A R. Snaubar. i.m.

Los que lo conocían le decían el Jeque, por su origen palestino. Había nacido en esa tierra con ilustre fundamento de mito y de historia, tierra atravesada por los avatares de pueblos dispares, asirios, babilonios, persas, macedonios, y los omnipotentes romanos que le dieron el nombre: Palaestina, tierra de los filisteos donde transcurre la mayor parte de la narración bíblica. Tierra ocupada por los árabes y los cruzados, por los turcos, por los colonialistas ingleses que decidieron que albergara al pueblo Hebreo. Tierra de límites imprecisos, ya que los hombres, sin importar a qué nación pertenecen, no vacilan en sacrificar la vida de las personas por un negocio inmobiliario.

En ese mundo atareado por las pretensiones propietarias de las potencias de turno, Adib Nadir Snaubar, guardaba de su madre, asesinada por una bala extranjera, una cajita de música y la convicción de no ceder en su deseo para ser feliz. Esa convicción le acarreaba una insistente contradicción, ya que solía enredarse en relaciones que parecían esenciales y que decepcionaban apenas consumadas, sin siquiera impulsarlo a cuestionar la condición de su deseo. La decepción, más que interrogarlo, lo asimilaba a sus congéneres que padecían de lo mismo y que lo convencían de que era un aspecto esencial de la condición del Ser.

Quizá… cuestionó ese convencimiento cuando fue conminando por su tía Lamya Snaubar a tomar una esposa para garantizarse el cuidado de su vejez, en Belén. A cambio, obtendría unas propiedades que ella pondría a su nombre. Sin demora, Lamya tomó contacto con un próspero comerciante de su conocimiento que tenía tres hijas. Adib Nadir quedó a sola con las tres, para conversar y decidir cuál elegiría. Eligió la segunda, sabiendo que, por una suerte de protocolo sobreentendido, debía elegir la primera. El padre, con un gesto incómodo preguntó: ¿No puede ser la primera? Adib resignó: Que sea la primera.

Cuando su tía, documentos legales mediante, cedió las propiedades, Adib Nadir llamó a la casa del comerciante y dijo que se retractaba del compromiso. No estaba dispuesto a ceder a la voluntad de nadie que quisiera imponerle una mujer pero, no tuvo en cuenta que las muchachas tenían hermanos, que responderían a ese insulto. Adib salvó su vida abordando a un barco que lo trasladó a Marruecos y después de un año, harto de usufructuar fruslerías en la plaza de Jemaa el-Fnna, se embarcó para Sudamérica y terminó en Rosario.

Una noche en que frecuentó un prostíbulo de la calle Riccheri, en pleno Pichincha, el azar modificó su destino inmediato. Intervino en un altercado entre unos clientes alcoholizados; el asunto no pasó a mayores pero Adib ganó la amistad de un hombre; un ex comisario de apellido Sotomayor quien, copas mediante, lo recomendó a la agencia civil de inteligencia de la jefatura regional. La época, plagada como siempre de conflictos políticos, lo ameritaba. Una de sus primeras tareas lo llevó a Chile y luego a Paraguay, donde tuvo lugar una experiencia siniestra. Por puro azar inconveniente, presenció la tortura de un militante por la policía de Stroessner; el hecho siniestro de por sí fue doblemente grave y Adib comprendió, después de unas noches sin dormir o de pesadillas funestas, que no seguiría en ese trabajo, sólo que no podía renunciar sin riesgos. Había visto algo ilegal, inconcebible, que los poderes ejercitan pero que no reconocen, algo indigno de la condición humana. Y para colmo, había comprendido que quienes lo ejecutan obedecen a un goce personal.

