En 1400s, el Malleus Maleficarum, manual favorito de inquisidores medievales, consideró que el cabello de las brujas estaba tan cargado de poderes místicos que había que cortarles las mechas al ras. Y luego prender fuego sus cabezas, claro. El bíblico libro Deuteronomio, del Antiguo Testamento, aclaraba en sus páginas que guerreros encaprichados con mujeres cautivas de tribus enemigas podían casarse con ellas… siempre y cuando las muchachas esclavas se afeitasen la cabeza. Y si el ardor permanecía al verla en tan “penosa” condición, ¡alabadas sean las nupcias! Ya en el siglo pasado, tras la Segunda Guerra Mundial, francesas acusadas de “colaboracionismo horizontal” (léase fraternizar entre sábanas con el enemigo nazi) fueron públicamente rapadas, obligadas luego a desfilar por las calles descalzas, con esvásticas pintadas en el pecho con su propio lápiz labial. “Cabello sacrificado y expiatorio”, dirán voces historicistas sobre la evidente humillación de género, sobre la simbólica amputación de su feminidad, de su sexualidad… “Históricamente, los hombres siempre se han sentido muy cómodos rapando a las mujeres, una manera de ejercer su poder de marginar, castigar, desexualizar, despojarlas de su identidad. Pero cuando las mujeres lo han hecho por motu proprio, como Juana de Arco, los varones sencillamente han enloquecido, explotado”, explica la escritora y especialista en estudios religiosos Ulrike Wiethaus.

Britney Spears lo vivió en carne propia, y sufrió el escarnio público, que la tildaran de loca, cuando una década atrás decidió afeitar la blonda cabellera a cero. Nadie consideró entonces que pudiera estar expresando su independencia, que aquello fuera un grito de libertad. Cuando Natalie Portman se deshizo de su bonitilla melena para protagonizar V de Venganza, la pregunta del millón fue una, y una sola: “¿Cuán traumática fue la experiencia?”. Por fortuna, lejos parecieran haber quedado esos tiempos; finalmente, ya nadie presume que la actriz Kristen Stewart, la modelo brit Cara Delevigne, u otras jóvenes influyentes como Zoë Kravitz, Amandla Stenberg, Amber Rose, han perdido la razón por mostrarse chochas de contentas con sus cortes al ras. “Es una sensación maravillosa”, ofreció al respecto KS; “es una de las cosas más liberadoras que he hecho”, expresó CD. Y aunque siguen las firmas, no deja de ser cierto que raparse por decisión personal es, en la mujer, un acto subversivo; es sacudirse emblemas estereotipados, patriarcales de feminidad. Tan extendidos en el tiempo que hasta Santa Rosa de Lima en el 1500s optó por cortarse los cabellos para evitar la insistencia de indeseados pretendientes. 

Y aunque el gesto puede encontrarse incluso en la Antigüedad, cuando egipcias de alcurnia afeitaban su cabeza como condición sine qua non para calzarse sus pelucas, símbolo de elegancia, el sentido moderno es fuerte, y otro: reclamar el control del cuerpo propio, expresarse cómo venga en gana, desestabilizar nociones tradicionales de belleza, abrazar la androginia, manifestar su disconformidad por el encorsetado binarismo de género, revaluar criterios normativos de seducción o, incluso, identidad. Algo que las muchachas mencionadas encarnan sin pruritos, aunque no sean las primeras en hacerlo, ni hablar… 

La reina rompedora Grace Jones hizo lo propio en los 70s, y según anota en su libro de memorias I’ll Never Write My Memoirs (2015), “afeitarme me llevó a tener su primer orgasmo”. Escribe también que adoraba el look porque la hacía lucir amenazante, intimidante, “dura en un mundo suave”. Y suma líneas del tipo: “La cabeza rapada me hacía parecer más abstracta, menos atada a una raza, a un sexo específico, a una tribu. Era negra, pero no era negra. Era mujer, pero no era mujer. Era norteamericana, pero jamaiquina. Era africana, pero ciencia ficción”. Y en la línea pop precursora, no puede faltar otra pelona notable: la controvertida Sinead O’Connor que, según cuenta el cuento, corrió a rasurarse la sesera cuando su discográfica le solicitó que luciera más femenina vistiendo polleritas cortas y melena larga. Acto seguido, adiós, pelo, adiós.  

Resulta por lo menos paradójico que mientras el resto de la anatomía femenina ha devenido menos y menos peluda -en pos de los mandatos beauty, sobra aclarar-, las mechas largas perseveran como look obligatorio (¡sobrados! ejemplos brinda la tevé local). Como si la fuerza, el poder, la belleza de la mujer fueran a evaporarse por contar sus trenzas… Demasiado Sansón, muy poca Furiosa. A tomar nota del cine sci-fi que, en sus brincos hacia el futuro, ha regalado heroínas más ocupadas por salvar el mundo que por aplicar tratamientos capilares reparadores, protectores, hidratantes. Para interpretar a su memorable personaje en la posapocalíptica Mad Max: Fury Road, fue la propia Charlize Theron la que acabó convenciendo al realizador George Miller que lo ideal era raparse la bocha. Y nadie olvidará a ese tesorito intergaláctico que torció la historia del cine al estelarizar la saga Alien, Sigourney Weaver en el rol de Ellen Ripley, rapadísima en la tercera entrega por sugerencia de David Fincher. 

“A la mierda con Hollywood, con su propaganda, con los estereotipos”, alza la voz la actriz Rose McGowan, que añitos atrás se deshizo de su “brillosa melena Barbie” (sic). “Una planta en mi cabeza”, define sobre las lustrosas mechas que dejó atrás a pesar de la recomendación de su agente (“Sin pelo, los tipos no van a querer acostarse con vos; y si no quieren acostarse con vos, menos te van a querer contratar”). “Raparme fue un grito de batalla, pero sobre todo una respuesta a la pregunta que tanto me hacían y que tanto odiaba: ¿Cortaste con alguien? Sí. Corté con el mundo. Y vos también podés hacerlo”, arenga hoy con orgullosa convicción.