El peor enemigo al que se enfrentan los protagonistas de House of the dragon no son ni las bestias míticas que dan su nombre a la serie ni otras casas nobles de Westeros. Ni siquiera al guión, la dirección ni los efectos especiales. De hecho, House of the dragon es en sí misma una buena serie, razonablemente sólida en casi todos sus aspectos y hasta muy buena en algunos. Si no formara parte del universo de Una canción de hielo y fuego hasta podría fundar una saga en sí misma. El problema es que aunque es una propuesta inteligente, su predecesora era brillante. Y las comparaciones, en algunos casos, son inevitables.

House of the dragon narra la guerra intestina de la casa Targaryen, el legado del rey Viserys (interpretado por Paddy Considine) que tanto se menciona en Juego de tronos (“A game of thrones”), y que enfrenta a su descendencia por el derecho a sentarse en el trono de hierro. La princesa Rhaenyra (Emma D’Arcy) y el príncipe Daemon (Matt Smith) entretejen alianzas con otras familias del reino y –es sabido, Khaleesi- el relato mostrará el ascenso social de algunos escudos de armas y el final de otras dinastías. Aquí la amenaza sobrenatural es casi inexistente, al menos hasta el sexto capítulo de la primera temporada, que es cuanto se anticipó a la prensa.

Así las cosas, si Juego de tronos era un relato de invierno sobre los horrores que acechan en los días que se acortan y las noches que se alargan, tanto como una historia de recambio generacional, House of the dragon es un cuento de verano, donde a falta de peligros reales, los nobles se los inventan. Suerte de riñas de borrachos por discusiones de testosterona cuando las cosechas son abundantes y el vino aún más generoso. Si en GoT los nobles contaban cicatrices causadas en combate, en HotD lo más bravo que vieron los caballeros fue una justa que se desmadró un poco o una pelea de taberna. Aquí las juergas de la abundancia están tan naturalizadas que los aposentos reales, aún aquellos en los que las reinas dan a luz, están decorados con tapices que no muestran escenas de caza ni la gloria familiar, sino estupendas y concienzudas orgías. Eso sí, el tono característico de la franquicia sigue ahí: extensas dosis de asesinatos, palabras famosas del valyrio, sexo, alguna insinuación de incesto, mucho sexo extramatrimonial y hasta una cesárea sin anestesia.

Donde hay un cambio es en el trabajo fotográfico y cromático de la serie. Si en GoT predominaban blancos, azules y negros, combinados con otros colores fríos y algo de barro encima, aquí el verano se manifiesta con verdes intensos, rojos bellísimos y una gama esplendorosa.

Todo lo que es producción –vestuario, paisajes, efectos especiales- es impecable y muestra a HBO poniendo todo el presupuesto en el proyecto. En ese rubro, resultan imprescindibles los dragones. Tienen varias apariciones y aunque quizás impresionen menos que sus sucesores montados por Daenerys y Jon Snow, se presentan efectivamente como armas que desestabilizan cualquier balance de poder. Tener uno es como llevar un helicóptero con napalm a una gresca de fútbol, una cancha más inclinada hacia el lado de los poderosos que el mal uso del VAR.

Si se quiere, House of the dragon es menos sutil que su predecesora, pero mantiene varios de sus mejores rasgos: cierta mística, la rosca cortesana, la sensación de que las alianzas pueden cambiar al menor descuido y que siempre puede haber un personaje más mierda que el que ya aprendimos a odiar. Hay una bajada de línea filosófica y política, pero se limita a la frase que ya se oyó en los trailers: “Los hombres prenderán fuego el Reino antes que ver a una mujer en el trono”. Lo que se echa en falta es un Tyrion. Juego de tronos tiraba magia dialéctica y frases para estampar en remeras en una cantidad inusitada para cualquier tipo de serie y lo hacía desde el primer capítulo. House of the dragon es más modesta en este sentido.

Hay una decisión curiosa en cuanto al ritmo del relato. Muchos spin-offs intentan arrancar acelerando a fondo. Como habitualmente aparecen cuando el público ya está acostumbrado a los momentos más álgidos de las series que los originaron, rara vez tienen la paciencia para una lenta construcción argumental. La contraparte de esto es que, aún con la mayor espectacularidad, los espectadores –que también pueden ser crueles- aún no empatizan con los personajes. En este sentido, House of the dragon hace varias cosas bien. La primera es que engancha en trailers, teasers y pósters con la guerra inminente, pero en la práctica la demora. Para contentar a los ansiosos, se habla bastante en alto valyrio. Es más, al menos esta primera mitad de temporada a la que accedió Página/12 consiste más en presentar a los protagonistas y contar cómo se llega a la guerra fraticida que en la guerra misma. Y en el medio hay un guión muy bien ajustado que hace que suceda de todo. Ningún capítulo dura menos de 55 minutos y aún así se pasan volando.

Y acá no hay spoilers, pero algo interesante para los fans de Westeros es que finalmente se revela por qué los Targaryen decidieron ir al continente a lomos de dragón en lugar de quedarse gobernando la tierra que ya tenían. Ese saber –olvidado en Game of thrones- tiene un sutil guiño en la cortina de apertura: la misma melodía de la serie madre, pero con un coro, como si quisiera contar algo que luego, por la decadencia de las casas nobles, se hubiera olvidado.

Si GoT se veía en el invierno argentino con una buena comida de olla y vino o cerveza negra, HotD es definitivamente más propia de la primavera que se avecina, para disfrutarse con snacks y un aperitivo con hielo o una cerveza bien ligera. No será un grandioso festín, pero puede disfrutarse sin problemas.