Una reciente imagen de Héctor Anabitarte, cruzados ya sus ochenta años y rodeado de migrantes subsaharianos en Aranjuez, por los que sigue en campañas de socorro, define para el ojo ajeno las obsesiones políticas y el corazón del eterno militante. Héctor nació y creció bajo el signo de la diferencia homosexual. No cualquier diferencia, sino aquella que, además de originarse en la orientación sexual, se toca con todos los desposeídos, marginados, humillados. Sin pedir nada a cambio. Un sueño de todas las libertades, justo cuando el concepto libertad está siendo usurpado en la Argentina por la nueva derecha para sus planes de supremacía.

Y así fue siempre, recordó su hermano menor en la presentación de Estrechamente vigilados por la locura, reeditado por la editorial De Parado: su primer sueldo en la adolescencia lo repartió con sus vecinos pobres, en Lanús. Que la reedición del libro haya encontrado un espacio para lanzarse en el Centro de la Memoria Haroldo Conti fue un hecho natural y perfecto. Porque Héctor, exiliado en 1977, pudo haber sido un desaparecido más, tenía todos los números comprados. Sindicalista de Correos, exdirigente del Partido Comunista (el estalinismo fue implacable cuando salió del closet) y fundador en 1967 del primer grupo homosexual de la región, Nuestro Mundo, pocos años más tarde pieza indispensable en el origen policlasista del Frente de Liberación Homosexual (FLH). Cuesta creer que en el departamento de Once donde nació el FLH coincidieron Juan José Sebreli y alguien como Anabitarte. La orientación sexual es solo un punto de partida para opciones ideológicas a veces antagónicas.

Mariano Blatt y Francisco Visconti, responsables de hacer De Parado un hogar seminal de placeres literarios lgtibq+, descubrieron fragmentos de aquel texto de 1982, publicado en Barcelona, entre las páginas de Fiestas, baños y exilios: los gays porteños en la última dictadura, de 2001. Se fascinaron con aquella reliquia que pocos habían leído aunque la citasen. La buscaron por los rincones de España, y encontraron en el único ejemplar disponible, un tesoro. Convencidos de que iluminaría el presente del activismo lgtbiq+ y el sentido de los que no militan pero están concientes de que su vida cotidiana no sería la misma sin las luchas previas de quienes se jugaron hasta la vida por hacer su presente más habitable. No se equivocaron; el libro es el más vendido de la editorial.

Me tocó prologar; sobre todo por mi cercanía amorosa con Héctor y con Ricardo Lorenzo, que todavía conviven, desde que pudieron escaparse de la Argentina en barco, sin que sus familias tuvieran más remedio que comprender la urgencia. Aquí van segmentos del prólogo, y entre ellos, algunos del propio libro:

Revolución bajo el signo de Sodoma

La militancia revolucionaria de los años setenta en el PC dejó a Héctor de a pie, por maricón. Aunque la hora del calabozo le llegó, del mismo modo que a cualquier camarada sin hábitos de Sodoma incorporados.

Se salvó de la tortura en una comisaría porque uno de la pesada le vio cierto aura que lo sedujo (¿la rara profundidad de lo ojos celestes?) y mientras sobrevoló un ángel de la guarda, seguramente marica, dijo a otro buche: “a este dejálo porque es de los que no hablan”.

Su homosexualidad la vivió con audacia y hasta con un revólver que jamás gatilló. La vivió como se le dio la gana, cuando a pocos se le daba la gana. Pero, dice, “el sentimiento exige un lenguaje (y una política)”. Esa certeza lo aleja del gay narciso ensimismado y solipsista de hoy, que da todo por ganado.

