Hay una contradicción casi poética entre la preocupación de Ricardo Bartís de que otras esferas de la vida social, por ejemplo la política, le roben propiedad al teatro, y su inconsciente y continuo mecanismo de empezar hablando de teatro y disparar para otro lado, por ejemplo la política. Es como si para él el teatro inevitablemente deviniera, o tomara elementos de, pero las otras áreas de la construcción de sentido tuvieran que mantenerse al margen de apropiarse de aquello que por derecho le pertenece al arte de las tablas. ¿Capricho de creador? ¿Conservadurismo? No parece ser su caso. Lo que se advierte es más bien una necesidad imperiosa de que se acabe con aquella creencia frecuente de que “todo es teatro”, porque “si todo es teatro, nada es teatro”. Y porque si nada es teatro entonces su paso por el mundo pierde sentido, puesto que hace tres décadas que dedica su tiempo y su espíritu entero a esa actividad. 
Convertido a fuerza de trabajo en uno de los teatristas –director, dramaturgo, pedagogo, pensador– más relevantes de la escena nacional, sin embargo, no es sólo por supervivencia personal que Bartís piensa de ese modo. El “éxito” propio, su prestigio personal, de hecho, parecen no quitarle el sueño. O sí, pero no en detrimento de otras cosas, tales como la convicción de que lo que está haciendo esté “bien”, más allá de la respuesta de otro. El temor “a que se debilite el territorio del lenguaje teatral” responde también a un conocimiento cabal de la actividad, pero fundamentalmente a la observación: Bartís ve los fines para los que, por ejemplo la política, utiliza “las gramáticas de lo teatral”. Y por eso no lo puede aceptar. 
Pero así y todo no puede escaparle a la comparación –allí su contradicción algo desbalanceada—, y entonces cuando PáginaI12 le pregunta por Hambre y amor, la obra que tiene en cartel y una versión de Hedda Gabler, del noruego Henrik Ibsen, el director del 
Sportivo Teatral dice que es “como la Argentina”: “Tan contradictoria y con fuerzas tan enfrentadas y opuestas que no puede escapar de la necesidad de repetirse de manera negativa, de modo que de tanto en tanto termina en la lona, como ahora”, dispara el autor de Postales Argentinas, El Box y La máquina idiota, entre muchas otras emblemáticas obras de la dramaturgia nacional. 
Protagonizada por actores entrenados y salidos del teatro–escuela de Palermo, Hambre y amor es una especie de prueba y revancha. Prueba porque para el mismo director la obra en la que se inspira es “mala”, y “con muchísimos problemas desde el punto de vista escénico”; revancha porque el proyecto original de Bartís fue estrenarla hace diez años, pero en ese momento no lo hizo porque sintió que no estaba obteniendo los resultados que esperaba. 
“Uno no siempre elige lo que quiere cuando trabaja, aunque en lo aparente esté eligiendo con total libertad. Pero pienso que tampoco hay que estar siempre tan enamorado del material, porque si no se cae en lo mismo que Hedda Gabler, que siente que debe ser y sentir algo excepcional. Uno puede tomar a un espectáculo como parte de algo más totalizante”, dice Bartís sobre la obra de Ibsen, que muestra a una joven aristócrata hija de un capitán que se casa con un hombre al que no ama y que ha sido descripta como “una mujer obsesionada con el aburrimiento en que naufraga su vida”.
–¿Por qué Hedda Gabler y por qué ahora sí y antes no? 
–Quizás porque de la convicción de que su propia naturaleza no parece ser la materialidad más apta para los actores del Sportivo, sale la pregunta y el desafío de si se puede convertir en un material de mayor teatralidad. ¿Esto es un clásico? ¿Cuál es la relación que uno debe establecer con ese ornamento? ¿Lo debe aceptar como tal y rendirse frente a que ahí hay una esencialidad que si no se logra capturar lo deja a uno afuera de cierta normativa? Creo que ese era el trabajo, el de intentarlo. Por otro lado, hace diez años éramos otro grupo de actores, otro grupo de personas, incluyéndome. No obtuvimos los resultados que esperábamos y no encontramos la forma de resolver algunos problemas que la obra plantea. Ahora es otra etapa del trabajo. Entendimos la necesidad de un ritmo, de un tono. Ninguna de las razones es muy clara pero ahí están. 
