Cuando le conté a mi amiga Estela que me había enamorado de una chica por primera vez, tuvo una reacción inesperada, me preguntó: “¿Porqué no de mí?”. ¿Qué iba explicarle? No creo que esa fuera una duda que ella quisiera desalojar con los hombres heterosexuales que no la eligieran para novia, ¿o sí? La habrían considerado loca. Me parece que, desde su óptica, los varones disponían de una libertad de elección que yo no: era obvio que dada la escasez de tortas visibles y mi lascivia tan desbordante como la de la profesora de la película Escándalo o la mimética de Mujer soltera busca, me correspondía obsesionarme con cualquier chica que anduviera cerca (esto mismo yo lo había pensado de otras: mis primeras fantasías con una lesbiana fueron con la tía de un pibe del club, cuyas miradas siempre las interpretaba como flechazos inequívocos de deseo). La desconcerté. Pero la verdad es que si los encantos de Estela no me habían conquistado era porque amigxs son los amigxs, como dijo Alejandro Lerner, cuyo nombre no crean que cae a esta nota por pura casualidad. Fue precisamente una de sus canciones, “Cuatro estrofas”, una de las que yo mas asociaba al universo lésbico que me era tan lejano como prohibido por aquellas épocas, finales de los 80. En ese verano, se la había escuchado cantar a Sandra Mihanovich sobre el escenario de un teatro de Flores frente a un público de completas desconocidas que gritaba, silbaba, perdidamente enamoradas de la cantante. A mí se me había puesto en la cabeza que entre ellas debía hallarse, sin la menor duda, mi futura novia, así que durante el show miroteé con mucha expectativa pero sin encontrar a nadie que me hiciera latir el corazoncito. En cambio, vi a Yani, otra de mis vecinas, amiga de Estela también. Llevaba puesto su vestido de bambula blanco, tenía el pelo suelto y mojado como después de amar, y agitaba los brazos en alto de derecha a izquierda y de izquierda a derecha con un encendedor prendido. A usted le pasa lo mismo que a mí, pensé a lo Merello, así que al otro día fui a su casa a la hora de la siesta y me animé a la confesión: “Me siento confundida con las mujeres”, le dije. Era mentira, obviamente, porque yo sabía perfectamente lo que me pasaba, no tenía la menor duda. Ella abrió los ojos como si le hubiese iluminado con mis palabras una verdad que estaba adentro suyo (no sé si necesariamente sería una verdad sobre mí) y me dijo que contara con su amistad, que tratara de resolver el dilema, que probara. Con el correr de los días se fue haciendo absoluto cargo de mi aparente desorientación ya que la que pasó a tener actitudes confusas fue ella que oscilaba entre no atenderme el teléfono, como si yo la estuviese persiguiendo, a hacerme ojitos bastante sugerentes en una fiesta. Algo parecido vi sucederle en una cena a una amiga, torta de muchas décadas, con una a la que no conocíamos y que se sentó entre nosotras para darnos charla. Durante la noche entera, la desconocida se polarizó en su heterosexualidad haciéndose la linda y hasta acusó a la otra públicamente de haberle tirado los galgos. Al irse le empezó a mandar whatsap tratando de “bebé” a esta lesbiana que había abandonado la cuna hacía varios años. Nunca se sabe como va reaccionar una persona. La noche que salí del placard con mis compañeras de postgrado estábamos cenando en la casa de Teté, una de ellas. Pasaron diez minutos del blanqueo y Anita, la más joven, empezó a decirnos que se iba a desmayar y nos pidió que llamáramos urgente a su novio. Lo hicimos y también solicitamos asistencia a OSDE, que la vino a buscar en ambulancia. Son muchas las experiencias con heterosexuales impolutas que me hacen pensar que hay algo que se disloca cuando una torta las toca. Y también, sino las toca. No me voy a olvidar nunca del escándalo que me hizo una amiga con la que hacíamos todo juntas, salir a beber, a bailar, irnos de vacaciones. Todo. Cuando se enteró que me había puesto de novia con una que no era ella me dijo que era por eso que yo la ignoraba y en el baño de un restaurante se puso a llorar y me levantó la voz, cosa que nunca. Acto seguido, se dedicó a perseguir a mi ex novio y no paró hasta levantárselo. Difícil entender el deseo negado que se satisface de forma indirecta, pero es más común de lo que se piensa. Hay chicas que usan el escudo de su relación heterosexual para ofrecerte una cama de tres y poder tocar por fin un par de tetas con sus propias manos. Es casi la fija en esos casos que empieces a formar parte de su fantasía matrimonial, se nutren con vos, te recuerdan mucho más de lo que suponés, te sacan la bombacha: no sos su amiga. Sentí miedo de quedar enredada en un juego de histeria una vez en que Cecilia, una encantadora compañera de trabajo en una pizzería, tras contarle yo que era torta, me dijo que había perdido el último tren a la localidad de zona sur donde vivía y me preguntó si se podía quedar a dormir en mi casa. Le dije que sí, no soy inhumana. Le armé su camita a metros de la mía -tenía solo una habitación- y cuando me estaba empezando a quedar dormida, escuché: “Estoy contracturada. ¿No me harías masajes?”. No soy inhumana, repito. Me levanté, le pedí que se sentara, le trabajé un poco los músculos superiores de la espalda y regresé a mi sueño interrumpido. No quería recibir del cocinero que era su novio ningún reproche o cuchillazo ni tampoco quedar prendada de algo imposible. Una amiga de la facultad en lugar de argüir la excusa del tren perdido a la hora de volver a su casa prefirió hablarme de su angustia y de su soledad. Con ella no tuve tiempo de pensar en nada porque asumió un rol más activo, no bien me acosté se me tiró encima y admito que no me desagradó. Al otro día tomamos mate con bizcochitos en el patio y ni siquiera nombramos lo ocurrido (tontamente seguí su juego para no incomodarla). Desayunábamos y nada parecía haber cambiado. Yo seguía siendo la torta de siempre y ella la heterosexual que ahora, a lo sumo, se descubría flexible.