Una de las decisiones pedagógicas más ridículas de la escuela argentina fue la prohibición de dibujar a los próceres. Efecto de la canonización, la escuela debe haber entendido que un dibujo de San Martín con los ojos un poco desviados o las proporciones alteradas por la torpeza era un modo de mancillar al prócer y no el resultado del admirado esfuerzo de un nene. Acostumbrados a la distancia del retrato, cuesta imaginar a San Martín, Belgrano o Sarmiento, los íconos más difundidos en el panteón escolar, con la vitalidad de la caricatura. 

El siglo XIX fue un siglo de violencia. En el período que va desde la independencia hasta la organización, las guerras y revoluciones fueron acompañadas por unas no menos violentas disputas simbólicas. Esas disputas, sumadas al desarrollo tecnológico en las técnicas de impresión y a los principios liberales respecto de la prensa que, con sus avances y retrocesos, funcionaban como horizonte, dieron como resultado periódicos satíricos de una vitalidad que aún hoy sorprende: por caricaturas mucho más inocentes, en el siglo XX hubo cierres de revistas,  secuestro de ejemplares y discusiones acaloradas sobre “los límites del humor”. 

San Martín y Belgrano pudieron permanecer como retratos porque su actuación política principal se dio antes de la difusión de la litografía en Argentina. De Sarmiento, en cambio, tenemos versiones para todos los gustos: con ridículos uniformes militares, recibiendo hidroterapia en las asentaderas, con pelo, trasvestido y cortejado por Carlos Tejedor, disfrazado de indio, de árabe o de vampiro. Un tratamiento parecido recibieron Mitre, Avellaneda, Roca, Alsina, Mansilla… toda la clase política argentina pasó por esos periódicos que fueron parte importante en las luchas y en la constitución de un espacio público en la Buenos Aires de esos años.

El principal de esos periódicos fue El Mosquito, que se publicó entre 1863 y 1893. Un impresionante recorrido que le permitió ser un testigo privilegiado, y un protagonista no menor, en todo el proceso que lleva desde la presidencia de Mitre hasta la federalización de Buenos Aires y la Revolución del Parque: la construcción de la Argentina moderna.

Durante años, las investigaciones históricas disponibles sobre el humor o la historieta eran en su mayoría recuentos más o menos impresionistas de investigadores aficionados o memorias de sus protagonistas o lectores. Es un fenómeno reciente la aparición de libros, artículos y tesis con investigaciones orgánicas y completas: el trabajo minucioso -desde lo más básico: la lectura de colecciones completas de las publicaciones- permite hallazgos y enfoques renovadores. Prensa, política y cultura visual (Ampersand) de Claudia Roman, investigadora en literatura examina la vida de El Mosquito desde su fundación, y reconstruye, con una lectura de las revistas competidoras, el sistema de la sátira visual en Buenos Aires y el modo en que la revista organizó una “pedagogía de las imágenes”y convirtió al mundo político de su época en un teatro en el que cada caricatura era un actor reconocible.

El Mosquito fue fundado por una sociedad en la que se destacaba el dibujante francés Henri Meyer. Cinco años después, con el regreso de Meyer a Francia, se hizo cargo de las caricaturas -y de la empresa- Henri Stein, otro francés, dibujante audodidacta (según sus palabras, aprendió a dibujar dando clases de dibujo en un pensionat de niñas porteñas) y dueño de una casa de importación de material gráfico. Es una muestra del papel modernizador de la llegada de inmigrantes -en el caso de los caricaturistas, franceses y españoles- que aportaron saberes técnicos y una nueva biblioteca visual, en ocasiones hasta disponible para la copia.

La posibilidad de existencia de El Mosquito se basó no sólo en la situación política tras la caída de Rosas, y en la creciente prosperidad del período sino especialmente en el desarrollo de las tecnologías de impresión; en particular, la litografía: un modo de reproducir imágenes a partir del dibujo con un lápiz graso sobre una piedra especial, lo que facilita una inmediatez en el trazo y una velocidad de realización que no permiten otras técnicas gráficas como la xilografía o el grabado en metal. El libro ofrece el delicioso recuerdo de una de las hijas de Stein que lo describe tallando la punta del lápiz litográfico y puliendo las piedras para borrar el dibujo de la semana anterior antes de hacer el nuevo, lo que explica además que no queden originales de esos trabajos. Un mundo artesanal que explica por qué el final de este tipo de periódicos coincidió con la difusión del fotograbado.

El libro de Claudia Roman consigue contar la historia de la revista sin caer en un mero recuento de nombres en sucesión o una acumulación de descripciones de páginas. Si bien por momentos la prosa denuncia ciertos vicios del entre nos académico -no es inmune a la epidemia de verbos como “interpelar”, “intervenir”, “tematizar”, “hegemonizar”, “operar” o “articular”-, el relato se sigue con interés constante. Abundan los hallazgos: el triunfo de Mansilla en una asamblea de “tipos” tras la muerte de Sarmiento -El Mosquito decía apoyarlo porque era fácil de dibujar-, la discusión judicial acerca del carácter obsceno o casual del bulto en el pantalón de un vicepresidente, la venta -literal- de la publicación a la facción del autonomismo de Dardo Rocha. Ofrece también una maravillosa antología de dibujos, tanto de El Mosquito como de sus competidores, contextualizados y reproducidos con una notable nitidez aunque, es de lamentar, en un tamaño que va de lo pequeño a lo minúsculo. Una antología a gran formato de estas maravillas sería sin dudas un libro deseable. (Si el tamaño de las reproducciones es comprensible, la ausencia de un índice analítico es sencillamente inaceptable: otra enfermedad endémica de las editoriales argentinas que obliga a un recorrido lineal en libros repletos de informaciones y datos valiosos). 

En principio, Prensa, política y cultura visual permite matizar algunas ideas instaladas sobre el tema: sobre todo la idea de una “prensa facciosa” que habría dejado paso a un humor más “social” en el siglo XX. Roman destaca que lo social está presente no sólo en el contenido de algunas imágenes, sino sobre todo en la función de la caricatura. En los últimos años del periódico, El Mosquito se definió como “fábrica argentina de fama, datos para la historia y conservas para la posteridad”. Hay facciones pero, como detecta Roman no sólo por el recorrido de la revista sino también por el acceso al archivo de Stein, pudo mantener un equilibrio entre su adscripción política y una independencia económica que otras publicaciones, más abiertamente partidistas, no consiguieron sostener. Así, la colección de El Mosquito permite seguir el fascinante proceso por el que una sociedad aprendió a leer imágenes y a valorar su poder de consagración, aún bajo la forma de la caricatura más furiosa.