Por la mañana había soplado norte, pero al mediodía el viento cambió y ahora el humo se estancaba en la base del paredón. Victoria clavó con furia el azadón entre las piedras sabiéndolo un trabajo inútil: el monocultivo había ahogado el suelo fértil y, por más que lo removieran hasta China, seguirían encontrando tierra estéril y seca como las ubres de una vaca muerta. Se hacía difícil respirar. Decidió parar un rato. Cubriéndose del sol con una mano y en puntas de pie, estiró el cuello con la cara hacia arriba buscando el aire más liviano, que encontró igualmente inmundo. En lo alto distinguió las siluetas de los pocos guardias que a esa hora custodiaban el lado sur de la Ciudad Nueva. Cada vez eran menos, como ellos.

-¡Eh, José!- gritó uno de los uniformados; lo conocía, se llamaba Mario.

Victoria se secó el sudor de la frente con el antebrazo y de la cantimplora bebió un poco de agua; estaba caliente, pero servía para calmar el ardor de la garganta. Miró al hombre que aguantaba en su cama desde hacía ya dos años devolver con aspavientos el saludo al guardia, como si hubieran sido grandes amigos.

Idiotas, masculló, y retomó el trabajo.

El camino parecía bañado en harina, el polvillo se elevaba a cada paso con el impulso de los borcegos y enseguida caía, pesado como una lluvia tosca, sobre la huella de suela gastada. Victoria sintió un calambre en el pie derecho; se detuvo y trató de extender los dedos agarrotados en la puntera estrecha del botín. Buscó apoyo en el tronco cadavérico de un sauce y la corteza le quemó las manos. El dolor nuevo le hizo olvidar el anterior. Recordó ese mismo árbol vivo; y que en las orillas había crecido un pasto muy verde. Recordó las flores y la escarcha de los inviernos. Una gota de sudor le serpenteó desde la sien hasta los labios y el sabor agrio la devolvió al paisaje de cenizas y muerte. Sopló suave en la mano ardida y siguió caminando.

Todos los hombres de la ciudad vieja se habían presentado a las mesas de admisión durante la campaña de reclutamiento; había pocas vacantes y Mario fue uno de los seleccionados. El trabajo consistía, fusil en mano, en mantener afuera a sus antiguos vecinos. Y quién podría acusarlo de nada, si todos ansiaron estar en su lugar. Ahí arriba le tocaba respirar el mismo veneno que los demás; pero los suyos estaban adentro y no importaba nada más. Desde la torre alcanzaba a ver el caserío viejo, al otro lado del cañadón que alguna vez fue río. Todo era polvo y hollín. En primavera volvería el verde. Pero ahora era fuego y columnas de humo hasta donde llegaban sus ojos.

A su espalda, la gran cúpula espejada de la Ciudad Nueva reflejaba con violencia el sol de la media tarde.

Victoria arrojó la mochila sobre la mesa; desanudó el pañuelo que le servía de tapaboca y volvió a atárselo en la cabeza, como una vincha. Tenía la trompa blanca; el resto de la cara era de un color pardo indefinido, mezcla de tierra y hollín. Se asomó a la pieza y vio que Magda dormía. Volvió a la sala y se sirvió un vaso de agua. Estaba tibia. Toda la casa parecía cubierta por una capa blanquecina, rendida desde hacía tanto tiempo ya al polvo y al humo; olía a brasa mojada. Se sentó a la mesa mirando la nada. Anochecía.