Adib, es importante decirlo, era un hombre muy alto y corpulento, cuya voz grave no permitía anticipar la imagen de un niño, sin embargo algo de un niño perduraba en él. Tal vez un cierto aire melancólico, la nostalgia de lo perdido, la perplejidad que le causaba el transcurrir del tiempo… A menudo se interrogaba acerca de su cualidad evanescente. ¿Cómo puede existir el pasado, si ya no es y el futuro si todavía no existe? Por qué decimos que el presente existe, si su razón de ser es dejar de existir. ¿Será que existe el tiempo sólo en cuanto tiende a no ser…? Abrumado por estos pensamientos sacaba su cajita de música y aspirando la laxitud de un porro, accedía a la ascensión de una imagen de mujer, levitando en el tiempo presente de su memoria. Madre musitaba complacido y progresivamente anulado por los intensos espirales del ensueño…

Apenas despuntó el alba, Adib se dirigió a su trabajo y presentó su renuncia. Argumentó que su tía, increíblemente longeva, lo reclamaba en su vejez… Argumentó que ese reclamo era atendible dado lo difícil que era, en Belén, sostenerse para una mujer sola, argumento que no parecía suficiente para la racionalidad que predomina en las oficinas de las fuerzas de seguridad. En alguna oportunidad, Adib había comentado las excelencias del Corán, esa revelación del ángel Gabriel a Mahoma, en la Noche del Poder, durante el Ramadán. Ese comentario se preservó en uno de sus jefes, un tal Pagano, para quien musulmán y terrorista estaban indisolublemente ligados. Pagano referenció los atentados a la embajada y a la Amia e impuso la convicción de que Adib era susceptible de una firme sospecha…

Pese a todo, la renuncia se aceptó y Adib al cabo de unos días, debió viajar a Palestina para justificar su renuncia. Había tomado un avión a Amán, capital de Jordania, y desde allí alquiló un coche para ir a Belén. Una emoción inesperada lo embargó cuando miró desde la ventanilla del automóvil, la tierra de su origen, el valle del Rift y tramos del antiguo Jordán peregrinando hacia el mar de Galilea. Sintió que penetraba, no sólo en un tiempo suspendido o desdoblado en narraciones míticas sino, en un espacio milenario transformado en una suerte de palimpsesto susceptible de descubrir una escritura verdadera, por la cual los hombres se matan reiteradamente, obedeciendo a una vana hierofanía… Sintió también un roce del agobio, al advertir el peso de lo imaginario sobre lo real, que impide la consideración de algo más digno de llamarse humano…sintió ante una imagen parcial y transitoria del Jordán, cuanto mejor era pasar inadvertido por la vida como una libélula sobre el río sin rizar el agua…

Desde el fondo de la tarde, la imagen de la ciudad progresiva en el paisaje se extendió. Imposible describir el periplo que Adib siguió al llegar a Belén; basta consignar que durante unos días, caminó por las calles contemplando los palacios y jardines, la blanca arquitectura predominante de los barrios, conversando con uno que otro transeúnte, como si buscase algo que faltaba… hasta que, el llamado del muecín al crepúsculo, liberó destellos de una angustia sorpresiva que lo sobrepasó… así que transfirió los papeles de la propiedad que había heredado, a la mujer que se ocupaba de su tía, que ni siquiera lo reconocía y decidió regresar a Rosario.

Por precaución y un resto de suspicacia hacia su último trabajo, había decidido pasar desapercibido porque presentía que una muerte probable se acercaba... No podía fundamentar por qué, pero era un presentimiento que desprendía de la red perpleja de acontecimientos que se sucedían, como guiados por fuerzas extrañas, que no se sometían a una razón determinada, ni a un sentido prefijado al modo de un destino. Entonces, algo ocurrió, algo inexplicable, algo que suele someter a la incertidumbre todo lo que sabemos. Mientras cruzaba Laprida hacia el este, hacia la plaza 25 de Mayo, un auto lo atropelló dándose a la fuga. Un círculo de rostros indecisos, atemorizados y perplejos de transeúntes lo rodeó. Adib alcanzó a murmurar. Siempre me vino bien que Rosario no fuese fundada…