A las seis de la mañana, el francés ya está en el mercado central. Conocido por los puesteros, elige las verduras, carnes y frutas que carga en el utilitario y las lleva a su casa. Descarga uno a uno los cajones con su único brazo, fuerte y apergaminado de cicatrices. Los acomoda en la despensa y con una habilidad adquirida en años de entrenamiento, comienza la rutina de fraccionar, limpiar, picar y hervir; luego cocina granos y arroces y prepara salsas. Distribuye la comida en bandejas descartables según el listado diario. A las once tiene todo listo e inicia el reparto de las viandas. Regresa, come lo que ha dejado previsoramente en ollas y sartenes y después de un cigarrillo duerme un par de horas. Por la tarde, prepara los postres que entregará al día siguiente.

André Gaumet llegó a Buenos Aires a principio de los setenta. Había estudiado cocina en París y enseguida se asoció al dueño de uno de los viejos carritos de la costanera, devenido en restaurante y anexado a uno de los boliches bailables de moda en esa época.

Rápidamente sus platos fueron conocidos y la tartiflette, una exquisita cazuela preparada con el verdadero queso reblochon, le dio pronto fama al restaurante. Turistas adinerados, políticos, personajes de la farándula y del jet set local se daban cita en el local frente a una tartiflette.

Una noche recibieron en el restaurante a una familia de japoneses; llegaron en una limosina blanca, custodiados por dos coches negros. Un hombre pequeño, de edad incierta, de aspecto sereno y serio se bajó primero. Le siguió su esposa, con un kimono de seda verde agua, con pequeños bordados de pájaros y flores, y finalmente las cuatro hijas, casi iguales: el cabello negro y lacio, el flequillo corto, vestidas con minifaldas y botas blancas. Se ubicaron en la mesa ya reservada, a un costado del salón, y por supuesto, comieron el plato de la casa. Al finalizar pidieron felicitar al chef. André se presentó y recibió los austeros halagos del japonés, saludó a la familia y cuando le presentaron a la mayor de las hijas, los ojos de Sayuri quedaron enganchados a los suyos. Volvió a la cocina. No pudo dejar de mirarla. Mientras, ella hacía lo mismo. Sintió aquello en lo que nunca había creído: un flechazo de amor. Desde la puerta de la cocina mantuvo su mirada en esa joven que acababa de conocer, seguro de haber recibido esa señal que los conectaba, que los hacía resonar a ambos en una misma frecuencia.

Con un gesto calculado, la joven se disculpó con el padre para ir a los baños y André la interceptó en la escalera. Se paró frente a ella y la miró a los ojos. Le tomó la mano. Fueron unos segundos en los que ambos, sin hablar, se enviaron miles de mensajes. La escena terminó cuando se aproximó uno de los custodios, lo que hizo que Sayuri siguiera su camino y el chef volviese a la cocina. Aunque lo intentó, el francés ya no pudo concentrarse en los platos. Ella ya ocupaba todo su universo.

La semana siguiente se las arregló para averiguar en qué hotel se alojaban y se acercaba allí diariamente sólo para verla. Con la complicidad de las hermanas, lograron encontrarse una vez en un shopping al que habían ido las cuatro. Las manos de Sayuri se estrecharon a las suyas con el mismo calor de un abrazo de amantes y sus miradas se dijeron del deseo compartido. En ese momento, el chofer que las esperaba afuera, los vio a través de la vidriera. El joven se escabulló entre los exhibidores y las chicas salieron casi corriendo. No hablaron durante el viaje de regreso al hotel.

Esa noche, como todas, el francés fue el último en dejar el restaurante. Estaba cerrando la puerta cuando dos enormes roperos japoneses lo empujaron a la cocina. A paso lento, el padre de Sayuri los siguió. El miedo dejó a André sin habla. De nada valía argumentar, sabía de qué se trataba. Ante un gesto del mafioso, sus secuaces tiraron los platos que estaban sobre la mesada y lo acostaron allí; mientras dos lo sujetaban de los pies, otros lo hacían de los hombros, y el más corpulento, le extendió el brazo derecho sobre el borde de la mesada. Tras otro gesto, uno del grupo, que había quedado más atrás, le entregó algo que André no alcanzó a ver, hasta que la vio brillar frente a sus ojos: una katana, sostenida a lo alto, por el oso japonés. El pánico apenas duró lo que tardó la hoja en caer y cortar su antebrazo. No sintió dolor, pero se desmayó. Fue lo que él dijo a la policía semanas después.

Cuando recobró el conocimiento, hacía más de un mes que estaba en el hospital. En las noticias que después leyó, se decía que la explosión de los tubos de gas, que estaban fuera del local, lo había arrojado al parque del predio, sobre unas plantas que habían amortiguado la caída. No había muerto desangrado porque el fuego del incendio le había cauterizado gran parte del corte, pero estuvo a punto de morir por las graves quemaduras.

El tratamiento fue largo y doloroso. Su cuerpo joven y la atención de los médicos hicieron que se recuperara. El seguro pagó algo al dueño del restaurante, pero André quedó sin un peso. Los años que siguieron se llevaron sus ahorros en rehabilitaciones, auto injertos y nuevas operaciones.

Ya anciano, vive solo y cocina otra vez para otros, ahora llenando luncheras rotuladas: celiaquía, hipertensión, colesterol.

Hoy es domingo y se dará el gusto con que cada año recuerda el día que conoció a Sayuri. Saca de la heladera el reblochon para que tome la temperatura ambiente, y comienza a pelar las papas.

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