Verónica levantó la mesa, tiró los restos de la cena y dejó la vajilla sucia en la cocina. Una locutora, sonriente, anunciaba en la TV el cronograma de atractividades del martes para los residentes de la Ciudad Nueva. Los pertenecientes al grupo B debían asistir a primera hora a los puestos de Coordinación y Gerencia, luego al gimnasio, más tarde al Instituto de Capacitación Permanente y, por último, regresar a sus casas a las 20, salvo los que contaran con cartillas de entretenimiento, a los que se les permitía asistir a las funciones de cine o teatro hasta las 23; a los del grupo C les habían destinado los puestos de Distribución y el resto del día similar a los B; para los D y los E la asignación de tareas quedaba sujeta a las necesidades de los B y de los C; les informaban, además, que la semana próxima sería la función mensual de cine destinada a quienes hubiesen alcanzado, por sus méritos, el beneficio del entretenimiento. Para los del sector A y F nunca había anuncios; para los unos, porque eran los que establecían las normas y ninguna de ellas los alcanzaba; para los últimos, porque la única y permanente actividad consistía en la vigilancia fronteriza. Verónica se sentó frente al televisor y miró sin ver a la bella presentadora. Antes, a esta hora, pasaban la novela, pensó. Mario salió del baño, le dio un beso en la frente y volvió al muro a trabajar; empezaba el segundo turno.

-Mami, ¿alguna vez vamos a poder entrar, como dice José? -preguntó Magda; acariciaba a Crenchas, que dormitaba sobre su regazo.

Victoria la miró tratando de sonreír. Le respondió que sí, como siempre; pero ya estaba harta de mentirle y de mentirse; jamás entrarían a la ciudad. Y aun si lo lograran, el glifosato que corría por sus venas, más temprano que tarde, las terminaría matando. Qué estúpida esperanza le impedía acabar con todo de una buena vez, entonces; por qué seguía trabajando para los ricos de la cúpula. Creció con la convicción santa de que mientras hubiera vida habría esperanza. Pero Dios hacía rato que había renegado de ellas. ¿Dónde estaba Dios? Cuando por las noches miraba las llamas que lo quemaban todo una y otra vez se daba cuenta de que para ellas sería imposible una recompensa del cielo, porque ya estaban en el infierno. Pero Magda qué culpa tenía de nada, si era un ángel. Le acarició el cabello. La niña crecía; podía notar las diferencias de cada día, la mirada menos infantil, las caderas redondeándose, el pecho buscando alzarse debajo de la blusa sucia; y sabía que José también lo notaba.

El perro despertó de golpe e irguió las orejas. Saltó hacia la puerta; se detuvo y olisqueó expectante el resquicio contra el piso. No ladró.

Victoria se asomó a la ventana; a lo lejos, hacia el este, se veía la eterna línea incandescente; hacia el norte, las luces de la Ciudad Nueva. Y frente a ella, la sombra furtiva del hombre que cruzaba el patio y se alejaba velozmente de la casa.

-Quién está afuera, mamá, ¿José?

Corrió la cortina y regresó al sillón; se sintió extrañamente liviana.

-No era nada, linda; a lo mejor el viento.

Cerró los ojos y se durmió con la hija en brazos.

José se pasó una mano por la cara, la sintió áspera. Le raspaba el alma, también; se sabía cobarde y miserable. Pero estaba harto del lastre y la espera. Una ráfaga de viento le trajo un lejano aroma como de lluvia y sexo nuevo. Miró hacia el horizonte. Ni una nube. Una fantasía, se dijo; un engaño más del deseo que intentaba retenerlo.

Cuando creyó que nadie podía verlo, salió del escondite y corrió hacia el muro; comenzó a treparlo por las huellas que habían marcado otros que habían intentado cruzar antes que él. De golpe, todas las luces vigías se encendieron y el guardia de la torre, sin mediar advertencia, comenzó a dispararle al bulto que ascendía. Siguió disparando contra el cuerpo caído hasta descargar por completo el fusil.

 

Otra vez el humo se estancaba contra el muro. Victoria se arremangó la camisa, secó el sudor de la frente con el antebrazo y bebió un sorbo de agua caliente. Miró hacia lo alto y lo vio a Mario, en la torre; le habían concedido el beneficio de unos anteojos para el sol; parecía contento con el premio, sonreía como si moviera la cola. Idiota, pensó; tosió y clavó con furia el azadón entre las piedras; removió la tierra, brillaron al sol los casquillos huecos de las balas; levantó el filo y volvió a golpear.