El libro se recorre como mapa de un subterráneo trazado por Escher. No busques terminales ni dobles vías regulares. Hay quien creyó ver un mecanismo de aguafuerte arltiano; yo pensé en ocasiones en las apostillas de Fuegos, de Margarite Yourcenar: un librito originado en la experiencia del amor pasión y el abandono. Sobretodo, al prestar atención al epígrafe que eligió Héctor, tomado de Joseph Roux: “Quien ama menos, no ama más”. Es decir, el que comienza a amar menos es porque ya no ama más. De ese hombre amado como primer amor, al que evoca a cada rato, se derrama esta queja que se me hace hoy mismo insoportable, porque me conduce a una intimidad romántica y mortífera que, como amigo desde el año 2000, hubiese querido poder aliviar: “Necesito morir. Necesito que me mates...Mátame, entierra sin vacilar la espalda en mi nuca...y así quizá te conviertas en un dulce recuerdo. La duda, la esperanza, son una cruel agonía. Escúpeme, quiero ver otros rostros”.

Las páginas evocan espectros tan esenciales como cuando Héctor rememora aquel primer amour fou que lo condujo a la depresión, y la depresión al electroschock. Un amor así de desastrado precisa electrocutarse, pensarían quienes lo mantuvieron sujeto a una cama con cables en la cabeza.

La locura vigila, estrechamente; mete miedo, es yuta. Acobarda a aquellos que no saben extraer vida de su goce funerario, como nosotras, las locas. Liberada, sobreseída, embarcada en aventuras sexuales sin norte o en revoluciones que son el sueño eterno de Andrés Rivera, la locura de las locas narra obsesivamente los jirones de su legado erótico-militante y la tenacidad de sus fracasos (no hay revolucionarios ni amor pasión, ni siquiera sexo, sin vencedores ni traidores que no dejan de vencer y traicionar). La locura, la nuestra, se vuelve la vía regia para, desde los recuerdos, releer un tiempo poderosamente loco que dio frutos exquisitos en la Argentina de ayer. Así podemos entender a una Adelaida Gigli cuando dijo “en la década del sesenta empezamos a entender que cada uno es muchos”.

Lo dejé porque le gustaban los varones

Cada relato de diez renglones cuenta para un guión de cine. La idea es no espoliar, como se dice ahora. Alcanza acá con el desfile de nombres de guerra arrebatados al registro civil, con los que las locas se definen dentro del locario. Les recomiendo no saltearse a ninguna. Pepa, Viuda de Peñaloza, consejera estilística de las vecinas que hereda a un comisario. Cuca la pantalonera, peronista y combativa desde niña, cuando recibió de manos de Eva una muñeca. Hugo, el cristiano más devorador de penes que haya producido la Argentina. Liliana, que transicionó de género mientras trabajaba de empleada postal (¡imagínense en esos años!) pero sigue asustándose cada vez que suenan las sirenas del patrullero. Hombres casados amantes secretos de esas ninfas (“lo dejé porque supe que le gustaban los varones”). Maricones que gustan de maricones y son entonces catalogados de lesbianos. En fin: La Pitara, La Boca de Oveja, Niágara la tormentosa, Penélope la fiel. Un catálogo de ingenio bautismal que hubiera encantado a Pedro Lemebel.

Es que las locas de Anabitarte responden al hermoso caos identitario previo al triunfo del modelo gay anglosajón. Como escribió Perlongher en El sexo de las locas, las sexualidades populares que ellas encarnaban terminaron arrojadas a los bordes del gigante rosa for export. Ya no se las entendió más; en todo caso se las estudio como especie caducada. Fue el precio de la normalización, y lo sufrió Reinaldo Arenas, según Antes que anochezca. Era solo cuestión de tiempo para que la loca vida del locario activista se convirtiera en memoria, hoy insistentemente rescatada por las academias en un mundo en el que una xenófoba lesbiana es lider de un partido alemán de peso y en las grandes ciudades el voto lgtbi engrosa las urnas de la derecha.

La aventura sigue ahora en Aranjuez: si antes se militaba por la liberación homosexual, luego contra el sida, hoy por los migrantes subsaharianos. Héctor viene apretando el freno con un bastón precioso, digno de un caballero castellano, pero socialista. Más quisiera el Borbón Juan Carlos, cazador de elefantes, recibir el cariño de su ciudad como el señor Anabitarte.