Una distinción que recorre toda la literatura alemana (y toda la reflexión estética alemana) del período romántico es la que existe entre el cuento de hadas popular –el Volksmärchen– y el cuento de hadas artístico –Kunstmärchen–. El primer término designa las narraciones de asunto maravilloso que han tenido un origen genuinamente popular, es decir: una circulación anónima, oral, colectiva, para ser eventualmente fijadas por escrito cuando escritores cultos se ocuparon de darles una forma literaria particular y de difundirlas a través de revistas o libros. Uno de los resultados estéticamente más logrados y, ciertamente, el más exitoso, de esta tarea de recopilación y edición fueron los Cuentos de hadas de los niños y del hogar (1812-15) editados por los hermanos Grimm. Los orígenes y derivas del cuento de hadas artístico son más intrincados. Surge, en los últimos años del siglo XVIII, a partir de una especie de hibridación entre la narrativa breve de las literaturas románicas –las novelle de Boccaccio, las novelas ejemplares de Cervantes, las nouvelles de Margarita de Navarra– y del cuento de hadas popular, y pronto se convierte en uno de los géneros más influyentes. Goethe, Novalis y Chamisso se encuentran entre sus más importantes cultores. Pero es incuestionable que ha sido Hoffmann el encargado de introducir en la historia del cuento de hadas artístico un punto de inflexión fundamental. Uno de los cambios más importantes ha sido situar sus narraciones, no en el Oriente de las Mil y una noches o en el ámbito de la pura fantasía, sino en escenarios urbanos contemporáneos y reconocibles. El proyecto de insertar “lo totalmente fantástico en la vida ordinaria” suponía presentar, según Hoffmann, a “gente seria, consejeros de supremos tribunales, archiveros y estudiantes” que “bajo la clara luz del día se deslizan como espectros fabulosos a través de las calles más animadas de las ciudades más conocidas, y uno puede perder la razón por culpa de cualquier vecino honorable”. Este experimento no solo tuvo incidencia sobre la literatura alemana posterior; influyó además sobre Balzac, Poe, Scott, Hugo, Baudelaire, Gógol, Dostoievski, entre otros.

El pequeño Zaches (1819), que pertenece a la obra tardía de Hoffmann, fue descripto por este como “superdesquiciado” y como “lo más humorístico que he escrito”; y, en efecto, la comicidad permea las dimensiones más diversas de la narración. Es, al mismo tiempo, uno de los más destacados cuentos de hadas artísticos de la literatura alemana. La acción transcurre en un ínfimo Estado en el que se introduce la Ilustración, no por una demanda del pueblo o de los intelectuales disidentes, sino “desde arriba”, mediante un decreto del príncipe Paphnutius. La aplicación de la norma requiere que sean expulsados del territorio las hadas y magos –toda esa “gente de ideas peligrosas” que conduce “al pueblo mediante puras necedades”–, de modo que los representantes de lo maravilloso deben exiliarse en las tierras quiméricas de Dschinnistán o llevar una existencia clandestina en los márgenes de la comunidad, como ocurre con el hada Rosabelverde o el mago Prosper Alpanus, quienes, conduciendo una doble vida, consiguieron ponerse a salvo de las incursiones de la policía, que “irrumpió en los palacios de las hadas, confiscó todas sus propiedades y se las llevó presas”. Víctimas de la censura y la vigilancia estatal no son solo las hadas, sino también los estudiantes rebeldes, considerados parte de una secta que intentaba “introducir en todas partes la poesía, perjudicial para cualquier Estado, y dudaban de la infalibilidad de los príncipes”. La literatura, en Hoffmann, está colocada, como puede verse, del lado de la insurrección y la protesta contra el despotismo.

El personaje central de la narración, el pequeño Zaches, es un monstruo a la vez natural y fantástico y, a la vez, una figura inclasificable con la cual Hoffmann rompe con el estereotipo romántico que unía la fealdad física con la nobleza espiritual. Nacido con malformaciones y privado de la capacidad de hablar, recibe, en virtud del encantamiento de un hada, el don de ser visto en todas partes como una persona hermosa e inteligente, y de que todos los grandes logros que se realicen en su presencia le sean atribuidos a él. El hechizo no tiene por efecto la integración humanamente positiva de la criatura a la comunidad: Zaches abusa una y otra vez de sus poderes hasta convertirse en un tirano que, dominado por el afán de escalar posiciones y obsesionado por los cargos, títulos y reconocimientos, es la exacerbación de los impulsos que mueven a la comunidad de la narración. Los habitantes del principado convierten a Zaches en centro y modelo de la vida social, y solo los personajes identificados con la imaginación y la poesía no se dejan seducir por el efecto hipnótico del monstruo. El principal rival de Zaches es el poeta Balthasar: uno de los caracteres más positivos de la narración, debe superar sus inclinaciones al idealismo extremado para llevar adelante, con la ayuda del mago Prosper Albanus, un plan para echar por tierra los planes del pequeño Zaches –convertido ahora en un poderoso ministro– y para recuperar a su novia Cándida, seducida por los embaucadores encantos del monstruo.

No es nuestra intención contar los múltiples enredos de la obra. Baste con decir que el relato de los avatares de Balthasar, en su combate contra la resistible ascensión de Zaches, no solo le permite a Hoffmann desarrollar una amplia (y efectiva) sátira de la estrechez de miras dominante en los pequeños Estados alemanes de la época. También le brinda la ocasión para actualizar los más diversos recursos de lo fantástico, lo que coloca esta narración a la altura de clásicos hoffmannianos tales como El hombre de la arena o El cascanueces.

Traducida por primera vez a nuestro idioma, acompañada de ilustrativas notas y de un postfacio, esta edición de El pequeño Zaches publicada por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA hace posible conocer una de las narraciones más perfectas y sorprendentes de uno de los exponentes más destacados del Romanticismo alemán.