¿Vivir después de morir es un asunto burocrático? Algo de esto le sucedió al escritor y cineasta brasileño João Paulo Cuenca. En abril de 2011 recibió una llamada telefónica de la Policía de Río de Janeiro. Por una denuncia policial, producto de una reyerta en un restaurante, el inspector Gomes había iniciado el sumario correspondiente; pero además, le informaba a Cuenca que había otro expediente, fechado el 14 de julio de 2008, que llevaba su nombre y certificaba su deceso. Cuenca fue a la comisaría y supo que su cadáver había sido identificado por la policía con su partida de nacimiento. Allí vio el expediente con documentos que probaban su propia muerte. La duda macabra lo carcomió: alguien había utilizado su nombre para morir, vaya a saber por qué. A partir de este hecho real, Cuenca inició una investigación para dilucidar lo sucedido. Su alter ego es el personaje del libro Descubrí que estaba muerto (Tusquets Editores) que bordea lo testimonial dentro de un marco ficcional. La novela explora el relato policial pero después lo amplía para cuestionar la Río de Janeiro preolímpica, los negociados inmobiliarios, la corrupción, los vínculos del Estado con el narcotráfico y también las miserias del mundo intelectual, entre otros tópicos. 

Acompañado por el escritor Edgardo Cozarinsky y el periodista Martín Caamaño, Cuenca presentará su libro mañana a las 19.30 en el Auditorio de la Asociación de Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes (Av. Figueroa Alcorta 2280). Además, se proyectará A morte de J. P. Cuenca, el film relacionado a la novela, que escribió, dirigió y protagonizó, y que fue exhibido en el Bafici 2016. Cuenca nació en Río de Janeiro, en 1978. Es autor de cuatro novelas y un volumen de crónicas. En español publicó El único final feliz para una historia de amor es un accidente (2012) y Cuerpo presente (2016). “La parte más fácil fue arreglar la burocracia. Hubo dos encuentros en la dependencia policial, en la que declaré que yo no era el muerto, pero este episodio tuvo un impacto más personal que burocrático en mí”, cuenta Cuenca, todavía vivo y coleando, en la entrevista con PáginaI12.

–¿La película es una adaptación del libro?

–No, son obras complementarias. Quería que fuera una experiencia abierta y que cada una de las obras tuviese un diálogo, pero no una adaptación. Hay cosas que en la película son una imagen de tres segundos y que en el libro son tres páginas. No hay un lógica muy cierta entre la película y el libro. A veces, se contradicen. Y eso me gusta. 

–Además, es el protagonista del film...

–Sí, y también yo me contradigo mucho (risas). Es que estuve más interesado en crear un juego, un rompecabezas con piezas que no encajen exactamente, pero que la gente tenga ganas de encajarlas con fuerza. 

–¿Cómo se sintió trabajando en otro lenguaje diferente del literario cuando realizó la película?

–En líneas generales, muy bien. El proceso es muy diferente porque el escritor, en cierta manera, trabaja con bloques de palabras y letras, e intenta convertir una idea en algo que existe. Pero el medio son palabras y frases. Y estamos solos en eso, encerrados en una habitación. El cine es mucho más permeable al mundo, a la gente, a los humores, a la colaboración. Era un semidocumental y yo estaba todo el tiempo trabajando con gente en la calle, con no actores y cosas que pasaban, otras que se improvisaban. Había cosas sobre las cuales yo no tenía control. Esta experiencia de no tener control total del proceso creativo me pareció genial y muy importante. 

–¿Cuánto tiene de autorreferencial, más allá del episodio, la historia que cuenta el libro?

–Yo creo que sólo existen el libro y la película por el lugar, por dónde el tipo usó mi nombre para morir. Era un edificio ocupado en Lapa, en el centro de Río. Eso pasó mientras la ciudad estaba atravesada por un proceso de reurbanización, por el período preolímpico y todo eso. En cierta forma, mi robo de identidad se dio en el epicentro de la crisis de identidad de la ciudad. Fui a la comisaría y cuando me dieron los papeles seguí la dirección. Cuando llegué, este lugar, que era el esqueleto de un edificio que estaba ocupado, ya era una cosa más o menos moderna. Y toda la manzana estaba en obra. Se estaba construyendo un edificio espejado al lado. Yo conocía Lapa, pero me asustó. Era un lugar que yo conocía, pero que ahora no conozco más. Era como una morgue, pero el cadáver era la ciudad. Me quedé muy impresionado con eso y creo que el libro y la película sólo existen por eso. Si el tipo se hubiera muerto cerca de la playa o de una parte de la ciudad que no me despertara interés, creo que no habría escrito el libro. Me atrajo el alma del lugar y todo lo que pasaba allí.  

–¿Esta novela lo llevó a preguntarse sobre la importancia y el sentido de la identidad de las personas, no sólo de los lugares?

–Sí, porque de cierta manera el personaje o, en realidad, yo mismo sufrí un robo de mis coordenadas principales. Las coordenadas de cualquiera son la fecha de nacimiento, el lugar de nacimiento, el nombre del padre, el de la madre y el propio nombre. Este tipo usó todas estas cosas para morir. De cierta manera, las enterró y me hizo cuestionar quién soy yo, más allá de estas cosas, quién sería yo si no hubiera nacido en ese lugar, quién sería yo sin mi padre ni mi madre. Creo que el libro, especialmente más hacia el final, intenta explorar estas cuestiones más íntimas, metafísicas de lo que construye nuestra propia identidad y hasta qué punto uno puede abandonarla. Hasta qué punto es posible dejar de ser quién es uno. 

–¿Definiría a esta novela sólo como un policial o más bien como una historia que bordea el delicado equilibrio entre lo testimonial y lo ficcional?

–Lo segundo, pero yo uso claves distintas. El libro va cambiando. Empieza como una novela policial y uso técnicas clásicas del género y referencias. Ahí pasa a un análisis social de la ciudad dentro de la fiesta. Después, es un análisis duro sobre qué es ser un escritor hoy en día, qué es ser cuestionado sobre si el libro es autobiográfico o no, qué es ir a festivales, presentar libros, si alguien lee o no. 

–Con una mirada crítica hacia el mundo intelectual, ¿no?

–Sí, hacia uno mismo y hacia el mundo. Al final es algo más profundo con cuestiones metafísicas sobre la muerte. Lo hice a propósito. De cierta manera, el libro va para una dirección y después yo cambio, después yo cambio, después yo cambio...Me parecía más interesante hacerlo así.

–¿Cómo construyó el suspenso que tiene la historia en primera persona?

–Fue complicado porque si se tratara de un relato en tercera persona o de una película yo sabría algo que el lector o el espectador no sabe. Entonces, pensé en poner en la mente del lector la mirada de este tipo. Y ahí la cosa se torna un poco más psicológica. Hay un momento en que el tipo no sabe muy bien de qué tiene miedo porque yo también tenía miedo y no sabía bien por qué. Es una cosa más psicológica que concreta. Son muchos tipos de amenazas ahí.

–¿Qué piensa ahora sobre la muerte?

–Soy contra, como dice Woody Allen. Es la única certeza que tenemos, pero es inevitable. Salgo de esta experiencia sabiendo bailar un poco más con la muerte. No es que sea una idea que provoque pánico o terror pero que, de cierta manera, puedas hacer un baile.