En la clase de yoga practicamos las invertidas, o sea, verticales, paro de cabeza, paro sobre codos, distintas variantes. Invertirnos, nos coloca en un estado extraño, como si no fuéramos las mismas. Hacer posturas hacia atrás, poniendo el dorso del cuerpo como protagonista, lo desconocido, lo que nunca veremos a no ser que hagamos contorsiones que igual nos mostraran un revés retorcido, también es difícil. Aunque de chica hacía la vertical en algún momento ya no pude hacerla; me ganaba/gana el miedo. Este pasado presente tiene que ver con algo de lo que les quiero contar.

Durante muchos años fue una frustración el momento en que la profe decía ahora contra la pared, hagan la vertical, o el paro de cabeza, etcétera. Tuve que encontrar un “objeto transicional”, el bolster -una especie de almohadón duro-, que parado entre mi cuerpo y la pared me da la sensación de que no me voy a romper la cabeza si algo sale mal, para poder hacerlo. Lo cierto es que este último tiempo, algo cambió, se produjo un inside dirá mi maestra, pero me siento más segura y con su ayuda puedo subir y quedarme en la posición un rato considerable y bajar lentamente y no como si fuera una bolsa de papas arrojada al vacío. La felicidad que me provoca conseguir esas posturas se parece bastante a una alegría infantil, aunque para ser más precisa es la felicidad que da aprender cosas nuevas, y me atrevería a decir que especialmente si las aprendemos con el cuerpo, como aquella que me producía colgarme en los caños del patio de juego en jardín de infantes y dejar los brazos, la cabeza y el pelo caer y hamacarse mientras me trababa con las piernas, aun con pollera y dejando la bombacha al aire. O como cuando aprendí a andar en bicicleta, gracias a mi hermano; fue él quien cuando se terminó la pared de la que me iba agarrando, me sostuvo un poco más y logré mantener el equilibrio girando lo más rápido posible los pedales para no derrapar. Tal vez esté siendo injusta pero no recuerdo otro tipo de aprendizaje que me haya dado tanta emoción. Hablo de lo que se siente al aprender a manejar, por ejemplo, tener el control no solo de tu cuerpo en este caso sino de una máquina enorme. También ahí mi maestro fue mi hermano, que tenía la capacidad de no ofuscarse ante mis errores, acompañarme a pesar de mis miedos y guiarme en incorporar conocimientos con las manos, las piernas y los pies, dejando la cabeza en segundo plano.

El sostén es el secreto. Un buen docente es alguien que sostiene, escuché por ahí.

Alguien que te ve y te cree. Muchas veces me quejo ante un desafío nuevo que nos pone la profesora de yoga, digo que no puedo, y ella dice, vos podés, tenés la fuerza, subite a la punta de los dedos, estirate más, empujá el piso. Encontrar una profesora que cree más en vos que vos misma es de las mejores cosas que puede pasarte.

Con una profe así nunca estás en zona de confort, ella siempre te exige un poquito más de lo que vos crees que podés. Y te mira, siempre te mira: te corrige, te dice el secreto para que puedas llegar.

A veces nos tira una consigna y nos deja practicando. Si la logro, empiezo a los gritos a llamarla, para que me vea, para que me diga: “¡bien!” Me recuerda a una escena escolar repetida: mi hijo mayor, buscándome con su mirada durante cada acto para comprobar que lo estaba viendo y lo aprobaba con la mirada y la gestualidad de mi cara.

Esas expresiones producen magia. Pueden tocar el cuerpo y hacerlo hacer cosas.

Tuve una profe de tenis que tenía el mismo poder. Cuando me decía “bien sonita”, algo en el corazón se me agrandaba. También tuve una gran maestra de danza Butoh que lograba que nos sostuviéramos del cielo con hilos invisibles con solo indicarlo.

A veces la buena profe te saca una foto y te la muestra para que veas de lo que sos capaz. Porque mucho de lo que somos capaces de hacer con nuestro cuerpo no podemos verlo; lo sentimos, lo percibimos, llegamos a experimentarlo por otros sentidos que no son el de la vista.

Yo que padecí durante toda mi infancia y adolescencia las clases de gimnasia -esas competencias en las que tenías que mostrar lo que hacías y me llenaban de vergüenza por el cuerpo que crece y siempre es demasiado grande, llamativo o torpe-, hoy siento orgullo de lo que puedo hacer.

Lograr cosas con el cuerpo siempre me produjo placer y una memoria distinta de aprender intelectualmente. ¿Será porque no me creía capaz o no se esperaba que lo fuera? ¿o simplemente porque el cuerpo aprende y recuerda de otra manera? El cuerpo tiene memoria, se dice. Si aprendiste a andar en bicicleta no te olvidas nunca. ¿Cómo es esa memoria? Piensa a su manera.

Un cuerpo empieza y termina contra otro cuerpo dice Jean-Luc Nancy en 58 indicios sobre el cuerpo Extensión del alma. También podemos pensar que empieza y termina con otra mirada. Una mirada que te talla, que te empuja. El cuerpo que aprende es un cuerpo ansioso por ser mirado. Es un cuerpo que siente. En palabras de Nancy: “El cuerpo puede volverse hablante, pensante, soñante, imaginante. Todo el tiempo siente algo. Siente todo lo que es corporal.”

En la clase de yoga logramos poner en suspenso el pensamiento racional, solo estamos atentas al placer, si lo hay, a la respiración, al estiramiento de un lateral. Somos conscientes de que somos cuerpo: esa pierna más corta, ese hombro que cruje o la cintura que duele. Nos apropiamos de nuestro cuerpo -lo habitamos, nos encontramos con él-, quizás abandonado durante todo el día, llevado de acá para allá sin detenernos a pensar en qué le pasa. Escuchamos la respiración, ¿está agitada o calma? Así podemos mirarlo con un poco de cariño, con una mirada piadosa, como la de la profe quizás, que no busca un cuerpo perfecto, un cuerpo flaco o ágil, sino que ese cuerpo que tenemos haga lo mejor que pueda hacer. Tal vez lograr aflojarse es todo lo que puede hacer hoy. Solo por hoy, dice todo buen maestro, no como consigna vacía de autoayuda, sino atendiendo la honesta posibilidad de nuestro cuerpo que no es igual cada día. Hoy mi cuerpo, que es un cuerpo viviente -verdad de Perogrullo que hay que poder vivenciar-, puede esto. Mañana, no sé. Porque el cuerpo es siempre presente. Materialidad y todo lo demás: “El cuerpo guarda su secreto, esa nada, ese espíritu que no está alojado en él sino que está esparcido, expandido, extendido completamente a través suyo. (…) El cuerpo no guarda nada: se guarda como secreto. Por eso el cuerpo muere, y se lleva su secreto a la tumba”, dice Nancy.

 

La mirada de la buena maestra no solo ve el cuerpo exterior, ve lo que lo hace único, llamémosle espíritu, alma, personalidad, corazón, y es capaz de acompañarlo. Cabeza abajo, patas arriba, hagas lo que hagas, ayuda a transitar los miedos. Porque se aprende en la incertidumbre, si tenemos la apertura suficiente para que algo nos sorprenda; y eso no puede ser posible sin la base de previsibilidad que da entregarse a otro en quien confiemos.