Hay un dato en su biografía que funciona como metáfora involuntaria de su recorrido artístico: el lugar en el que Lisandro Outeda dio sus primeros pasos como actor fue demolido hace unos cuantos años. Su mamá trabajaba como actriz en la compañía del Centro Cultural Adrogué y él, que todavía era un niño, se sintió contagiado de las ganas de actuar. Ahí mismo, en la casona antigua de la zona Sur que dejó de existir tiempo después, Lisandro hizo sus primeros talleres de actuación, aprendió a vocalizar y algunos de los hitos fundamentales de la historia del teatro y empezó a formar parte de la compañía de chicos que hacía obras de teatro clásicas para otros chicos, sobre todo en vacaciones de invierno. Se encontró temprano con lo que le gustaba hacer, pero fue recién después de cruzar el Riachuelo –como le gusta nombrar su mudanza a Capital– que empezó a insistir con sus obsesiones para forjar un lenguaje propio, desplegado ya no solo mediante la actuación sino también a través de la escritura y la dirección.

Si este texto tomase como punto de partida algunos de los edificios que fueron importantes para Lisandro, habría que continuar contando, necesariamente, de la primera casa a la que se mudó ya sin su familia, es decir, la casa de la emancipación. “Alguien me avisó que se liberaba un cuarto en una casona del centro, la fui a ver: enseguida me di cuenta de que no solo me gustaba mucho para vivir, sino también para montar una de las obras que estaba pensando en hacer”, recuerda. El espacio le cerraba por muchos motivos: era un piso entero de muchos cuartos, perfecto para un site specific de recorrido, en el que distintos personajes contaban, en breves unipersonales o escenas de dos, historias vinculadas con el deseo o el sexo –que, sabemos, no siempre son conceptos coincidentes–. Especialmente para el último tramo de la obra, que narraba un caso de abuso en el seno del poder, la vista del enorme ventanal, directamente al Congreso de la Nación, resultaba casi escenográfico: un tributo de la realidad para la ficción. Fue ahí, entonces, que estrenó Enema de agua tibia y miel, que en septiembre vuelve a hacer dos únicas funciones, ahora en una casona de Almagro, el espacio La Virrey.

Ese interés por lo erótico que aparece de forma tan rotunda en esa obra, también se puede rastrear en las anteriores: no casualmente el primer trabajo que dirigió llevaba por nombre Deseo. Y se constata también en Ojos adentro, el unipersonal que escribió y dirige, y que protagoniza su gran amiga (y gran actriz) Rocío Domínguez. En la obra, que está haciendo sus últimas funciones en El Brío, una mujer joven se explaya sobre un don con el que ha nacido y en algún momento se vuelve una maldición: ver los morbos de las personas que se cruza, adivinar sus fantasías más íntimas. Puede entrar en la cabeza de sus suegros, enterarse de los deseos que tiene la gente que se cruza en la calle, saber con exactitud en qué está pensando su novio. El gran estigma de su superpoder se cae de maduro: a veces, saber demasiado puede volverse un problema. “Cuando hacía taller de dramaturgia con Ariel Farace, él solía decirme que siempre en mis textos había ‘algo erótico, medio calentón’”, cuenta Outeda. Confiesa que en ese gesto de habilitar zonas ocultas hay algo que le interesa, porque es como regalarle al espectador la sensación de que está viendo algo que no debería. “Esa invitación a espiar detrás de la cerradura, que siempre tiene en mayor o menor medida un universo de ficción, me parece que se potencia cuando aparece un componente tan vinculado a la intimidad: el espectador pasa a ser, medio sin querer, un voyeur”.

Aun con sus diferencias, podría pensarse que algo parecido sucede con el terror, otro género de la ficción que produce afectos y efectos muy rastreables en el cuerpo del espectador y juega con la idea de que –tal vez– sería mejor no haber visto eso que fuimos a ver. Quizá en este punto de encuentro se explique la inclinación de Lisandro por ese otro gran universo de temas, que una y otra vez se cuela en las obras que dirige o en las que lo invitan a participar como actor. Se probó en la dirección de un relato macabro con El susurro de los bosques, una obra lejanamente inspirada en Gritos y susurros, de Ingmar Bergman, con la que participó en la Bienal de Arte Joven 2017. Analía Couceyro vio en él a uno de los personajes-apariciones de Nada de carne sobre nosotras, el site specific que pone cinco cuentos de Mariana Enriquez en diálogo con las construcciones de distintos cementerios para reflexionar sobre el vínculo de los vivos con los muertos. Después de algunas funciones en Chacarita –y un posible regreso allí en septiembre, con fechas a confirmar–, sumado a un paso fugaz por el Cementerio Municipal de Rafaela, el elenco que integra Lisandro junto a Susana Pampín, Ariel Farace, Rocío Domínguez y la propia Couceyro viajarán al Cementerio de Azul, donde los cuentos de Enriquez harán su camino de sentidos tras la portada fastuosa del mítico arquitecto Francisco Salamone. El cuento que le tocó en suerte a Lisandro es “Fin de curso”, donde él cuenta una historia de automutilación mirada desde los ojos de una colegiala.

Si en este proyecto interpreta una voz femenina, cuando escribe también lo hace casi siempre pensando en mujeres. “A veces pienso que me gusta escribir textos femeninos porque me gusta más cómo actúan las mujeres”, se ríe. Los personajes femeninos le salen más tridimensionales, dice. “Tal vez porque las mujeres son más tridimensionales”. Pero agrega que le gusta también la idea de travestirse un poco en la escritura. “Uno siempre está traficando algo de información personal cuando escribe, liberando sus fantasmas y sus monstruos. Siento que si contara personajes masculinos, serían demasiado parecidos a mí, no podría evitar ponerme en primer plano. Y me gusta que la ficción sea bien ficción: también es eso”.


Ojos Adentro se presenta los viernes en El Brío Teatro, a las 21. Enema de agua tibia y miel tendrá dos funciones especiales el 16 y 18 de septiembre en Espacio La Virrey. Nada de carne sobre nosotras volverá en septiembre al Cementerio de Chacarita.