En la casa de mis abuelos maternos solía juntarse gente de distintos lugares del mundo, lo que se debía a que mi abuelo favorecía la amistad espontánea, antes que cualquier otro afecto y a que trataba, en la medida de sus posibilidades, de ayudar a cualquiera que padeciese algunas circunstancias adversas. Había formado una orquesta rudimentaria con sus amigos entre los que se contaban un ruso, un polaco, un irlandés, dos o tres italianos y un árabe… Ninguno de ellos vive y no sé si habrá alguien, no creo, que recuerde lo que ocurrió una noche, en víspera de carnaval, en el club Hindemburg, de Cochabamba al 300, que ha desaparecido… 

El día debía de ser jueves o domingo, porque mi abuelo iba religiosamente al rancho que tenía en la costa del Paraná, al sur del Frigorífico Swift y volvía hacia las ocho o nueve de la noche. Eran los únicos días en que tomaba unas copas de vino que soliviantaban su carácter silencioso, taciturno. Habían prometido tocar con la orquesta, porque los bailes eran de lo más habitual y máxime en carnaval. Mi familia ya estaba acomodada a una mesa que presidía mi abuela y que, nerviosamente, me mandaba afuera a ver si mi abuelo aparecía, porque la orquesta debía comenzar a tocar. En un momento, un tumulto de gente, alegremente, se arremolinó a la entrada. Mi abuelo se había disfrazado con unas plumas de ganso que era lo único que lo cubría y un warbonnet, un penacho o gorro de ceremonias como los aborígenes americanos, Con un pomo mojaba a los que se acercaban… Un chico gritó: "Parece un gallo". Todos reían y celebraban pero al pasar por una de las mesas, mi abuelo mojó a la compañera de un hombre, que se había enfrentado a mi abuelo en algunas payadas. Para colmo, lo apodaban Aniceto el gallo y debió sentir que había una directa provocación. En fin, todo siguió en el mismo ánimo, la orquesta tocó y la gente bailó durante horas y mi abuela con mi madre y el resto de la familia decidieron irse hacia las doce. Le rogué a mi madre que me dejara y bastó que mi abuelo y Assim, el armenio, le dijeran que me cuidaban. Una o dos horas después, por Cochabamba al llegar a Ayacucho, salió de entre las sombras que tremolaban con vida propia por unas vislumbres de luna, progresando detrás de las copas de los árboles, Aniceto con un revólver. “Hacete el gracioso ahora”, dijo y disparó… Assim era enorme y antes de caer se arrojó sobre Aniceto y lo mató a golpes. Yo comencé a temblar sin poder calmarme. Mi abuelo, que también temblaba sollozando, se había arrodillado sobre Assim, del que manaba un oscuro flujo de sangre. "Váyase César –dijo con un estertor– no me puede devolver el favor". 

Mi abuelo no quiso; se quedó a su lado y yo al lado de él… Assim comenzó a divagar como si discurriese en un sueño entrecortado. “Llegué a estas tierras escapando de la masacre de mi pueblo por los turcos. Me dieron por muerto una noche en que mi familia fue asesinada en nuestra casa en el valle de Ararat, muy cerca de la frontera. Mi padre nos enseñó a leer en las estrellas el rumbo hacia el mar, que seguí por las noches, errando por la montaña y la llanura, sin saber porqué. Me arriesgué a cruzar el sur de Turquía y el Tigris para penetrar en Siria. Siguiendo la ruta que une la costa mediterránea y el Éufrates llegué al puerto de Latakia para ir a España, con la esperanza de encontrar a mi hermano mayor, Sarkis. Después de unos años llegué a estas tierras. Recuerdo la fragancia suave de los jazmines, el color del lapacho y los jacarandás, porque era primavera. Recuerdo el trato amable de gente que acepta la llegada de un extranjero como si fuese un hecho auspicioso y que hizo que decidiese quedarme".

Mi abuelo me dijo en voz muy baja: "Ha vuelto a navegar". Assim agregó algo que no alcancé a escuchar y luego se durmió.

No era la primera vez que la muerte tocaba a mi puerta, pero fue la primera vez que sentí que había ingresado en otra dimensión de tiempo; pensé en Aquileo arrastrando el cadáver reciente de Héctor, en Eneas frente al cadáver de Turno, en los Idus de Marzo, como preanunciando lo que ocurriría siglos más tarde con César, o lo que simplemente fue retomado de una literatura por la historia para dramatizar un hecho funerario. Pero esto, lo digo ahora: a la edad en que me ocurrieron esos hechos yo leía a Homero y a Virgilio, pero no podía pensar que la historia se nutre de ficciones.

Una o dos horas después, la policía llegó y fuimos conducidos a la seccional, pero como el hermano de mi abuelo era comisario retirado, apeló a sus contactos y evitó que yo fuese testigo. Recuerdo confusamente el alboroto y la exacerbada protesta de mi madre acerca de lo que no había ocurrido, las recriminaciones a mi abuelo, la mirada cómplice de él y yo que, ante lo grave de las impresiones que había vivido, me sentía poseedor de un hecho terrible cuya versión, siempre cambiante, podía relatar ante mis amigos. De todos modos, mi madre decidió que fuese a una terapia y allí tomé conciencia del momento pasado, de la escena que había presenciado. Dos hombres habían muerto y yo reducía ese hecho a un relato para acaparar la atención. 

Una suerte de angustia progresiva ingresó decisiva a mi existencia y yo trataba de esquivarla leyendo y releyendo innumerables páginas de épica que no colmaban mi necesidad de aplacar mi conciencia. Para colmo mi abuelo acrecentaba su malestar, sintiéndose responsable de la situación y rondaba alrededor, aludiendo una y otra vez al tema. Unos días más tarde, me pidió que lo acompañara al rancho, porque los integrantes de la orquesta se reunirían allí, como solían hacerlo cada tanto, pero esta vez para rendir homenaje a la memoria de Assim, que había sido enterrado en la orilla, donde acostumbraban a hacerlo los lugareños. El verano llegaba a su fin y la hora del crepúsculo gravaba de oscuridad los colores del día, como si todo se dispusiera para el duelo. Algunos encendieron los pabilos de las velas y Don Heraclio, como si realizara un ofertorio, llenó las copas con vino. Brindaron y el duduk de Assim, ejecutado por Sergei, el ruso, comenzó a deslizar una suave y melancólica melodía que fue seguida por el bandoneón de Don Sandalio como acompasando la progresión mortal de la noche.

 

En una página de sus escritos Pascal escribe: “No hace falta que el Universo entero se arme para aplastarnos, un vapor, una gota de agua son suficientes. Pero, aunque el Universo lo aplastase, el hombre sería aún más noble que lo que lo mata porque el hombre sabe que muere, y de la ventaja que tiene sobre él, el universo no sabe nada”. Pascal, que cambió la perspectiva del saber en la filosofía por la del juego, parecía retroceder a la primacía del saber. Yo escribí torpemente en el margen: vagamos por la infinitud, rodeado de vivencias que llamamos de manera imprecisa, familiares o cercanas, porque nos resistimos a reconocer que hemos perdido nuestro rumbo o la calle a la que nos dirigimos.