Una imagen de cerros coloridos como pasados por una cinta vieja, corroída, es el fondo geográfico que secunda las primeras palabras de los protagonistas: “Es muy posible que haya muchos chistes”, se le escucha decir a Ricardo Mollo, mientras ruedan los créditos. El de Jorge “Killing” Castro. El de Catriel Ciavarella. El de Diego Arnedo. Y el suyo, claro. Luego, siempre entre piedra y camino, un hechizante fraseo de guitarra hace de alfombra sonora para que Arnedo revele el nombre: “Este cuerpo de intenciones musicales que empezó en el encuentro con Ricardo Mollo hace unos cuantos años atrás, creo que llegó a un lugar muy alto… un poco más abajo del cielo”.

Tilcara, un poco más abajo del cielo, se llama justa y precisamente el documental dirigido por Woody González y Ariel Hassan, que acaba de subirse a la plataforma Flow junto a un audiovisual al tono (Tilcara, el recital), y que tiene como propósito cardinal contar, desde el mismísimo lugar de los hechos, cómo se vivieron los momentos previos a la presentación de Amapola del 66, en medio de ese paraíso.

Todo conmueve durante los ochenta minutos que dura el ruedo revisionista, porque el trío actualiza en palabras lo vivido por su alma durante aquellas épicas jornadas andinas, al volver sobre imágenes y secuencias que permanecían en situación casera, semioculta. Mollo, Arnedo y Ciavarella van revelando bajo ese fin, detalles, situaciones y deseos truncos, como el de la imposibilidad de realizar el show en el lugar soñado.

El primer impacto del documental muestra justamente a los músicos retornando a ese sitio de inusitada belleza, explicando por qué no se pudo hacer –razones de lejanía y logística— y tomándose revancha a posteriori con dos bombos legueros y una guitarra criolla al servicio de “Vientito del Tucumán”. Y motivar de paso una charla profunda durante el retorno en auto al pueblo. “El silencio es el ruido más increíble que existe para poder entender algo”, le dice Arnedo a Mollo, en el lugar de acompañante. “Lo más contundente de esto es eso, ¿no? Estar frente a la inmensidad, al silencio y generando esos sonidos que son conmovedores porque, si, la aplanadora es algo que se puede medir en decibeles, viste, pero esto se puede medir en el nivel emocional, que es lo otro que acompaña a esa aplanadora”, le contesta el chofer, mientras surca esa ruta serpenteada, entre cerros coloridos.

“Este viaje tiene que ver con la necesidad de trasladar todo para limpiar. Fue nuestro primer proyecto libre de presiones”, recuerda el bajista en otra toma. Es la que evoca el encuentro del trío con el geólogo francés, un “hijo adoptivo” de la quebrada que sugirió dónde ubicar el escenario para poder campear mejor los fuertes vientos de la tarde, en Laguna de los Patos, donde finalmente se concretó el recital.

Y así, las tomas conjugan pasado y presente. Hay de las que se grabaron, espontáneas, antes del show, y de las que surgieron, previstas, planeadas, durante un viaje posterior de los músicos al lugar de los hechos. El documental se mueve así en dos planos temporales en los que a veces, incluso, aparecen palabras actuales de ellos contando sobre imágenes anteriores al concierto. En ese péndulo pasado-presente transcurren también las secuencias del lugar donde ensayaba el trío, en las antípodas de cualquier “confort” urbano pero dotado de un amor, de un color humano que también puede ser leído en clave de la misma antípoda. Un teatro entre montañas, de puertas abiertas de par en par, al que la gente entraba y salía sin “derecho de admisión”. “No sé en cuántos lugares una banda con la estructura de Divididos puede hacer eso”, cuenta el guitarrista, mientras aparece un ensayo abierto al público en que el sonido a altos decibeles del trío se funde con el paso de las nubes entre las montañas. Gloriosa postal.

Las tomas de entrecasa incluyen además el cálido encuentro con la aerofonista local Micaela Chauque. Rodeada de instrumentos, ella recibe una info sustancial: va a participar con alguna copla en la versión quebradeña de “Avanzando retroceden”. El encuentro entre mate, agua mineral y zapada en fa sostenido con Gustavo Patiño, también aclimata lindo, tanto como el almuerzo con Fortunato Ramos, puente esencial entre el trío y las músicas de raíz norteña, que incluyó el recuerdo de la versión de “Mañana en el Abasto” que habían hecho juntos durante la primera visita del trío a Tilcara, en el año cero del siglo. “Fue una hermosa propuesta aquella”, comenta Ramos. “El erke, es un instrumento de los cerros, suena quejumbroso, suena fuerte, y entre los cerros tiene una potencia impresionante”. Las palabras del maestro jujeño encajan perfecto con la caravana a cielo y corazón abiertos que los Divididos -más que nunca por la felicidad, entonces- encaran junto a la banda de sikuris por las calles del pueblo.

La larga semana anterior al hecho reflejada por el audiovisual, incluye además la participación del trío en el acto del 24 de marzo en la plaza de Tilcara, tres días antes del recital, con la banda tocando “El burrito” junto a invitados espontáneos, anónimos. También secuencias de cómo se armó el escenario a plena luz del sol, “cerca del cielo”, con cien personas trabajando en eso; el temor previo a las lluvias y los vientos. “Todo podía fracasar si a la naturaleza se le ocurría llover todo el día y toda la noche”, recordará Mollo, sobre algo que, a la sazón, casi ocurre.

Dos días antes del recital, el jueves 25 de marzo, lo que prevalece en el relato es la palabra de quienes decidieron formar parte de la gesta como público, seguidores provenientes de varias regiones del país, y algún incidente risueño como el que sobrevino cuando la banda quiso grabar en plan acústico en el patio del hotel. Eso provocó la queja de un huésped, y el traslado del grupete armado entre músicos y seguidores a la plaza. “Sentí lo mismo que sentía en los '70, cuando te echaban de un lado y te tenías que ir a otro”, es el recuerdo de Mollo.

La mirada sobre las instancias inmediatamente previas al hecho en cuestión se concentra ya en los pálpitos preocupados, tensos, por lo que podría llegar a pasar en un lugar en que el ser humano tiene el deber de respetar al cosmos. “El marco era imponente, las montañas, divinas, por todos lados, enormes… era como una gran puna”, dijo Mollo. Y después, la lluvia. El temor a suspender. La mirada de Arnedo, cuando se largó. Sus palabras. “¡Que cagada! ¡Qué cagada!", repetía el bajista como en un mantra bajón, frente a un tinto, mientras su alterego recordaba el cántico de Woodstock: “No rain, no rain”, mientras la gente permanecía estoica bajo la lluvia, y las plegarias -Virgen del Corral mediante- logran lo que amagaba no ser: Divididos tocando ahí, en esa inmensidad. “La lluvia es una bendición y ustedes también”, dirá Mollo, ante un todo divino, que claramente superó el hecho musical.

Por suerte, ahora todo está guardado en una memoria que se puede ver y escuchar.