Luego de la elección de Emmanuel Macron como presidente de la República, los medios se extasiaron de admiración ante la “novedad” de su programa. Al dejar atrás el clivaje entre la derecha y la izquierda, él traería la solución a los bloqueos eternos de la sociedad francesa. La República en marcha sería así la portadora de una revolución democrática capaz de liberar toda la energía de las fuerzas progresistas hasta ahora amarradas por los partidos tradicionales. 

Es, a pesar de todo, bastante paradójico presentar como remedio de la profunda crisis de representación que afecta las democracias occidentales, precisamente al tipo de política que está en el origen mismo de esta crisis. Pues ella resulta de la adopción, en la mayor parte de los países europeos, de la estrategia de la tercera vía teorizada en Gran Bretaña por el sociólogo Anthony Giddens y practicada por el New Labour de Tony Blair.

Al declarar obsoleto el clivaje derecha-izquierda, esta estrategia preconiza una nueva forma de gobierno denominada “centrismo radical”. Según Tony Blair, los viejos antagonismos habrían desaparecido –“No- sotros formamos parte de la clase media” afirmaba–, y su modelo de la política habría devenido caduco. Ya no habría más una política económica de derecha y una de izquierda, sino una “buena política” y una “mala política”. Esta perspectiva “post-política” se fundaba en la famosa TINA (There Is No Alternative) de Margaret Thatcher, la convicción de que no habría alternativa a la globalización neoliberal.

La tercera vía de Blair, luego de ser bien recibida en Alemania por Gerhard Schröder y su Neue Mitte (“nuevo centro”), fue adoptada progresivamente por la mayoría de los partidos socialistas y social-demócratas, que se definirían a partir de entonces de centro-izquierda. Es así que se estableció en Europa un consenso hacia el centro que, al borrar la frontera entre la derecha y la izquierda, privó a los ciudadanos de la posibilidad de escoger, durante las elecciones, entre proyectos diferentes. 

Esta ausencia de alternativas se encuentra en el origen de muchos de los problemas con los que nos enfrentamos hoy: el descrédito de las instituciones democráticas, el crecimiento de la abstención y el éxito creciente de los partidos populistas de derecha. Éstos, al pretender que le devolvieran al pueblo el poder confiscado por las élites, han logrado implantarse con estabilidad en muchos países. En cuanto a la social-democracia, este corrimiento hacia una posición de centro derecha le ha resultado fatal: entraron en crisis en casi toda Europa.

Sin embargo, como sabemos después de Maquiavelo, existen en la sociedad intereses y posiciones irreconciliables, y no alcanza con negar esos antagonismos para que estos desaparezcan. El objetivo de una democracia pluralista no es tanto el de llegar a un consenso, sino el de permitir que se exprese el disenso gracias a las instituciones que lo ponen en escena de una manera “agonística”. En la lucha agonística, los oponentes no se tratan como enemigos sino como adversarios. Ellos saben que hay cuestiones sobre las que no podrán ponerse de acuerdo, pero respetan sus derechos respectivos a luchar para ganar su espacio. El rol de las instituciones democráticas consiste entonces en proveer el marco para “oponerse sin masacrarse”, como lo subrayaba el antropólogo Marcel Mauss.

En la tradición republicana, la oposición entre la derecha y la izquierda es la manera de darle forma a la división de la sociedad. La democracia pluralista es el lugar de una tensión entre los ideales de la igualdad y la libertad, tensión que debe ser constantemente renegociada en la confrontación agonística entre la derecha y la izquierda. Es a través de ella que se puede expresar la soberanía popular, que es uno de los pilares del ideal democrático. Es ahí en donde se encuentra aquello que se pone en juego en una auténtica política democrática.

Si se puede afirmar que hoy vivimos en sociedades “post-democráticas”, es porque, junto con la hegemonía neoliberal, la soberanía popular ha sido privada de su campo de realización. El consenso post-político sólo da lugar a la alternancia de poder entre la centro derecha y la centro izquierda, ambas al servicio de los dictados del neoliberalismo. Todos los partidos que no aceptan este escenario son reenviados a los “extremos” y acusados de poner a la democracia en riesgo. Emmanuel Macron ubicó esta lógica aún más lejos y su supuesta “novedad” consiste simplemente en evacuar la apariencia de confrontación que existía antes con el bipartidismo.  De ahora en adelante, es la posibilidad misma de la confrontación la que es rechazada con la desaparición de la distinción entre la derecha y la izquierda. Es verdaderamente la fase superior de la post-política.

Pero como no hay política sin frontera entre un “nosotros” y un “ellos”, ha tenido que construir una diferencia entre “progresistas” y “conservadores”. Esta frontera no instituye una relación de orden político entre adversarios; al introducir un impasse entre las configuraciones de poder, ella sirve para descalificar las diferentes formas de oposición al asimilarlas bajo un mismo vocablo, el de “conservadoras”. Emmanuel Macron se permite así despreciar como “conservadores” al gran número de franceses que se oponen a su política y de ignorar las reivindicaciones de la “Francia de abajo”.  

Que una tal política conduce inevitablemente a la revuelta de las categorías populares no parece inquietarlo. Como no pretende de ninguna manera representarlas no le importa haber logrado la mayoría absoluta sobre la base de solo 15% de los inscritos y con una abstención del 57 %, algo nunca visto hasta ahora.  Eso es lo que parecen olvidar todos los que celebran esa nueva mayoría que presentan como la expresión de un verdadero cambio democrático. El hecho que haya muchas mujeres y personas de la llamada “sociedad civil” no indica un real avance democrático ya que todos proceden de las franjas superiores. Además, deben su elección a Macron y van a ser muy dóciles. El llamado “cambio” no es más que un “recambio”. Se trata de renovar el personal para que todo siga igual. Estamos en realidad frente a una regresión democrática. Ya se anuncia en el hecho de que, a pesar de haber obtenido, gracias al sistema electoral francés 75% de los diputados en el parlamento, Macron se está preparando para imponer su programa por decretos (ordonnances) y así implementar lo más pronto posible medidas rechazadas por la mayoría de la población, como la reforma del estatuto del trabajo y la constitucionalización del estado de urgencia. Afortunadamente la France Insoumise ha conseguido un número suficiente de diputados para crear un grupo parlamentario que, bajo la dirección de Jean-Luc Melenchon va a ser capaz de hacer oír una voz diferente. Será dura la batalla contra la profundización del neo-liberalismo en Francia. Pero con 64% de los jóvenes que no fueron a las urnas existe un potencial de resistencia que permite esperar un verdadero cambio en cinco años.

* Traducción de Agustín Lucas Prestifilippo.