osvaldo tenía 17 cuando se armó el grupo. Hacía ya diez años que tocaba la batería y nueve que había debutado tras ella en los Hot… Pero en los Shakers no la tocó mucho. Tuvo que agarrar la guitarra rítmica dado que Caio no podía tocar otra cosa que bombos y platillos. El Osvaldo temprano fue eso. Y fue también el que componía letras en un inglés inventado, mientras pujaba hacia dentro del continente “Never Never” o “Si lo supiera mamá” mediante.

Porque, claro, Los Shakers fueron “Rompan todo” (“Break It All”), pero también el esbozo de un futuro candombero, afrojazzero y bossanovero, tal como aproxima el magnífico disco La Conferencia secreta del Toto's Bar, donde se vislumbraban un alejamiento parcial de la onda beatle y un acercamiento inversamente proporcional a la música latinoamericana. O el otro -ya sin Caio ni Pelín- llamado La Bossa de Hugo y Osvaldo, tras la separación shaker. “La separación fue light”, contó en la entrevista citada. “No hubo desacuerdos ni peleas, tampoco ansiedad de cambiar el estilo musical, (solo que) yo era baterista antes de los Shakers y quería volver a mi instrumento original”.

Contando todo su historial, el Osvaldo grabó unos treinta discos en cincuenta años de hacer, siempre con una bandera ética como consigna. Y lo dijo también: “No vamos a grabar para ganar plata. Si a la compañía no le gusta lo que hacemos, me chupa un huevo (...) sólo necesito un plato de arroz y una catrera para apoliyar. No necesito venderme para tener dos camas”.

Así sucedió, nomás.