–¿Por qué dice que la obra es mala? 
–Porque es teatralmente limitada, y lo pienso después de trabajar mucho tiempo sobre ella e incluso ahora, que logré sacarme la espina de aquel estreno que no fue. Está muy bien escrita y es una obra que en su momento adquirió un lugar relevante en el canon del teatro occidental, eso es cierto. Es un aporte fundamental a la literatura teatral, pero no al teatro, al campo escénico. Desde ese punto de vista la obra produce muchísimos problemas porque hay demasiada información y poca situación. Es una obra que si se hiciera tal cual es duraría tres horas. La información está totalmente encadenada como si fuera una novela policial: se cuenta esto acá para que después se vincule con todo esto de allá. Pero todo lo importante sucede afuera, adentro no ocurre nada. Eso es difícil a la hora de llevarla a escena. 
–¿Ahora le gusta lo que consiguió, más allá de creer haber superado los problemas? 
–Hay un momento en el que uno se mete tanto en el trabajo que no hay nada más. Eso antes no ocurría, no terminaba de entusiasmarme. Ahora sí, y no es poco. Me entusiasmé con las dificultades de aquello que probamos, más allá de reconocer avances manifiestos en nuestros procesos. 
–Bueno, pero debe haber algo más que sólo entusiasmo, de lo contrario tampoco hubiera estrenado ahora…
–Desde luego, si no creyéramos que está bien no lo mostraríamos. Yo creo que hay cierta ética en el teatro, vinculada a si algo tiene derecho a mostrarse, a intercambiar discusión. Creo en eso, en el derecho a mostrar, en la ética de hacerlo. Si no es puro narcisismo. Como estamos en una época que propicia lo idiota porque cualquiera se fotografía y se enuncia y otros dicen que eso les gusta y así, uno le pediría al teatro, sobre todo al alternativo, que se sustraiga de eso y que se muestre sólo cuando está bien hecho. Claro que tampoco es tan grave equivocarnos en nuestra actividad, sobre todo pensando que hay tantos hijos de puta en este país que hacen cosas horrorosas y que causan el dolor de muchos de nuestros compatriotas. Pero uno sufre mucho cuando se equivoca. 
–¿A qué se debe la elección del título, Hambre y amor?
–Es lo que no hay. Es una clase que no tiene hambre de la nuestra, porque si la tuvieran no podría reflexionar sobre otra cosa que ella misma. Es una sociedad que puede demandarse en su tiempo libre acontecimientos que la entretengan, que le den carácter, que le produzcan felicidad. Por otro lado, no aman de manera profunda y los que aman, aman mal. Los vínculos con los otros son más de inquietud, de sospecha. Lo mismo su sexualidad, que es muy primaria. Es una sociedad muy vacía, muy autorreferencial, que muy difícilmente se escuche a sí misma y se pueda ayudar.
–Es curioso: pese a que la mayoría de las lecturas sobre la obra reposan en lo psicológico, usted tiene una mirada más sociológica.  
–Es cierto, porque en general Hedda Gabler es tratada como un carácter. Pero yo he visto distintas versiones en teatro y cine bajo esa mirada y me parecieron siempre enormemente aburridas. Para mí la obra es una metáfora sobre una clase social que solo puede entenderse en término de mercancías, de intercambios; una sociedad siempre arrojada al aburrimiento, al no saber qué hacer, a no encontrar sentido, a estar obligada a nombrarse. Hedda Gabler es como la Argentina, tan contradictoria y con fuerzas tan enfrentadas y opuestas que no puede escapar de la necesidad de repetirse de manera negativa, de modo que de tanto en tanto termina en la lona, como ahora. 
–¿Lo dice por el gobierno actual?
