L’elisir d’amore     9 puntos

Opera de Gaetano Donizetti sobre libreto de Felice Romani.

Puesta en escena: Emilio Sagi. Escenografía: Enrique Bordolini. Vestuario: Renata Schussheim.
Elenco: Javier Camarena (Nemorino), Nadine Sierra (Adina), Ambrogio Maestri (Doctor Dulcamara), Alfredo Daza (Belcore) y Florencia Machado (Gianetta).
Coro y Orquesta Estables del Teatro Colón. Dirección musical: Evelino Pidò.

Un elenco de cantantes que además de buenas voces tuvo un gran desempeño teatral. Una puesta en escena que sobre cierta osadía se mostró sobre todo colorida e imaginativa. Una dirección musical que laboriosamente logró encausar esfuerzos de orquesta y coro hacia un fin común. Un público bien dispuesto para el asombro y para el aplauso. Cuando los astros se conjugan, esa máquina de satisfacción, no exenta de civilizada morbosidad, que después de todo es la ópera, puede ser un espectáculo maravilloso. Algo de eso sucedió el martes en el Teatro Colón, con L’elisir d’amore, el cuarto título de esta temporada lírica, que en su estreno tuvo actuaciones descollantes de la soprano estadounidense Nadine Sierra y el tenor mejicano Javier Camarena, bien secundados por el bajo italiano Ambrogio Maestri.

Y seguirá sucediendo por algunos días más. Todavía quedan algunas funciones de la ópera de Gaetano Donizetti. El domingo a las 17 y el miércoles a las 20 será con el elenco del estreno. Este sábado y el martes, a las 20, tendrán lugar las “Funciones extraordinarias”, con el también muy recomendable segundo elenco, encabezado por Oriana Favaro y Santiago Martínez.

Todavía se discute sobre la identidad de L’elisir d’amore, que desde su estreno, en Milán en 1832, no deja de cautivar a las clases medias de la lírica. El subtítulo original habla de “melodrama giocoso”, en épocas en las que el género ya había dado lo mejor de sí. Sin embargo, una comedia de cantados enjuagues amorosos y final previsible, con algo de bufo, un poco de romanticismo y bastante patetismo --en la que junto al amor y sus plétoras prevalece la mentira con sus posibilidades--, puede ser algo más que lo que señalan los rótulos. Al fin de cuentas hay más materialismo que lascivia en esta ópera, en la que si bien el bueno de Nemorino y la abuenada de Adina podrán satisfacer sus calores después de previsibles enredos, el gran ganador es el Doctor Dulcamara.

El adinerado embaucador, miserable al punto de comer las sobras del banquete de bodas, no muestra escrúpulo alguno en engañar al incauto Nemorino, que caliente como bombilla de lata, le cree todo y le paga lo que pide por su elixir para atraer a Adina. Pero es un engaño: la botellita no contiene más que vino de Burdeos. Por otras razones -- entre ellas que Nemorino se revela heredero de una fortuna-- el amor marcha hacia el triunfo. Favorecido por la contingencia, Dulcamara sale bien parado y nadie nota la estafa. Al final, el coro --representación lírica del pueblo--, lo exalta levantando pancartas con su imagen, haciendo propias consignas ajenas y consumiendo alegremente las porquerías que el atorrante vende. Es entonces que queda claro que L’elisir d’amore es un drama burgués.

La puesta en escena del español Emilio Sagi diluye los tonos aldeanos de la locación original y los traslada a los años ’50 --o a la mirada que desde la actualidad se puede tener sobre esa época--. Hay una plaza, o el patio de un colegio, donde los jóvenes juegan al básquet, andan en bicicleta y se mueven como cabrioleando un rockabilly. Los vestuarios de Renata Schussheim, coloridos y mesuradamente extravagantes, redoblan esa apuesta y terminan de definir cierto clima de pop art de historieta. La pareja protagonista se ajustó de maravillas a ese clima siempre al borde del kitsch, en una escena recargada pero ágil, entre el bien marcado trabajo del coro y los figurantes. Si bien el personaje del militar que representa Belcore queda un poco fuera de contexto entre tanto color y desenfado joven, la actuación convincente de Alfredo Daza, puso el parche necesario para que no se note tanto.

En un primer acto que es el producto de un libretista apurado y un compositor que no es Rossini, la puesta hizo lo que pudo. No obstante, en ese lapso para la exposición de los personajes y sus situaciones que dramáticamente resulta algo atolondrado, logró buenos momentos, como la cavatina “Udite, udite, o rustici...” con la que el doctor Dulcamara se presenta sobre una coupé descapotable.

El segundo acto, en cambio, fue una delicia. Desde el momento en que Nemorino se la juega por el amor de Adina y se toma de un trago todo el elixir que compró con la plata que cobró por alistarse como soldado, hasta el beso redentor del final y la consagración popular de Dulcamara, la gran máquina lírica trabajó a la perfección. A la gracia escénica de los personajes se sumó la eficiencia vocal de los protagonistas. En una actuación sobria y equilibrada, Sierra resultó dulcemente feroz en la exigente aria “Prendi, per me sei libero”, para recibir la gran ovación a scena aperta de la noche.

Camarena, manejó con el temperamento justo su hermosa voz de tenor lírico y su Nemorino resultó entrañable. En la célebre Romanza “Una furtiva lacrima” hizo música de la buena. Con el sostén de una orquesta bien dominada por Evelino Pidó, manejó un sentimentalismo que no se prestó a dobleces patéticos. Por su parte Maestri compuso un Dulcamara memorable, con la gola y el gesto de aquellos grandes bajos bufos, controlada con malignidad de gran actor y la sensibilidad operística de los elegidos. También Florencia Machado combinó eficiencia y presencia para redondear una muy buena Giannetta.

Hubo muchos aplausos, claro, para una puesta que seguramente quedará entre lo mejor de esta temporada.