Contrariamente a lo que el sentido común cree, para Freud el odio es, en la conformación del psiquismo, anterior al amor. Ese odio constitutivo, esa pasión humana, encuentra su territorio fértil en la exacerbación de lo imaginario, en la relación especular con el congénere donde la propia agresividad es proyectada y reflejada en el espejo del otro. Lo que no se soporta del semejante son sus modalidades de goce, un exceso que vendría a contrastar y mostrar nuestra propia insatisfacción.

Para Freud, lo que el ser humano quiere en su inicio es dominar, someter, explotar, esclavizar, humillar al otro. El advenimiento del lenguaje y el orden civilizatorio vendrían luego a mediar y a pacificar, aunque fuere en parte, esa relación directa, aun cuando el registro imaginario persista, por supuesto, en la interacción social, específicamente en lo que concierne a la conformación del yo del sujeto. El Yo es paranoide, el lugar de lo imaginario. Pero Freud, a diferencia de Thomas Hobbes, no tenía esperanzas de que lo simbólico y el acuerdo civilizatorio fueran a traer la armonía y la buena convivencia en este mundo. Hay demasiados testimonios históricos que le dan la razón. Lo simbólico, además de la vertiente pacificadora de la palabra, comporta la vertiente perturbadora del significante, de manera tal que siempre cohabita la grieta y el malentendido o, para decirlo en términos freudianos, un malestar estructural en la cultura. Ello sin embargo no implica que se deba renegar del orden simbólico.

Es cierto que hoy se ha instrumentado arteramente el odio y el goce mortífero como metodología de acción política por parte de la derecha, un odio que es sembrado y promovido desde los medios masivos de comunicación afines al neoliberalismo, en síntesis, la pulsión de muerte al servicio de los planes de apropiación planetaria, pero ese espinoso cultivo encuentra sus nutrientes en la declinación de los ordenamientos simbólicos, la desvalorización de la palabra, el descrédito del lenguaje, la caída de la ley simbólica, o, dicho en términos más sociológicos y políticos, en el deterioro de las instancias del estado y de las instituciones como el poder judicial, que deja a los sujetos a expensas de las agitadas aguas de ese registro imaginario en el que priman las relaciones de agresividad y la rotura del lazo social.

El odio, esa pasión desatada, hija dilecta de la pulsión de muerte, jinete de la destrucción y la fragmentación, se ubica por fuera del ordenamiento simbólico y de toda articulación significante. Y si en el odio hay palabras, estas no se incluyen en el devenir del lenguaje articulado, no se dialectizan en una cadena ni remiten a otros significantes, sino que se sitúan a nivel del acting. El lugar de la argumentación es ocupado por el insulto y las imprecaciones. Es por ello que en el odiador no habita la duda ni caben la fundamentación o rectificación de las ideas, sino sólo la certeza, el autoconvencimiento, las holofrases, los eslóganes repetitivos, los sintagmas congelados a los que sin embargo pretende hacer pasar por opiniones o puntos de vista. En síntesis, fracasa la palabra en su función de mediación. Si el odio a la política produce algún lazo social, dado que quienes odian por ideología se reúnen y parlamentan, integran a veces agrupaciones neonazis, conversan entre ellos, ese lazo se funda por fuera de la ley simbólica, en el acuerdo de sus miembros en querer destruir a los otros. Aquel que odia no discute ni escucha, mucho menos debate o trata de argumentar, no le interesa encontrar puntos de consenso ni aproximación a una verdad que por otra parte es siempre parcial y no-toda. Solamente agrede y proyecta su agresividad.

El odio cotiza en el mercado más que el amor. La promoción del odio como metodología de desestabilización política encuentra su prosperidad en la no aceptación actual de la falta estructural de la condición humana. El discurso capitalista les ha hecho creer a los sujetos que el todo es posible, que se puede anular la pérdida constitutiva y que cualquier incumplimiento o no realización de la totalidad, tiene culpables: el populismo, los gobiernos adversos a los intereses de las mafias financieras, la presencia del Estado, las políticas antineoliberales y, especialmente, alguna figura política que es demonizada y situada intencionalmente en el punto de reunión de todas las miserias.

Todas las “frustraciones” y “fracasos” de la existencia de algunos individuos van a parar a la cuenta de la figura señalada, no sólo las carencias y el creciente empobrecimiento ocasionadas por el mismo neoliberalismo, sino también, exagerando un poco, el devenir humano, la declinación del cuerpo, la finitud de la vida, los desencuentros amorosos, la castración simbólica y hasta el “ser para la muerte” heideggeriano. Que la figura de alguien sea imaginariamente colocada como la culpable del vacío estructural, convierte a ese alguien en un objeto persecutorio y gozante, origen de todos los sinsabores, a la vez que libera a sus detractores de la responsabilidad que les pudiera caber en sus asuntos.

Una operación exitosa que da sus frutos y hace que hoy en el mundo, para atentar físicamente contra un adversario político, no sea siquiera necesario contratar como antaño sicarios profesionales, sino esperar a que, más temprano que tarde, aparezcan por “motu proprio” o, mejor dicho, por obediencia a un mandato incondicional de la derecha, individuos dispuestos a cumplir estrictamente con las voces imperativas que los conminan al “pasaje al acto”.

Así como en los psicóticos lo repudiado de lo simbólico retorna como alucinaciones auditivas desde lo real, en los sujetos colonizados por el odio político, las “voces” imperativas les vienen desde las pantallas televisivas de un Poder real que aturde, si no es muy arriesgada la analogía. Que un individuo trastornado, intente por iniciativa propia o de un grupo de fanáticos neonazis, un magnicidio, no deja de constituir una acción por encargo y un acontecimiento calculado, aguardado, abonado por una larga serie de acciones previas en esa dirección, el resultado del sometimiento a un amo que dicta sus frases cristalizadas y dirige sus actos. Pareciera que algunos mercenarios trabajaran gratis y no necesitaran ser conchabados. Mejor dicho, que sus cobros por los servicios prestados lo fueran en goce mortífero, que no es poca cosa.

Las posibilidades no son antagónicas, en un punto hay confluencia. No existen mayores diferencias en contratar a alguien o en esperar a que en cualquier momento surja un extraviado movido por el odio desencadenado. Aun en el caso poco probable de que se tratara de un psicótico, ello no desculpabiliza a quienes metódicamente insuflan, en los espíritus más permeables, la pasión mortífera con la finalidad de que produzca los efectos que de esa oscura prédica se espera. Hoy el capitalismo, en su fase neolibernazifascista, admítase el neologismo, ha puesto a la locura, la paranoia y el delirio, a trabajar para su causa. El odio no es sin consecuencias.

*Escritor y psicoanalista.