Tal vez no se trate sólo de escribir bien –la literatura y su oficio, profesión, o simplemente un destino– ya que de alguna manera con disciplina y perseverancia se logra, sino de tener algo para decir; la originalidad, entonces, pareciera estar más cerca de la angustia existencial (después lo máximo a alcanzar: la propia voz, un estilo) en el sentido que Kierkegaard le daba al término. Ahora hay que pensar en aquellos escritores y escritoras más cercanos al quehacer vital de la poesía. Si bien estos últimos (poetas) parecieran ser hablados por el lenguaje, tienen algo en común con quienes transitan la prosa: regresan una y otra vez a ciertos temas como un paranoico a sus obsesiones. Y esto aparece en La ley primera de Damián Huergo, novela que delicadamente se va labrando al tiempo que se reflexiona sobre algunos aspectos de la escritura.

“En esos años, gran parte de mi generación estaba escribiendo en primera persona, con su ombligo de faro. Varios críticos empezaban a hablar de autoficción y escritura del yo como marca y decadencia de época. Incluso escritores que admiraba hablaban pestes de la escritura autobiográfica, aunque en su pasado el género formara parte de su obra y en el presente modularan su yo desde distintas redes sociales. De la denominada escritura del yo, si es que algo semejante existiese, me quería escapar igual que de una ropa de moda que te ridiculiza frente al espejo. En ese entonces, aún creía que uno podía decidir sobre aquello que iba a escribir. Y, como quien piensa que puede hacer desaparecer a un fantasma con solo cerrar los ojos, intentaba con relatos de zombis, de vampiros o de personajes con contornos realistas, ajenos al mundo que pisaba y me transformaba y me constituía”, escribe el narrador y personaje Damián Huergo mientras se piensa no ya desde la solemnidad de quien se percibe a sí mismo como Escritor sino como alguien que va camino a serlo, o mejor: como un hombre que, además de hacer todo lo que está debajo del sol para sobrevivir, también escribe.

“Creía que uno podía decidir sobre aquello que iba a escribir”. Todo lo que concentra esta afirmación se irá desarrollando a lo largo de La ley primera desde varios planos. La literatura en tanto lecturas formativas o reveladoras con sus respectivas referencias bibliográficas que lejos de pretender mostrar erudición, el autor congrega a quienes son o fueron sus familiares espirituales cuando se trata de contar sus comienzos en la escritura, los talleres literarios, su paso por Letras en La Plata para luego decidir estudiar Sociología en la Universidad de Buenos Aires y los primeros cuentos publicados en distintos medios gráficos. La literatura de los demás y la propia escritura como un refugio tal vez, al principio. Una zona a poblar. Y para entonces ya se habrá entendido que Damián Huergo regresa para instalarse en las preocupaciones formales, poéticas y, si se quiere filosóficas, que recorren su obra y muy especialmente en Biografía y Ficción: la relaciones entre autor, el narrador y el escritor, la tensión entre la ficción, la realidad y el realismo, la biografía, la memoria, el olvido y sobre todo aquello que no necesita ser dicho, pero no ya desde las teorías de las significaciones subterráneas o de iceberg sino a partir del trabajo con pequeños elementos narrativos capaces de reconstruir toda una época. Y por último, como una especie de trama paralela que justifica todo lo anterior y le da inicio a la novela: su relación con Sebastián, hermano siete años mayor que comenzó a consumir cocaína en la adolescencia y entró en una vorágine de autodestrucción y delincuencia.

El narrador Damián Huergo necesita escribir sobre su hermano. ¿Para entender? Entre otras razones, sí. La referencia a la unión como ley primera implica también, en este caso, que no hay modo de hablar sobre su hermano sin al mismo tiempo definirse a sí mismo. “Es difícil decir y decirse que uno preferiría que su hermano esté muerto. La sentencia gaucha de que los hermanos sean unidos es una mantra de nuestra identidad nacional, una poética que cercena y traza mandatos. Pero qué sucede cuando los propios hermanos son los que te devoran desde adentro, los que te muerden la mano que estirás a modo de ayuda, los que te venden la cama mientras dormís”, dice el narrador; pero ahora se impone contextualizar y una aclaración: Damián Huergo personaje de ficción no se mejora a sí mismo cuando asume la primera persona, expone sus contradicciones, y la cita no es otra cosa que un momento en una línea temporal de más de veinte años que el hermano menor transita con respecto a Sebastián: admiración, odio, desprecio, impotencia hasta llegar al orgullo cuando aparece La Fundación Sembrando Vida.

Antes hay un recorrido infernal; la adicción a la cocaína por parte de Sebastián hace que toda la familia viva en una tragedia constante, nunca se sabe si está preso, internado en un hospital o muerto. En La ley primera hay pasajes sublimes de reflexión e interrogantes con respecto al consumo de drogas como enfermedad y síntoma. “Un amigo ensayista escribió que las paternidades de nuestros padres, los que nacieron y se criaron y se curtieron durante el siglo XX, se apoyaban sobre tres elementos: la realidad, la autoridad y, en particular, como la punta de un triángulo que une dos paralelas, la ley. En nuestra casa, en esa casa de la infancia que vengo inventando, tanto mis hermanos como quien escribe crecimos sin ley o, al menos, sin una ley que no simulara una comedia. Por un lado, mi papá que se fue de casa cuando yo tenía cinco años, Erica nueve y Sebastián doce, ensayaba nuevos modos de paternidad ligados a la cercanía, al afecto torpe, culposo, por sobre la imposición del orden y la autoridad. Por otro lado, mi mamá tampoco pudo interpretar ese lugar, el de la ley, tal como lo veíamos repetirse en casa de amigos. En nuestra compañía ella jugaba a ser la adolescente que no había sido; a dejarnos ser, a diagramar una especie de let it be continuo y sin pausa que terminaba en un muro donde chocábamos el auto, o en la firma de un director de escuela pidiendo nuestro pase a otra institución”.

En la diferencia de edad entre los hijos hay algo para desentrañar a lo largo de toda la novela: son y no son los mismos padres. Y esa especie de grieta es lo que le permite a Damián Huergo ir de lo íntimo hacia lo sociocultural. Escribir para celebrar una victoria, en suma. La ley primera es una novela frontal, cruda y honesta sobre la hermandad.