–Excede el problema Macri, en realidad. A mi entender es mucho más complejo. Es más constitutivo, tiene que ver con la democracia, con la civilidad argentina. Si hubiera elecciones hoy gana Macri de nuevo, pese a sus once meses. Ahí hay una decisión casi suicida de un segmento social que va hacia eso. Y también una muestra de cómo el poder real, la política, hace que todo esté legitimizado, que todo tenga validez. No importa si el colectivo es real, lo que importa es que el colectivo circule en las gramáticas de lo social. Que la gente acepte que no es necesaria la experiencia del colectivo, que todo es pura construcción. Si desde el poder se enuncia eso, entonces el teatro queda muy debilitado, en principio porque viene a sumar a la idea de que todo es teatro y que cualquier experiencia humana es posible de ser teatralizada. 
–Usted había dicho en una entrevista que Cristina Fernández de Kirchner era la mejor actriz del país. ¿Cree entonces que Macri es mejor en el sentido de que mucho en su gobierno es una puesta en escena?
–Macri es un actor que depende exclusivamente del texto. No es un actor inteligente, es muy limitado. Nunca podría hacer personajes de gran envergadura porque si bien el que representa ahora es supuestamente importante, el de presidente de la Argentina, su apuesta es por una construcción del mundo menor y reducida, basada en convenciones, en la hipocresía, en la mentira. De todos modos sostengo que no hay que pensar tanto en Macri, como no habría que haber pensado tanto en Cristina, aunque por supuesto que ella es infinitamente más inteligente y tiene la capacidad de vincular elementos abstractos y de organizar discurso. Lo que hace falta es un pensamiento más amplio sobre lo social.  
–¿Entonces no le gusta que la política haga uso de los recursos teatrales?
–Por supuesto que no. Me molesta mucho cómo en los últimos años se apropiaron de nuestros términos, por ejemplo, algo en lo que el progresismo tuvo mucho que ver. Términos como “actores sociales”, “escenario político”, esas son todas palabras que pertenecían a nuestra nomenclatura. Y me molesta porque no es que con eso hacen algo. No. La política no hace más. Los políticos sólo anuncian cosas y ya no hacen. Todo es autorreferencial, es un culto a sí misma. Los políticos pasean por la televisión y siguen sin hacer nada. Son totalmente inútiles pero no en términos ideológicos sino operativos. A Macri no le interesa la política, a su proyecto tampoco. La ven como un elemento que entorpece.
–¿Y cómo hace, entonces, frente a tal amenaza, para proteger la “esencialidad” de lo teatral en sus puestas?
–La belleza es un elemento determinante de lo teatral, algo que me preocupo por no abandonar. No sé bien qué digo cuando digo eso, pero tiene que ver con la búsqueda de un elemento lo suficientemente radiante y cautivamente para entrar en conflicto con una noción burda y grosera de lo visual. Se trata de evitar la vulgaridad, el debate de Hillary Clinton y Donald Trump. Esas imágenes de una maestra jardinera ya entrada en años con las nalgas sumamente apretadas para mantener el supositorio y un monstruo colorado, con una especie de peluca, vestido para la ocasión. Un nivel de retroceso que sigue dando cuenta de la posibilidad del decaimiento de lo humano. Frente a eso me preocupo porque mis espectáculos sean lindos, bellos, que den ganas de verlos, sin que eso impida que la actuación vibre, claro. Justamente: que la belleza funcione como soporte para la actuación, que me pueda apoyar en eso. Lo bello como principio ordenador. 

Hambre y amor se presenta en Sportivo Teatral, Thames 1426.


Para anotar en la agenda

Hambre y amor está protagonizada por Carolina Faux, Micaela Rey, Jada Sirkin, Claudia Cantero, Leonardo Martínez y Pablo Díaz. El vestuario es de Leonel Elizondo, la música de Manuel Llosa y el diseño gráfico de Sebastián Mogordoy. Además de la dirección, Bartís se ocupa del espacio escénico. La asistencia de dirección está a cargo de Clara Seckel y Damián Smajo. La obra se puede ver viernes y sábados a las 21 y domingos a las 20 en el Sportivo Teatral, Thames 1426, hasta el 4 de diciembre. En marzo retomará funciones en una nueva temporada.