El psicoanalista atento a su presente, el que desea aportar una perspectiva específica para comprender su actualidad, suele tener entre sus puntos de partida una premisa freudiana: “La oposición entre psicología individual y psicología social pierde buena parte de su nitidez si se la considera más a fondo... desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicología social” (Psicología de las masas y análisis del yo). ¿En qué consisten las mencionadas simultaneidad y consideración más a fondo? O digámoslo así: que aún nos reste mucho por investigar sobre ambos expedientes no impide que nos sorprenda, todavía hoy, que muchos de nuestros colegas desestimen la importancia del psicoanálisis para el conocimiento de lo social. En efecto, es harto llamativo que pese a las innumerables hipótesis de Freud sobre este campo,  que fueron recuperadas y enriquecidas por analistas posteriores (de diversas épocas y corrientes teóricas) e, incluso, por filósofos y politólogos, debamos en ocasiones seguir justificando nuestro objeto de estudio ante ciertos psicoanalistas. Desconocen, también, la aun más severa sentencia de Lacan: “Mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época” (Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis). 

Un hombre de poco más de 90 años se suicidó en una delegación de Anses. Nos preguntamos por qué. ¿Es esa la pregunta más oportuna? Leemos y escuchamos conjeturas de todo tipo sobre las probables razones y, enseguida, también refutaciones de amplio espectro. Sin embargo, insisto: ¿es el por qué de su suicidio lo que podemos pensar? ¿Qué sabremos de sus causas y motivaciones? 

Una digresión: hace unos 20 años vino a visitarnos, a una universidad, un prestigioso médico. El invitado fue llevado a recorrer las instalaciones para mostrarle los laboratorios con los que contaba la institución. Aquél solo apenas podía ocultar su desinterés, hasta que en un descanso preguntó: “¿Los alumnos faltan mucho?” Ese era, pues, para el médico, un indicador destacado de la salud (para no usar el antipático término calidad) de la universidad. Nótese que no consultó por las razones del posible ausentismo sino que ese número, en caso de ser elevado, resultaría significativo en sí mismo. 

Otro ejemplo: un agente de propaganda médica (APM), habitualmente llamado visitador médico, describió su malestar con el laboratorio para el que trabajaba porque, decía, no le pagaban los gastos del auto. Por tal motivo, recargaba su maletín con las muestras de los fármacos en lugar de dejarlos en el baúl de su vehículo. Así, comentó con enojo: “Se me rompió la manija de la valija, pero yo no voy a entregar el baúl”. Solo si estuviera recostado en el diván del analista, a este hombre se le podría preguntar por su negativa a entregar el baúl, pero tal orientación no será pertinente, por ejemplo, si el relato fuera hecho en una reunión grupal con un psicólogo institucional. En tal caso, es mi opinión, será conveniente optar por el primer sector de su parlamento: la rotura de la manija de la valija. Explico mi sugerencia: por un lado, valija es el término con el que los propios APM suelen llamarse a sí mismos; por otro lado, porque la referencia a la manija expresa un asunto de particular relieve en las organizaciones, a saber, quién tiene el poder o bien, quién tiene la manija. 

Volvamos, ahora, a la simultaneidad entre psicología individual y social, o bien al posible desacierto que subyace a nuestra tendencia, nuestra insistencia diría, a preguntar por qué. 

¿Los alumnos faltan a clases por motivaciones singulares o por circunstancias de la institución? ¿El APM es un sujeto de rasgos paranoides que se opone a entregar su baúl o responde a las pugnas laborales de poder? Y así, ¿el jubilado se suicidó a consecuencia de su propia depresión o fue arrastrado a tomar esa decisión por abandono estatal?

La disyunción que crea alternativas excluyentes en cada una de las preguntas pone de manifiesto, en rigor, la falacia de las preguntas. Ciertamente, si dividimos aguas entre dos opciones cuando ambas son válidas es, ni más ni menos, porque hemos errado el camino. Para decirlo de otro modo: el contexto en el cual tomamos un hecho determina nuestro análisis de la situación, nos orienta en cuanto su interpretación. El señor que se suicidó no es un caso clínico, no tenemos de él su anamnesis ni hemos sido sus terapeutas. Aquel jubilado, su suicidio, es un hecho público, un sujeto que se suicidó en una institución del Estado y con un mensaje: así no se puede vivir, uno no merece vivir así. ¿Así cómo? No sabemos cómo vivía el hombre, solo sabemos que lo dijo en la Anses. Y eso es, precisamente, lo que le da su particular significación, sea cuales fueren las causas de su suicidio.

Como todo suceso que nos conmociona, suscita opiniones urgentes, dispara conjeturas inmediatas y que luego, con el correr de los días, podrán modificarse, complejizarse o rectificarse. Y allí también interviene el trabajo de significación: ¿cómo lo vamos metabolizando?, ¿cómo va decantando? Y también, ¿lo olvidaremos rápidamente o permanecerá vigente en nuestra memoria? Esto último, su conservación o no como huella mnémica que exige un trabajo de pensamiento también es constitutivo de su significación. 

No se entienda que rechazo la pregunta por las causas sino que, más bien, pretendo señalar sus limitaciones y, a su vez, mostrar que la significación depende en gran medida del contexto. Y así retornamos a Freud: los hechos pueden ser, simultáneamente, objeto de una psicología individual o social y eso no depende de su etiología sino del contexto en que los tomemos y de la perspectiva con la que encaremos nuestra reflexión. 

Estimo que aun hay una razón adicional para que, como en el caso citado, muchos se inclinen por la hipótesis psicopatológica (depresión) y no tanto por leer su significación colectiva. Y, en gran medida, son similares razones las que condujeron, al decir de Freud, a las hipótesis despectivas que Le Bon tenía respecto de las masas. El esfuerzo por ubicar el hecho en el marco del mundo privado del jubilado (su depresión, su viudez, su soledad) permite colocarse en una posición de ajenidad respecto del mismo, en un lugar inmune a toda afiliación y contagio. Efectivamente, la recurrente negación de la dimensión que podemos llamar el otro en mí no es sino el complemento de la aversión (y el temor) a sabernos parte de una comunidad de influencias e infecciones múltiples. 

* Doctor en Psicología. Psicoanalista. Autor del libro Trabajo y subjetividad (Ed. Psicolibro).